viernes, 26 de abril de 2024

El dinero (1983)

Casi medio siglo después de haber realizado su primera película, el cortometraje Asuntos públicos (Affaires publiques, 1934), Robert Bresson filmó El dinero (L’argent, 1983), que, a la postre, sería su último largometraje, además de ser una espléndida muestra de la depuración que estiliza su cine. Era tiempo suficiente para que Bresson y el mundo hubiesen cambiado, tanto que apenas sería reconocible el mundo de 1934 y el de 1983; lo mismo podría decirse de las películas que se sitúan en los polos de su carrera cinematográfica. Pero El dinero no trata de esas diferencias entre “el ayer y el hoy”, aunque sí trata sobre la indiferencia del “hoy”, como ya lo había hecho El diablo, probablemente (Le diable, probablement, 1977) respecto a la falta de compromiso medioambiental en un planeta a la deriva o, exclusivamente, guiado por el capital. Para su película, Bresson encuentra el punto de partida en el cuento de Tolstoi El billete falsificado y pone en marcha una sucesión de hechos en los que nadie actúa, aunque lo hagan, ni se enzarza en diálogos que solo servirían de relleno. Bresson no precisa ocupar tiempo de metraje con banalidades y artificios que no respondan a una intención de ofrecer una visión de comportamientos y sucesos. No pretende reproducirlos, sino ofrecer su idea. Así, todo parece acelerarse, como si de una propagación se tratase.

Quizá sea la fiebre del dinero, la que produce un estado febril que provoca la inconsciencia sobre aspectos que quedan fuera del menguante radio de interés del individuo. Por ejemplo, el dueño de la tienda de fotos no duda en pasar tres billetes que sabe falsos. Solo piensa en no perder dinero, de modo que actúa buscando su beneficio y coloca a otro lo que a él le han colocado. Así, llegan a Yvon, en quien se desata la desesperación, apenas apreciable en gestos, palabras o actos. Se le acusa de intentar pasar billetes falsos, cuando, en realidad, es el único que desconocía tal falsedad. Bresson pone en marcha su película con un joven de clase media alta que pasa un billete de 500 francos falso. El muchacho lo hace por divertirse junto con su amigo, pero esa diversión tiene consecuencias que ninguno de los personajes del film puede prever, ya que solo piensan en distancias cortas, aquella que les atañe. <<Esta película está hecha contra la indiferencia de la gente de hoy, que no piensa más que en ella y en su familia>>, afirma Bresson en una entrevista (1), pero en las imágenes de El dinero deja claro que esa indiferencia no existe respecto al capital que mueve el mundo. <<Tanto para la gente como para los Estados, lo único que cuenta es el dinero>> (2) y en esa situación estamos, intentando nadar para no ahogarnos en un mar de consumo, de apariencia y máscaras que ocultan el rostro personal que se olvida, de huida de nuestra propia humanidad sin saber hacia dónde nos conduce. Cierto que siempre hemos vivido en el momento, aunque en el medievo una gran mayoría lo hiciese con la sedante esperanza de otra vida, pero ahora se vive en la inmediatez, en el resultado, en la que nadie parece tener un par de minutos para reflexionarse y hacer lo propio con las situaciones, más allá de las mínimas personales que puedan afectar cada ahora; entonces, ¿cómo saber hacia dónde vamos como sociedad? Las imágenes y sonidos suman impresiones, son concisas, apenas existe artificio, salvo el necesario para que expresar las ideas que, cuál impresionista, Bresson no cuenta una historia ni expresa sus formas, sino que ofrece la idea de la propia idea…

(1) (2) Robert Bresson, extraído de Michel Ciment: Pequeño planeta cinematográfico. Akal, Madrid, 2007.

jueves, 25 de abril de 2024

El arte de la ilusión y el engaño

Existen muchos tipos de actuaciones, aunque, dejándonos de cuentos y siendo precisos, se reducen a dos: las buenas y las malas, quizá también habría un espacio para una tercera, que sería la mediocre. Más allá de llevar a buen o mal fin el engaño, los métodos solo son prácticas que sirven a unos y no a otros. Hay quien los rechaza y quien los acepta. Luego está el talento natural para la actuación, el gusto de mentir y crear así otras posibilidades. Gassman se consideraba un “mentiroso” y, tanto en cine como en teatro, lo demostró con creces. Hay quien dice que no hay mejor actor que un niño. Lo dudo, el mejor es el timador, sin distinción de edad, religión, ideología y sexo. También existe quien no precisa actuar para crear una imagen y convertirse en icono; si van a Marruecos, pregunten a Gary Cooper o a Marlene Dietrich. En cine, existen actores y actrices que enamoran a la cámara y, desde la fantasía y personalidad creadas por la ilusión óptica, al público; incluso siendo inexpresivos o exagerados en el arte de actuar. Pues actuar es arte, el de crear la ilusión que otros acabarán creyéndose. Es decir, estamos ante un timo al que sucumbimos con gusto, porque queremos algo que nos ofrece, o el que descubrimos, porque lo que ofrece no está a la altura de lo que esperamos. Mirando cine encuentro del tipo Marcello Mastroianni, sin clases teóricas de actuación a sus espaldas, pero convencido de estar jugando en cada personaje recreado. Lo que parece divertir al italiano es que comprende que su personaje solo es eso y hay que recrearlo. Ese es su trabajo; dicho de otro modo, le pagan por jugar a ser fulano, mengano, zutano o Sostiene Pereira.

No entiendo muy bien eso de actuaciones realistas. Chaplin no era nada realista y su cine y su personaje transmitían (y transmiten) verdades de esas que se dicen “como puños”. En todo caso, hay clara diferencia entre la actuación y la realidad. Actuar implica mentir, engañar, crear ilusión de vida; mientras que la realidad existe de por sí, aunque sea adulterada por cada mente que la siente. En teatro la exageración, incluso la contención de la misma, es artificial, pero no por ello ha de dejar de ser creíble, ni de ser verdadera la sensación que nos transmite la actuación y la puesta en escena. Pero hay algo más, la necesidad de creer del público, su complicidad consciente o, aun mejor, de forma inconsciente. Pues ¿quién no se ha dejado llevar a una Verona imposible, a la “dacha” de Vania en la calle 42 o en el teatro del colegio, o a cualquier otro decorado escénico donde alguien represente? En cine, los términos realista y realismo son engañosos, y pueden llevar a engaño; acaso ¿también las etiquetas timan? Por ejemplo, dudo que haya actuaciones más sobreactuadas que algunas del neorrealismo, incluso las voces no eran las de los actores y actrices, sino que se sincronizaban durante el montaje, pero no por ello dejamos de creer las situaciones y las emociones representadas. Queremos creerles, porque quizá necesitemos esos engaños y reflejos para salir de la realidad y llegar a otras verdades a través de la mentira, de la actuación y del engaño que pasa por realidad. O quizá, viajando a Hollywood, todo gire en torno a una campaña publicitaria que saben vendernos; y ya en casa, puede que al escapismo y al deseo reconocernos en héroes y heroínas imposibles, también en antihéroes, villanos y vampiresas, en mujeres fatal o de hace un millón de años, en payasos y en marionetas, en maquinistas, vagabundos, gordos y flacos, rubias platino, piratas, samuráis, apaches, pistoleros o miembros de algún grupo salvaje, rebeldes sin o con causa, buscavidas, perdedores e ignorados habituales, quizá en mi tío o en aquel bendito don Anselmo, emperrado con su dichoso cochecito; de dicha para él y también para nosotros, sus cómplices a este lado del engaño…



