viernes, 30 de diciembre de 2011

Charada (1963)


Tramposa donde las haya, Charada (Charade, 1963) lo reconoce en su título y en cómo, sin disimulo, nos engaña con una intriga que juega con la mentira y las sorpresas, que no llegan a serlo, para presumir durante todo su metraje de que sus trampas son parte de su encanto. Y cierto, la película posee encanto, que nace de la conexión que se establece entre sus dos carismáticas estrellas, y las no menos destacadas presencias de los acompañantes a quienes dan vida James Coburn, George Kennedy, Ned Glass y Walter Matthau. En realidad, el film de Stanley Donen no prioriza el suspense ni la intriga sino esa química entre un maduro Cary Grant y la esplendorosa e ingenua Audrey Hepburn, dos de los más grandes iconos de la historia del cine… Ella da vida a Regina Lampert, una mujer harta de mentiras, las sufridas en su matrimonio y en su presente. Siempre mentiras, incluso Grant, que da vida al caballero andante, le miente. Regina ya no sabe a quién creer o qué creer. Lo único que tenía claro era que quería poner fin a su matrimonio con Charles Lampert. Para lograrlo, nada mejor que pedir el divorcio, pero alguien se adelanta y arroja a su marido de un tren en marcha, iniciándose de este modo la intriga que le conducirá a nuevas y peligrosas mentiras. A su regreso a París descubre el violento asesinato de Charles, a manos de un asesino de quien nadie sabe. ¿Por qué ha sido asesinado? Regina lo ignora. En realidad, desconoce todo cuanto se refiere a Charles, el difunto.


El desconcierto de la viuda aumenta durante el funeral de su marido, un último adiós poco concurrido, pues únicamente le acompañan en el sentimiento su amiga Sylvie (Dominique Minot) y el inspector de policía que sigue el caso (Jacques Marin), sin embargo, observará extrañada la entrada de tres extraños que pretenden comprobar si Charles está verdaderamente muerto. Charada gira en torno a ese asesinato, cometido porque existe un móvil de 250.000 dólares que Tex (James Coburn), Scobie (George Kennedy) y Leopold (Ned Glass) reclaman. Así pues, Regina se encuentra perdida, vulnerable y sola, quizá por esa soledad llama a Peter Joshua (Cary Grant), el hombre que conoció en la estación de esquí. Este individuo de mediana edad intenta ayudarla, incluso le busca un hotel para que descanse, un hotel en el que se crean tantos líos como en el de los hermanos Marx, pero de otra índole, un poco más sangrientos y misteriosos. Será en ese edificio donde se reúnan todos los implicados en el caso, salvo Bartholemew (Walter Matthau), el agente del gobierno que pretende desenmascarar a los culpables y recuperar el dinero robado al gobierno. El agente necesita la ayuda de Regina y por eso mantiene un contacto constante con ella. A raíz de su encuentro en la embajada y de las llamadas telefónicas a Bartholemew, descubre que Peter Joshua la engaña y que también busca el dinero. Sin embargo, desea creer la justificación que le ofrece el antiguo Sr.Joshua, quien en realidad dice llamarse Alexander Dyle, el hermano del difunto Carson Dyle, el quinto miembro del comando que robó el oro durante la Segunda Guerra Mundial.


En cierto modo deudora de Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), Charada resulta una intriga entretenida, en la que la mentira juega un papel importante, como también lo hacen el romance y las siempre presentes notas de humor; de este modo la historia cobra una atmósfera menos densa de la que podría encontrarse en un thriller al uso. Esa presunta ligereza sería provocada para dar rienda suelta a un romance divertido que se encuentra entorpecido por la intriga y el suspense, pero que sin ambas no podría ser posible. Además, Audrey Hepburn y Cary Grant, a pesar de la evidente diferencia de edad, logran que su relación de amor-sospecha-miedo-amor sea creíble, y por momentos angustiosa, como se muestra cuando Regina escapa por la estación del metro temerosa de lo que pueda ocurrirle. Stanley Donen acertó de pleno al plantear una de sus mejores películas, posiblemente la mejor fuera del género musical, creando un misterio “ligero” en el que todos sus personajes pueden ser culpables de la muerte de Charles, con la excepción de aquellos que no tardarán en reunirse con él y de la angelical Regina, quien en todo momento se muestra perpleja, engañada y enamorada, pero pocas veces asustada, pues la compañía de Peter, Alexander, Adam, el ladrón, o como quiera que se llame, parece proporcionarle el valor necesario para continuar buscando un dinero que todos, salvo ella, piensan que se encuentra en su poder. El éxito de Charada daría pie a Donen para realizar una vuelta de tuerca sobre lo mismo o, si se prefiere, una intriga pop en la que, accidentalmente, un hombre (Gregory Peck) y una mujer (Sophia Loren) deben unir sus fuerzas para salir airosos del peligroso lío en el que se conocen, se enamoran y que, si no andan con cuidado, podría acabar con sus vidas. Se trata de Arabesco (Arabesque, 1966), un film de características similares, aunque menos logrado, que contaría con otras dos grandes estrellas de la pantalla. Décadas después, Jonathan Demme realzaría una nueva versión de Charada, que tiene todo que envidiar a este entretenido engaño de Donen.