Pechos eternos (1955)


La sensibilidad de Kinuyo Tanaka impregna cada instante de Pechos eternos (Chibusa yo eien nare, 1955), cuyo guion fue obra de la dramaturga y guionista Sumie Tanaka, colaboradora de Mikio Naruse en El almuerzo (Meshi, 1951) y Crisantemos tardíos (Bangiku, 1954), entre otros títulos. Recorre con su mirada la pasión de Fumiko Shimojô (Yumeji Tsukioka), inspirada en la poetisa Fumiko Nakajô, quien fallecía de cáncer de mama en 1954, cuando contaba con treinta y un años de edad. Escucha su aflicción y su sufrimiento, vive a su lado su emancipación y el padecimiento de su enfermedad, su miedo, su fortaleza. La poetisa vive en la recreación de la cineasta que, partiendo del personaje real, crea uno de sus mayores logros cinematográficos, por bello y doloroso, porque habla, o así lo escucho, al desnudo de ser mujer en un entorno que la priva y del temor ante la enfermedad, la pérdida y la muerte. De sensibilidad que me recuerda a la de versos de la grandísima Rosalía, la japonesa filma la resignación ante la negra sombra que acompaña a la protagonista, pero también capta destellos luminosos en el rostro (donde igual se refleja dolor, tristeza, miedo) en su relación con Otsuki (Ryôji Hayama) y la entereza de una mujer que se enfrenta a su padecimiento emocional —acaba de divorciarse de un marido infiel que le quita al hijo, quedándose ella con la niña— y físico: el cáncer de mama que, inevitablemente, altera su existencia…


Alumna aventajada de Kenji Mizoguchi, qué bien y que vacío suena decir y escribir esto; el cine de Kinuyo Tanaka difiere del de aquel, por mucho que en ambos la mujer adquiera prioridad. De acercarse a otros, el de la directora-actriz resulta más cercano al de Naruse —tal cercanía parece que la establece y la corrobora la presencia de la guionista— y al Keisuke Kinoshita, para quien también interpretó en varias ocasiones. Lo es en su delicadeza y su posicionamiento ante lo femenino, entre el respeto, la admiración y el amor y el deseo de liberación, desde el que Tanaka mira a la mujer y encuentra en ella lo que Mizoguchi no logra ver: encuentra su reflejo, la comunión y conexión que nace de saber que puede sentir a la poetisa por ser quien es: mujer y artista en Japón de mediados del siglo XX. Fumiko se encuentra condicionada por ambas “naturalezas”, indisociables, en su caso. Por su arte expresa su mundo femenino, el de la madre que sufre como consecuencia de la separación de su hijo, mas que por el engaño de un marido que no deja de ser una víctima de su patetismo, y la de la mujer que encuentra en la poesía la vía de escape para su pesar y también para expresar su amor y su condena. Son versos que hablan de sus penurias, comenta alguien en el film, pero hablan de su verdad, de su realidad. Por tal motivo, Tanaka no la compadece, la escucha y la comprende, comprende su necesidad de expresarse, de sacar fuera lo que duele dentro. La cineasta la acompaña, la arropa cuando sufre, y la acaricia con su cámara en varios momentos de aparente sosiego que transmiten más allá de las palabras, pues, en la realidad y en el cine, hay silencios, ritmos, gestos, expresiones y miradas elocuentes. Más que filmar la feminidad, la sensibilidad, la agonía de un personaje y de una historia, Kinuyo Tanaka en Pechos eternos las siente y crea una esplendorosa y sensible muestra de su poesía cinematográfica…





miércoles, 24 de abril de 2024

Ser o no ser, a falta de cerrar el circulo

Una película da muchas vueltas antes de llegar a la pantalla, a veces también a las manos que le darán forma definitiva. Existen guiones que se dejan en el cajón y allí se olvidan hasta que alguien los rescata, si se da el caso; o, mismamente, un primer escrito pasa de mano en mano y unos le añaden y otros lo recortan para dar forma a uno totalmente distinto. De ahí que, a veces en los créditos de una película italiana de la década de 1950 o 60, apareciesen acreditados cinco o seis nombres como autores del guión. En el Hollywood clásico, cuando se daba el caso, lo habitual era acreditar en la pantalla a los últimos que trabajaban el texto o a los más prestigiosos o a quienes tenían en nómina. Eran empleados y se debían a la empresa para la que trabajaban. Algo similar sucedía con los directores, que, salvo excepciones, también eran asalariados bajo contrato. Aún hoy, cuando se trata de una producción financiada dentro de la industria cinematográfica, puede suceder que el primer elegido para realizar el film no sea quien lo lleve a cabo, incluso siendo quien lo impulse. ¿A santo de qué viene esto? Lo que vemos en la pantalla es un proceso terminado: el que nos interesa como espectadores, pero atrás queda la parte invisible de un recorrido que nunca resulta tan sencillo como aparenta ser en la proyección que finalmente disfrutamos o no.

Arriba, digo algo así como que a veces intervienen personas que permanecen en el anonimato, que hay otras que se subieron al carro una vez iniciado el proyecto y las hay que nunca llegaron a ponerlo en marcha, a pesar de ser los primeros elegidos. ¿Cuántos proyectos iban a ser de unos y fueron de otros? La historia del cine está repleta de ejemplos. Sin rebuscar, asoma el caso de Fritz Lang, que iba a rodar Winchester 73 (Anthony Mann, 1950), el de Anthony Mann, que iba a hacer lo propio con Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), de hecho rodó alguna escena; o Stanley Kubrick, que fue el candidato principal para dar forma a El rostro impenetrable (One-Eye Jacks, Marlon Brando, 1961). Los tres cineastas iban a llevar a cabo producciones de las que antes o al inicio del rodaje se apartaron o se vieron apartados, fuese por discrepancias con la estrella de turno o con ejecutivos del estudio. Por decisión propia, Lang abandonó su proyecto, pues no le convencía el guion con el que estaba trabajando —el material con el que trabajó Mann sería otro distinto, aunque partiese de la misma novela—; Kubrick no se sentía capacitado para hacer lo que le pedían tal como se lo pedían —Kubrick no podría ni querría hacer más película que la que tendría en mente—; Mann fue despedido por Kirk Douglas. Otro ejemplo, Brian de Palma se vio apartado de un proyecto en el que trabajaba: El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981), un espléndido y sombrío policiaco dirigido por Sidney Lumet. A este, le sucedió lo mismo en El precio del poder (Scarface, 1982), que acabó dirigiendo De Palma. O de regreso a los guionistas, el guion de David Mamet para Veredicto final (The Vedict, 1982), otro film de Lumet, sufrió numerosos cambios hasta que el director logró que se volviera al original, retorno que fue posible gracias a la entrada de Paul Newman en el proyecto. Este caso captó mi atención, Lumet lo explica de la siguiente manera:

<<David Mamet hizo la primera adaptación de Veredicto final. Una estrella “de las gordas” mostró interés en hacer la película, pero pensaba que su personaje requería ser explicado mejor. Esto, algunas veces, significa decir lo que debería quedar sin decir, una versión de la escuela “patio de colegio”. Mamet siempre deja un montón de cosas sin decir. Su idea es que debe ser el actor, con su interpretación, el que dé la información. Así que rehusó alterar el guion. Vino otra escritora. Era muy brillante. Rellenó simplemente lo que estaba sin decir en el guion de Mamet y se llevó un sueldo nada despreciable.

>>El guion entró en ebullición. La estrella preguntó entonces si podía trabajar con un tercer escritor. Se hicieron cinco reescrituras adicionales. En ese momento la partida del presupuesto correspondiente al guion sumaba un millón de dólares. Los guiones fueron empeorando. La estrella fue desplazando lentamente el énfasis sobre su personaje. Mamet había concebido un borracho que trampea toda su vida pasando de un caso sórdido a otro hasta que un día atisba una tabla de salvación y, lleno de temor, se aferra a ella.

>>La estrella se empeñó en eliminar el lado desagradable del personaje, tratando de hacerlo más amable, de modo que el público pudiera “identificarse” con él. Esto es otro cliché desenfocado sobre la escritura en cine. Chayefsky solía decir, “Hay dos tipos de escena: la escena “acaricia al perro” y la escena “da un puntapié al perro”. El estudio siempre quiere escena “acaricia perro”, de modo que todo el mundo pueda reconocer al héroe”. Bette Davis hizo una carrera estupenda “dando puntapiés al perro”, como Bogart y Cagney (¿Qué pasa con Al rojo vivo? ¿Es o no una interpretación genial?). Estoy seguro de que el público, en El silencio de los corderos, se identificó igual con Anthony Hopkins que con Jodie Foster. De no ser así, no se habría producido el estallido de risa que recibió la maravillosa frase: “He quedado con un viejo amigo para cenar”.

>>Después de recibir otra versión más de Veredicto final, releí la versión de Mamet de unos meses antes. Dije que haría la película si volvíamos a ese guion. Lo hicimos. Bastó que lo leyera Paul Newman y ya estábamos en marcha, a toda máquina.>> (1)

De esta historia circular, tal como resulta ser el recorrido de Winchester 73, también habla Mamet, el autor del guion que pasa de mano en mano, y sufre diferentes personalidades, hasta que regresa a su punto de partida, quizá gracias a la casualidad y al buen criterio, en este caso, de tipos como Lumet y Newman.


<<En el caso de Veredicto final… [Richard D.] Zanuck y [David] Brown me contrataron para escribir una película basada en el libro de Barry Reed (III), un abogado de Boston, Massachussets. La historia está basada en un caso real. Les escribí la película, y no les gustó. Fueron muy amables al respecto. Me pagaron. Y dijeron: “Es que no nos gusta, pero si quieres volver a escribirla, volveremos a pagarle”. [Risas] En serio. Y yo les contesté: “Eso es muy halagador, pero no podría escribir otra cosa.”

>>Así que el proyecto siguió adelante, y contrataron a otros escritores conocidos, y yo me deprimí y mandé una copia a Sidney Lumet, al que conocía superficialmente, solo por recabar otra opinión, esperando sus elogios. Y entonces apareció el hada madrina. El director, que iba a ser, creo, Robert Redford, abandonó el proyecto cuando ya se habían comprometido a hacer la película, y enviaron los guiones que habían encargado —no el mío— a Sidney Lumet. No le enviaron mi guion. Y casualmente, esa misma semana yo mandé el mío, y él los devolvió todos y dijo: “Me encantaría hacer la película. Solo que la haré con el guion de Dave”. Y, mira por dónde, al final la historia acabó bien.>> (2)

(1) Sidney Lumet: Así se hacen las películas (traducción de José María Aresté). Ediciones Rialp, Madrid, 1999.

(2) David Mamet: Conversaciones con David Mamet (traducción de Isabel Ferrer Marrades). Alba Editorial, Barcelona, 2005.

El príncipe de la ciudad (1981)

<<No es difícil ver estilo en Asesinato en el Orient Express. Pero casi ningún crítico se fijó en lo estilizada que era El príncipe de la ciudad. Y es una de las películas más estilizadas que he hecho en mi vida. Kurosawa, en cambio, sí lo advirtió. En uno de los momentos más emocionantes de mi vida profesional, me habló de la “belleza” del trabajo con la cámara, y de la “belleza” de la propia película. Y quería decir “belleza” en el sentido de su conexión orgánica con el tema. Para mí, esta conexión es la que separa a los verdaderos estilistas de los simples decoradores. Los decoradores se reconocen enseguida. Por eso a los críticos les encantan.>> (1) Estilísticamente, El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981) es de lo mejor de la filmografía de Sidney Lumet, además, también lo es en cuanto al distanciamiento que el cineasta asume respecto a su personaje principal, huyendo de ese modo de posibles simpatías (entre Danny Ciello y el público) que rompan la conexión invisible, pues Lumet no pretende evidenciarla, que existe entre el protagonista, su entorno, el tema y el estilo del film.

Tiempo antes de iniciarse la producción de El príncipe de la ciudad, Brian De Palma había trabajado en su guion durante un año, pero, finalmente, Orión Pictures descartó al director de Vestida para matar (Dressed to Kill, 1978) y optó por Sidney Lumet para que dirigiese la película. La opción de De Palma habría dado un film distinto, más vivo y cercano, pero esto no quiere decir que hubiese sido mejor que el distanciamiento escogido por Lumet para recrear un entorno donde la ambigüedad predomina y, por tanto, donde nada es lo que parece. Para protagonizar su drama policiaco, De Palma había pensado en John Travolta, a quien ya había dirigido en Carrie (1976) y ese mismo año dirigiría en Impacto (Blow Out, 1981). El actor era una estrella y eso ya suponía de partida que despertaría la simpatía del público; algo que Lumet no consideraba para el personaje principal, puesto que resulta igual de ambiguo que el ambiente donde se mueve. De modo que, al entrar en el proyecto, Lumet no quiso una estrella. Prefería un actor poco conocido para interpretar a su policía, así que el papel fue a parar a Treat Williams. Aparte del reparto, el cambio de cineastas supuso varias diferencias tanto de forma como de fondo. A Lumet le interesa la psicología del personaje en y frente al entorno; y, aunque sepa entretener y crear tensión, el suyo es un cine más austero, profundo e íntimo que el de De Palma, más espectacular, obsesivo y visceral. Esa intimidad marca parte de El príncipe de la ciudad, que relata la experiencia de un policía inspirado en el real Robert Leuci, con quien De Palma había pasado <<mucho tiempo con él, recorriendo la ciudad y oyéndole hablar. Se consideraba un traidor que había denunciado a sus colegas y provocado la muerte de mucha gente, pero había salvado su propio pellejo. Tenía un tremendo sentimiento de culpabilidad que yo pensaba utilizar para la película>>, (2) de la cual, finalmente, fue apartado sin llegar a iniciarse la producción.

Según cuenta Lumet, había leído la historia de El príncipe de la ciudad en un libro y supo que ahí había una película de su interés, así que desechó el guion de De Palma y David Rabe y escribió el suyo en colaboración de Jay Presson Allen y Robert Daley. El resultado es un film atrapado en un espacio sombrío y pesimista, claustrofóbico, corrompido, ambiguo, reflejo de la situación que afecta al detective Daniel Ciello (Treat Williams) cuando decide ayudar a acabar con la corrupción policial, pero dejando claro que sin entregar a sus amigos. A partir de ahí, todo se vuelve en su contra, y todo escapa a su control, puesto que su capacidad de controlar la situación es mínima, prácticamente inexistente. De ahí que Lumet explicase que el tema de su película era <<cuando intentamos controlar las cosas, las cosas terminan por controlarnos. Nada es lo que parece>> (3) y este detective tampoco, pues presentan varias caras, la del amigo, la del soplón, la del héroe, la del villano, la del hombre atrapado entre la delación y la lealtad a sus compañeros, pero, sobre todo, es el rostro de la imposibilidad en la que se descubre. Danny transita de su confianza inicial a la desorientación, de su capacidad de manipular a su incapacidad de conocer el alcance de su situación: la totalidad en la que él solo es una pieza más, la que permite a Lumet continuar su indagación sobre la corrupción policial y la ambigüedad del sistema iniciada en Serpico (1973) y que continuaría en Distrito 34: Corrupción total (Q&A, 1990) y La noche cae sobre Manhattan (Night Falls on Manhattan, 1996), cuatro títulos que son de lo mejor del policiaco hecho durante el último tercio del siglo XX. Y no sorprende, puesto que Lumet no era decorador. Fue de los grandes cineastas que ha dado el cine estadounidense…

(1) (3) Sidney Lumet: Así se hacen las películas (traducción de José María Aresté). Ediciones Rialp, Madrid, 1999.

(2) Brian De Palma: Brian De Palma por Brian De Palma (traducción de María Teresa Gallego Urrutia). Alba Editorial, Barcelona, 2003.

martes, 23 de abril de 2024

Impacto (1981)

La cámara de Brian de Palma al inicio de Impacto (Blow Out, 1981) es curiosa e indiscreta. Pasea su mirada por los pasillos de una residencia de chicas y la detiene en los personajes. Nada nos indica que lo que allí sucede es ficción dentro de la ficción que nos descubre poco después, cuando sale de la pantalla y comprendemos que lo que habíamos visto hasta entonces era la película en la que trabaja Jack Terry (John Travolta). Esa escena de apertura establece que en cine todo es mentira, es el arte de crear apariencia de realidad y ponerla en escena, también desvela que De Palma se interesa por las posibilidades visuales que se abren ante él y que la cámara es el ojo voyerista que observa la vida de los otros. Pero el protagonista de la película no amplía su capacidad perceptiva, para descubrir el mundo que le rodea, a través de ningún objetivo. Al contrario que los protagonistas de La ventana indiscreta (The Rear Window, Alfred Hitchcock, 1956) o Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966), Jack no escoge el objetivo de una cámara ni la vista como sentido que le permita espiar y sentir el entorno. El suyo es el oído, tal como el personaje de Gene Hackman en La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974), es técnico de sonido. Trabaja para una productora de serie Z y, con anterioridad, había colaborado con la policía. De aquel periodo siente la culpabilidad que desvela en su conversación con Sally (Nancy Allen), la maquilladora a quien salva tras el supuesto accidente automovilístico del que es testigo mientras graba sonidos para el film en el que trabaja. Pero hay algo más que le perturba, una sospecha en su origen: ese accidente, que acabó con la vida del gobernador y candidato a la presidencia, no lo fue.

Jack ha grabado los sonidos del instante en el que cree escuchar un disparo previo a la explosión de una de las llantas del vehículo siniestrado. Más que creer, está convencido tras escuchar la cinta una y otra vez; y de unir su sonido a las imágenes que logra de un reportaje fotográfico publicado por la prensa, compone el audiovisual que el cine combina desde 1927. De Palma ya tiene su película, mezcla homogénea de imagen y sonido, y Jack su obsesión, pues, como buen voyeur cinematográfico, es obsesivo, pero no se trata de un psicópata como pueda serlo el personaje de El fotógrafo del pánico (Pepping Tom, Michael Powell, 1960), ni de un solitario que, como el agente de La conversación, sufre el aislamiento del que no logra escapar con el sonido ni las voces de otros. La obsesión de Jack nace de su sentido de culpa, de esa culpabilidad que arrastra del pasado y que le empuja hacia la redención que quizá piense alcanzar protegiendo a Sally, a quien, contradictoriamente, utiliza y pone en peligro para destapar la conspiración que ha descubierto. Esta es la premisa de la que parte De Palma, similar a la de los otros films arriba nombrados, y le sirve para brindar una de sus mejores películas, de las más personales de su filmografía; suyo también fue el guion.

Inicialmente, Impacto iba a ser una producción modesta, hasta que entró en escena John Travolta, por entonces una de las grandes estrellas de Hollywood, y se infló el presupuesto hasta alcanzar los 18 millones de dólares, pero, en su carrera comercial, la película resultó un fracaso que precipitó la bancarrota de Filmways y fue blanco de la crítica “especializada”, que la desconsideró prácticamente en unanimidad, haciendo hincapié en la (mala) elección de Travolta para el papel principal. Pero ya lejos de aquel impacto crítico silenciado por el tiempo y la calidad del film, la forma, los trucos y los intereses narrativos de De Palma funcionan; parece que ofrece una cosa (el suspense) y da otra (la obsesión y la imposibilidad). Su perspectiva difiere de la de los nombrados; el director de Carrie (1976), desvelada al inicio su idea de que el cine es mentira, logra que el público olvide el engaño y se deje llevar por el suspense: la posibilidad de generar la mayor tensión posible para ofrecer espectáculo cinematográfico, pero también la visión pesimista y desesperada del antihéroe; algo que si bien se encuentra en Hitchcock, parece no interesar ni a Antonioni ni a Coppola, quien, en su película, ofrece el retrato más intimista de los cuatro. Por otro lado, es natural, puesto que, para beneficio del cine y de su público, los directores nombrados tiene estilo y personalidades propias…



Lo imposible (2012)

En la ficción cinematográfica, en la que todo cuanto vemos en pantalla es representación y montaje, ¿qué es real? Habría que definir “real” para llegar a un consenso que permitiese una respuesta convincente y satisfactoria. Pero dudo que fuese necesario llegar a tal punto, pues a nadie escapa que un film está preparado de antemano, incluso la capacidad de emocionar, y que su “realidad” es cinematográfica: una reproducción de la original o, dicho de otro modo, su falsificación. Entonces, ¿por qué insistir que una película está “basada en una historia real”? ¿El motivo de insistir en el “basado en hechos reales” responde a una intención de despertar la curiosidad y la morbosidad? ¿Es un intento de informar, de condicionar o captar la atención del público? El motivo se me escapa a medias, pues en parte encuentra respuesta en la industria y parte el “mirón” que Hitchcock comprendió que existía a este lado de la pantalla: el público. El cineasta británico lo era y lo aceptó como parte de la cotidianidad y excepcionalidad humana, la real y la inventada para el cine, al menos para el suyo, que parece estar obsesionado con mirar la vida de los otros. Él también tomó de la realidad para hacer un film como Psicosis (Psycho, 1960), pero no vio la necesidad de presumir en los créditos que su historia, su Norman Bates, se basaba en Ed Gein, aunque sí había presumido de la inspiración real en Falso culpable (The Wrong Man, 1958). Y lo hizo en persona, consciente de estar condicionando…

Se antoja innecesario decir que los hechos reales se viven en presente y también que el cine solo puede recrearlos a posteriori. Ahí, en la representación, se crea e inventa. El resultado puede entretener, inquietar o aportar ideas y verdades sobre las que reflexionar u ofrecer cualquier otra cosa, incluso un despropósito. El cine, al igual que sucede con los recuerdos en la memoria, no es la realidad pasada, la que supuestamente cuenta durante su metraje una película basada en hechos reales. Y como la memoria, también reproduce una idea de lo sucedido, de lo que se recuerda que sucedió, la que mejor sirve a sus intereses. Cuando se decide rememorarlo o, en cine, llevarlo a la pantalla, el hecho ya aconteció. Lo que se ve proyectado está filtrado por la subjetividad que lo contempla (y rellena para dar forma a una nueva realidad) y, con anterioridad, por quienes han realizado el espectáculo cinematográfico. Entonces, ¿significa algo ese “basado en una historia verdadera” en cine? No mucho o tal vez demasiado, si pienso en que despierta la curiosidad del público, ávido de emociones que supone fuertes en la pantalla. El cine de catástrofes, el de terror, el de ciencia-ficción, el bélico o el de acción prometen ese tipo de impresiones; el basado en historias reales, también, puesto que suelen mostrarse en la excepcionalidad, no en lo cotidiano. Y Lo imposible (2012), que incluyo en el primer y último género, las ofrece ya al apuntar que lo que va a mostrar son hechos reales, centrándose en las vivencias de una familia cinematográfica que se inspira en una real.

Parto de que toda representación remite a la invención y está crea lo necesario para representar su historia. La mayoría de las veces acercando personajes y público a través de la acción, del impacto, de la manipulación emocional, de la inmediatez que impide la reflexión y potencia la comunión del espectador con los héroes y heroínas con los que inevitablemente simpatiza. Más o menos, eso es lo que ofrece Juan Antonio Bayona: inmediatez, impacto, comunión con los personajes y representación del hecho que le inspira. Lo hace desde una perspectiva que obedece a un tipo de cine concreto: el hollywoodiense. Si no, ¿por qué centrarse en una familia con final feliz y no una con final trágico y mortal? En el cine de Hollywood, aunque la película sea una producción española, se prioriza que el público no salga con mal sabor de boca de las salas. No sería bueno para el negocio y Lo imposible se ajusta a un producto vendible, que no difiere demasiado del cine de catástrofes de ficción tipo Un pueblo llamado Dante’s Peak (Dante’s Peak, Roger Donaldson, 1995). A simple vista, el cine de catástrofes se pone a favor de lo humano, aunque emplee tecnología y le conceda el protagonismo; muestra la destrucción, que parece atraer al público a las salas, el afán de superación y la lucha por la vida: desata el instinto de supervivencia, pero sin perder la conciencia de ser moral. Se priorizan las características humanas positivas: altruismo, colaboración, resistencia,… hasta que finalmente se alcanza la victoria humana sobre la naturaleza o la ciencia destructivas. En películas así, siempre hay víctimas, pero, para el cien, son secundarias; apenas interesan, pues la atención recae en el drama principal, en este caso concreto en la familia que ha llegado a la costa tailandesa para pasar sus vacaciones lejos de los ajetreos de la vida laboral y cotidiana.

Para el negocio del espectáculo cinematográfico, es mejor personificar y señalar, acercar los personajes, hacerlos conocidos en su intimidad superficial. Y ya si estos están interpretados por estrellas, su acercamiento sería máximo. Así, su reparto con actores y actrices de fama internacional, Naomi Watts y Ewan McGregor, llama al público, pero existe otro aliciente que atrae: la realidad anunciada, que promete, se supone y se quiere emotiva. Algo así como la felicidad del reencuentro y la vida tras el sufrimiento y la idea de muerte, la angustia la separación, la incertidumbre. Ignoro los motivos que llevan a decantarse por esto o aquello, pero Bayona apuesta por lo suyo, que es hacer un cine al estilo Hollywood, como corrobora no solo el estilo, con un acabado de lujo: fotografía, montaje, partitura, el reparto internacional encabezado por dos estrellas y una que ha llegado a serlo gracias a su protagonismo en Spiderman y su participación en el llamado “Universo Marvel”, del que no se sabe si es finito o va a continuar hasta que el cine se muera. Pero el resultado tiene sus aciertos en parte de su narración, sobre todo la relacionada con la supervivencia de Lucas (Tom Holland) y María (Naomi Watts), un acierto que se va perdiendo a medida que el metraje avanza y la insistencia de Bayona de guiar la emotividad del público se agudiza en el uso de la música y en el casi obligarte a sentir que estás ante una película de gran sensibilidad y sentimientos. No sé, seré un villano entre la masa y el llanto de felicidad que cierra la película, pero esta me pierde en su segunda mitad y ya definitivamente en su conclusión, quizá la parte más insistente y manipuladora. Bayona no pretende relatar la catástrofe natural, devastadora, mortal, trágica, que sacudió el sudeste asiático en 2004, y que el mundo conoció en su práctica inmediatez a través de los medios de comunicación internacional, sino el “milagro” particular de la familia occidental en la que centra su atención exclusiva. Su cine es optimista; se aleja de la realidad para que venza el mensaje positivo, el que mejor ha sabido vender en el cine comercial y el suyo propio. Ha insistido en ello en Un monstruo viene a verme (2016) y en La sociedad de la nieve (2023). Lo que me lleva a pensar que Bayona, cuya indudable capacidad cinematográfica no niego, tiene un discurso que, a mí entender, resulta más simple, manipulador, pero, ¿qué discurso no manipula o no tiene la intención de hacerlo?



lunes, 22 de abril de 2024

Nashville (1975)

<<América —especialmente Hollywood— no quiere a Altman: no le quiere por su independencia, por sus entrevistas de mal talante con que responde a la televisión, por un tipo de locura que con todo y tener raíces en el contexto americano extrae ironía y humor negro de la cultura europea, lo que hace de él un artista mestizo.>> Tal mestizaje, raíces, ironía y humor negro, aludido por Vittorio Gassman, (1) asoma en un buen número de producciones de Altman. Su “arte mestizo”, aparte de hacer a sus películas reconocibles, suele darle un plus de calidad y diversión allí donde se hace notar: M. A. S. H. (1970), Nashville (1975), El juego de Hollywood (The Player, 1992) o Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993). Son cuatro espléndidos ejemplos de esa mezcolanza con la que Altman radiografía sin disimulo critico ni vergüenza aspectos de entornos genuinamente estadounidenses, como serían el de la música country, la industria hollywoodiense, el western en Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, 1976), el ambiente jazzístico en Kansas City (1996) o el de las partidas de póker en California Split (1974). Siguiendo con el actor italiano, que trabajó para el cineasta natural de Kansas City en Un día de boda (The Wedding, 1977) y Quinteto (Quintet, 1979), <<Altman es un genio irregular, capaz y deseoso de empresas arriesgadas, y, ¿por qué no?, de clamorosos fracasos.>> Entre estos últimos, se puede contar Popeye (1980) y, entre los primeros, Nashville, que es una de sus mejores películas, en la que muestra la mejor cara de  su cine coral e irónico. Altman parte del guion de Joan Tewkesbury y nos lleva a una ciudad que se asocia con la música, de ahí la importancia que cobran las canciones, escritas y cantadas por varios miembros el reparto: Keith Carradine, Ronee Blakley, Karen Black, Henry Gibson, Gary Busey o Lily Tomlin, que debutaba en la gran pantalla. Y desde la presencia del country como hilo conductor aborda las historias cruzadas que se desarrollan durante los días que va a durar el espectáculo político, ¿qué otra cosa es, si no, cualquier campaña electoral? A grandes rasgos, una campaña es un show mediático, artificial y superficial, que busca el impacto inmediato, y tal espectáculo unido a la música posibilita el nexo entre los distintos personajes —políticos, fanáticos, aspirantes, cantantes, periodistas, estrellas y más—, el caos, la sátira y las situaciones que convergen en esta popular ciudad del conservador estado de Tennessee que Altman pone patas arriba…

(1) Vittorio Gassman: Un gran porvenir a la espalda (traducción de Fernando Gutiérrez). Planeta, Barcelona, 1983.

domingo, 21 de abril de 2024

Robert Bresson y el cinematógrafo


Cambió el pincel por la cámara y se alejó de la plasticidad para crear narrativa, poesía, fragmentos de vida. Robert Bresson llegó al cine con la idea de ser autor y artista. Sentía el audiovisual como arte y asumió la responsabilidad absoluta de sus películas. Quiso ser y fue el creador total de su obra, quien asume el control desde la escritura hasta el montaje, aunque para algunas de sus películas se inspirase en ideas de novelas y cuentos de escritores como Tolstoi, Bernanos o Dostoievski. Ante una película de Bresson, solo queda aceptar que cuanto se ve en la pantalla nace en él, salvo en sus dos primeros largometrajes, en los que contó con la colaboración de Giradoux y Cocteau, respectivamente. Como la de todo artista, la obra de Bresson es única, reconocible, abierta al estudio crítico y a la fuga de la explicación; pues el arte puede explicarse racionalmente hasta cierto límite, tras el cual queda el nudo emocional entre la obra y quien la siente. En ese punto, la obra se vuelve sensible y emocional, y no hay palabras exactas que puedan explicar las sensaciones e impresiones que recorren la distancia que separan y unen “objeto” y “sujeto”. Dicha distancia existe en Bresson, incluso podría decirse que es su “artificio”, el saber desprenderse de lo superfluo y de la actuación, el que la crea. Componía sus obras cinematográficas y durante su elaboración estaba abierto a la improvisación, a su reflexión. Es decir, inicialmente existía la idea en mente, pero no sería su forma definitiva, puesto que esta cobra forma, cuerpo, a medida que se crea. La idea inicial es un esbozo, el paso desde el que partir. Un guion puede ser una obra en sí misma, incluso podría hablarse de un “guion de hierro”, como en el caso de Pudovkin, pero ninguna película es su guion; son dos formas distintas. En Bresson, aunque exista la idea y la escritura, el artista no sabe de antemano la forma de su creación definitiva, la que finalmente cobra su cuerpo en la pantalla y en el como la vemos, oímos, sentimos...

En 1934 realizó su primera película, el cortometraje titulado Les affaires publiques, pero no sería hasta 1941, con Francia ocupada, cuando dirigió su primer largometraje. Los ángeles del pecado (Les anges du péché) fue un éxito de crítica y de público. Todo lo contrario sucedió con Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du Bois de Boulogne, 1945), su segundo largo, en el que ya confirmaba que lo suyo iba de psicologías atrapadas y de establecer un distanciamiento emocional entre la pantalla y el público para acercarse a las cosas y a las personas. Decía Bresson que se situaba <<a la distancia en la que me coloco en la vida. Por eso, el fondo es a veces borroso en mis películas. Pero no tiene importancia, porque, una vez más, es el sonido lo que proporciona distancia y perspectiva>>. (1) Buscaba desprenderse de cualquier teatralidad, de lo anecdótico e innecesario. Estaba convencido de que el cine era arte con lenguaje propio, en el que las transiciones de una imagen a otra serían como las notas de una escala musical y el plano sería la “palabra” sobre la que componer su narración. Sus Notas sobre el cinematógrafo lo apuntan. Aspiraba a hacer arte cinematográfico, que nada tendría que ver con el teatral y el decorativo; quizá por ello fuese ignorado por el público general. En todo caso, su cine se reconoce al instante, aspira a la pureza, rehuye de la interpretación y del suspense, es lineal, reflexivo, contenido, distante y antiteatral, en apariencia sencillo, casi minimalista, aspira a la pureza cinematográfica; quizá la que él suponía; pues ¿quién podría explicar la pureza del arte, más si cabe tratándose de cine? Según él, cada plano es una palabra, lo que vendría a decir que la suma de planos dan las frases cinematográficas: el lenguaje del cine, su narrativa. Esto se ve mas claro a partir de Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, 1951), un film que apunta lo que vendría después. Solo sus dos primeras películas se distancian en la forma, que no en la intención, de lo que vemos en films como Diario de un cura rural o Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956), probablemente la cota máxima de su arte cinematográfico, o Pickpocket (1959). Con acierto, en uno de sus ensayos, Susan Sontag escribió que <<el verdadero drama de los temas de Bresson es el conflicto interior: la lucha contra uno mismo. Y todas las calidades estéticas y formales de sus películas tienden a ese fin.>> (2) Las imágenes los atrapa, todos los “modelos” y “psicologías” bressonianas viven encerradas, ya sea dentro de un espacio físico, como el protagonista de Un condenado a muerte se ha escapado o la Juana de Arco, o psíquico, tal cual el cura rural de su adaptación de la novela de Georges Bernanos…

Filmografía


Affaires publiques (1934)


Los Ángeles del pecado (Les anges du péché, 1941)


Las damas del bosque de Bolonia (Les dames du Bois de Boulogne, 1945)


Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, 1951)


Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956)


Pickpocket (1959)


El proceso de Juana de Arco (Procès de Jeanne d’Arc, 1962)


Al azar de Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966)


Mouchette (1967)


Una mujer dulce (Une femme douce, 1969)


Cuatro noches de un soñador (Quatre nuits d’un rêveur, 1971)


Lancelot du Lac (1974)


El diablo, probablemente (Le diable probablement, 1977)


El dinero (L’argent, 1983)

(1) Robert Bresson, en Michel Ciment: Pequeño planeta cinematográfico. Akal, Madrid, 2007.

(2) Susan Sontag: Estilo espiritual en las películas de Robert Bresson. Contra la interpretación y otros ensayos. DeBolsillo, Barcelona, 2007.

viernes, 19 de abril de 2024

El sabor del té verde con arroz (1952)

Historias de familia, historias cotidianas, urbanas y contemporáneas, historias de vecindario y de encuentros en barras de bares, historias estacionales, de primaveras tardías, de principios de verano o ya otoñales, historias crepusculares o equinocciales. En definitiva, el cine de Yasujiro Ozu nos sitúa frente a historias humanas a las que observa sin intención de intervenir ni de adulterar su transcurrir. Ozu contempla, pero ¿qué mira? ¿La superficie? ¿El interior? ¿Donde se posiciona y qué nos cuenta? ¿Qué busca y encuentra en la aparente quietud en la que se establece y filma a sus personajes en sus cotidianidades? Desde la calma, en la que nada y todo pasa, en la contención, Ozu mantiene la distancia respecto a sus personajes y al público. Respeta a ambos, y se sitúa equidistante para no invadir la intimidad de unos ni obligar a los otros a impresiones y emociones inmediatas, febriles y, por tanto, pasajeras. Deja que los movimientos y las palabras fluyan en aparente naturalidad, que sea esta la que marque el ritmo y la relación entre dos espacios situados en los extremos: el reflejado en la pantalla, sobre la que recrea sus historias cotidianas, y el que está al otro lado, la mente de quien observa y quizá descubra un universo emocional que late tras la aparente calma. Fijar la cámara, como si fuese parte del tiempo, y el uso del plano medio le posibilita esa distancia; no hay primeros planos de rostros. Ozu no es intrusista, capta en la media distancia, ni quiere insistir en emociones con la cercanía de su objetivo. Para él, existen otros modos de transmitir y de expresarse. No tiene que insistir en que algo está sucediendo, para que suceda; pues sucede. Y por eso no lo necesita. Sabe que siempre ocurre algo. Ese algo es la vida y, en esta, la mente no deja de funcionar; ni las sensaciones, ni los sentimientos ni las emociones, de condicionar los comportamientos humanos…

Así, consciente de ser, el cine de Ozu es y huye de lo visceral para situarse en el sosiego, aunque exista en sus personajes el desasosiego que acallan. Ozu es pacificador incluso en el conflicto que anida en los hombres y mujeres que asoman en sus películas; y esto es de agradecer, pues establece una zona en la que la calma posibilita la acción de observar, descubrir y reflexionar sobre ese mismo conflicto, ya sea generacional, personal, social o entre la tradición y la modernidad que asoma al inicio de El sabor del té verde con arroz (Ochazuke no aji, 1952), en la parte trasera del automóvil donde se sientan dos mujeres, tía y sobrina, que visten opuestos; la más joven, Setsuko (Keiko Tsushima), vestido de corte occidental; y la mayor, Taeko (Michiyo Kogure), kimono. Ambos atuendos apuntan dos mundos en uno: la modernidad, representada en la juventud y soltería de la joven, y la tradición que, quizá no por gusto, viste la tía. Para el Japón de 1952 son tiempos en los que la influencia occidental, sobre todo estadounidense, cohabita con la cultura tradicional, lo que también implica un choque no solo en aspectos como la vestimenta, sino también en las relaciones, entre ellas las matrimoniales; en el caso de la tía, le resulta insatisfactoria. El rol que asume como mujer de clase alta y entorno tradicional, al que se ve obligada por una sociedad patriarcal en extremo, la supedita al marido y esto le lleva a inventarse la mentira que le permita pasar un fin de semana entre amigas. En cierto modo, el engaño le permite liberarse. Ella considera que Mokichi (Shin Saburi), su marido, es un “tarugo”, alguien sin pizca de gracia y carente de inteligencia, ya no digamos atractivo o sofisticación, pero quizá pase por alto otros aspectos o no le conozca como cree; tal vez no le valore porque ignora que también él vive atrapado. ¿Queda amor en ese matrimonio o habría qué preguntar primero si alguna vez lo hubo? ¿Fue un matrimonio concertado por los padres de ambos o escogieron libremente? ¿Por qué no le dice la verdad? Acaso ¿no existe confianza? Lo cierto es que ella siente el cansancio y la desilusión de su matrimonio concertado. Nada encuentra en su marido que reavive la unión, si es que esta existió más allá del convenio que puso fin a su juventud, a su alegría. La juventud, la que todavía baña a Setsuko, cuya madre le ha escogido pretendiente, va quedando atrás para Taeko, que ahora vive en un tiempo de crisis en el que se plantea su (in)felicidad; quizá el momento que mejor permite conocer a alguien, incluso a uno mismo, tal vez. En el caso de Taeko y Mokichi, sí, pues es cuando Ozu les observa y nos los muestra tal como son en la media distancia en la que se puede intuir qué les preocupa. En esa distancia, el genial cineasta se expresa y huye de cualquier tipo de exhibicionismo…



jueves, 18 de abril de 2024

El baile de los vampiros (1967)

Llevaba tres años afincado en Reino Unido, donde ya había rodado Repulsión (Repulsion, 1965) y Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), dos films protagonizados respectivamente por las hermanas Catherine Deneuve y Françoise Dorleac. Eran películas psicológicas de espacios acotados y opresivos que, en apariencia, nada tenían que ver con la paródica El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers/The Dance of Vampires, 1967), su siguiente producción británica, cuyo éxito le posibilitaría el salto a la fama y la popularidad que aumentaría tras el estreno de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968). También sería su encuentro con Sharon Tate, de quien se enamoró y a quien cortejó. Pero esa es otra historia; la de una intimidad compartida por dos. No era la primera vez que el vampirismo se llevaba a la comedia; por ejemplo, Abbott y Costello ya se habían encontrado con el Drácula de Lugosi, pero Roman Polanski lo hizo más que parodiando el (sub)género. Lo hizo fijándose en los films de Terence Fisher para la Hammer y satirizándolos. La idea de Gérard Brach, su guionista habitual desde Repulsión hasta Lunas de hiel (Bitter Moon, 1992), y de Polanski era usar los tópicos del cine de vampiros para hacer uno diferente, aunque no tanto; menos aun se distanciaba del cine de su autor, al introducir en él aspectos reconocibles a lo largo de su obra cinematográfica: violencia, negrura, sexualidad, vouyerismo… En una época en la que las tramas del cine de vampiros parecían condenadas a repetirse, Polanski repite, pero lo hace entretenido e incluso con momentos de gracia e inspiración, y atrae la atención del público mayoritario. Hasta entonces, había llamado la atención de la crítica, pero no había logrado un éxito comercial de la talla de El baile de los vampiros. Todavía hoy continúa siendo uno de los títulos más emblemáticos de su filmografía y de los más citados cuando se habla de Polanski, sin ser de lo mejor (ni lo peor) de su filmografía. Su incursión en la fría y nocturna Transilvania —en realidad, se rodó en Ortisei, Italia— posee atractivo suficiente, incluso momentos brillantes, pero Polanski, como demostraría con el cine de aventuras en Piratas (Pirates, 1984), acaba por perder el pulso a lo satírico, quizá porque mire más allá cuando la sátira, ya de por sí, mira más allá de su burla y de su gracia. Lo que sí queda claro es la maestría del polaco en el uso de los espacios cinematográficos, que parecen atrapar a sus héroes recién llegados: el profesor Abronsius (Jack MacGowran), apodado por sus colegas “el chiflado”, y su medroso ayudante Alfred (Polanski), cuya ingenuidad y torpeza irían a la par del empeño de su maestro por descubrir y demostrar la existencia de los vampiros. Podría decirse que se trata de un Quijote y un Sancho cazavampiros —quizá Polanski pretendiese hacer del cine de vampiros una caricatura similar a la hecha por Cervantes respecto a los libros de caballería y lograr la cumbre del género—, pero sería mucho decir. En todo caso, ninguno de los personajes que llegan a Transilvania viven en tránsito ni intercambian personalidades como lo hacen el hidalgo y el escudero, tampoco se encuentran con más historias que la del conde y la de la familia de la posada. Al profesor no le define el idealismo que empuja al manchego, ni el ingenio de Alfred vive de la sabiduría popular. Sumiso, el aprendíz; y con afán científico el maestro, llegan a la tierra de los vampiros como parte del estudio que el segundo lleva realizando, ¿quién sabe desde cuándo?, sobre esos no muertos que gustan de los bailes, que espantan la fría y nocturna monotonía en la que moran atrapados, y de beber sangre…



Erik el vikingo (1989)

El adiós a Monty Python fue un palo para el humor cinematográfico y televisivo. Se produjo en 1983 y a la fuerza implicaba un antes y un después para sus seis integrantes. Pero, ya desde ese mismo año, continuaron trabajando juntos ocasionalmente, aunque nunca el grupo al completo. Por ejemplo, en Los desmadrados piratas de Barba Amarilla (Yellowbeard, Mel Damski, 1983) coincidieron Graham Chapman, que también ejerció de guionista, John Cleese y Eric Idle; en Las aventuras del barón Münchausen (The Adventures of the Baron Munchausen, Terry Gilliam, 1988), Terry Gilliam e Idle; en Un pez llamado Wanda (A Fish Called Wanda, Charles Crichton, 1988), Michael Palin y Cleese o en Erik el vikingo (Erik the Viking, Terry Jones, 1989), Cleese y Terry Jones, quien, además de aparecer en el reparto, fue el guionista y director del invento que tiene en Erik (Tim Robbins), un vikingo sensible y vulnerable, a su protagonista. El estilo Monty Python se basaba en el gag, la ironía, el absurdo y la irreverencia, se burlaba de la idiosincrasia británica, de la intolerancia, de los fanatismos o igual les daba por transformar la historia y la leyenda en comedia no exenta de hilarante negrura. Pero su humor no es parte de una narrativa, como sucede en películas como la de Crichton, cuyo guion lo firma John Cleese, sino que era en sí mismo. En los Python, el humor es un todo, digamos algo así como su forma y su contenido: la una no puede ser sin la otra. Nada tienen que decir sino es desde el absurdo, que es lo que expresan; y muy bien, por cierto. Más cercana al espíritu Python que “Wanda” es Erik el vikingo; cuya historia parece toda ella un gag, aunque no alcanza la genialidad ni la hilaridad de La vida de Brian (Life of Brian, Terry Jones, 1979). Volviendo a Erik, quizá ni siquiera desee ser vikingo; tiene dudas. ¿Para qué asesinar y saquear aldeas? ¿Para poder saquear la siguiente en un círculo vicioso y sanguinario sin fin? Erik no puede dejar de pensar en ello y pensar le hace diferente al resto, que solo buscan saquear, pelearse, violar, matar,… y todo aquello que entiendan como diversión. Siempre ha sido así y así parece que seguirá siendo, pues viven en la época de Ragnarök, que señala la destrucción del mundo. Para evitar el fin de los tiempos, Erik decide emprender un viaje. Su expedición zarpa en busca de la tierra donde se encuentra el cuerno resonante. Debe tocarlo tres veces, <<la primera te llevará a Asgard, la segunda despertará a los dioses y la tercera te traerá de vuelta a casa>>, le dice Freya (Eartha Kitt) antes de que el héroe se lance a la aventura y hacia la fantasía cómica perpetradas por Terry Jones y compañía.