jueves, 29 de diciembre de 2011

Carta a tres esposas (1949)


Addie Rose (voz de Celeste Holm en v.o.) sabe que sus amigas siempre han hablado de ella, como también sabe, cuando las presenta empleando el único rasgo físico que se conocerá de ella, que lo harán mucho más tras recibir la carta que les ha enviado, en la cual les comunica que uno de sus esposos se ha marchado con ella. Esta narradora omnisciente, a quien se oye y quien escucha, nunca se deja ver, a pesar de ser parte de las tres historias que recordarán Deborah Bishop (Jeanne Crain), Rita Phipps (Ann Sothern) y Lora Mae Hollingsway (Rita Darnell), tres historias en las que se descubren las relaciones de pareja y las diferencias existentes en los tres matrimonios. Carta a tres esposas (A Letter to Three Wives, 1949) sirvió a Joseph L.Mankiewicz para realizar un excepcional drama que juega con el tiempo y con las mujeres que lo protagonizan, porque ninguna de ellas sabe si se trata de su marido (o el de otra), una circunstancia que les marca y les conduce a un estado de preocupación que no les abandona en toda la jornada de salida campestre, durante la cual no pueden responder a la duda que se ha adueñado de ellas. En realidad el personaje de Addie Rose no sería más que una excusa para mostrar ese estado que se ha creado en torno a su figura, el mismo que impulsa a las tres mujeres a recordar y a analizar tanto sus comportamientos como los de sus maridos. Addie, que nunca asoma en pantalla, anuncia al principio que los personajes son irreales, porque podrían coincidir con cualquier persona en una situación similar a la que se plantea, como tampoco sería real la ciudad donde se desarrollan los hechos, porque en cualquiera se podrían encontrar historias semejantes. Con esta premisa se inicia la presentación de los miembros de las tres parejas, en las que se descubren miedos, rechazos, enfrentamientos, mentiras por omisión o falta de comunicación. El primer flash-back comienza en la mente de Deborah, quien se encuentra perdidamente enamorada de Brad (Jeffrey Lynn), su marido; su recuerdo se remonta al día en el que conoció a los demás miembros de la historia, un día en el que se encontraba poco segura de sí misma (característica que persiste en el presente), en el que escuchó por primera vez el nombre de Addie Rose, un nombre que pareció entusiasmar a los tres maridos. El segundo viaje al pasado lo proporciona Rita, una mujer que ha triunfado escribiendo guiones para programas radiofónicos de dudosa calidad, ocupación que parece prevalecer sobre su relación con George (Kirk Douglas), quien se muestra como el miembro más coherente de la pareja, e incluso se podría decir que del grupo. George parece un hombre inteligente y culto, pero con escaso poder adquisitivo dada su ocupación laboral, sin embargo, el dinero no le importa, pues su pensamiento se rige por valores que no pueden resistir el snobismo que mostraron los productores radiofónicos que habían invitado a cenar, en compañía de Lora Mae y de su marido Porter (Paul Douglas), quienes escucharon de primera mano las verdades que se escaparon de la boca de su amigo. La tercera historia sería la del matrimonio Holligsway, recordada por Lora Mae, donde se muestra los primeros instantes de una relación entre un rico empresario y su secretaria. Esta historia desvela la sensación de Porter de haber sido atrapado por la mujer que en la actualidad se ha convertido en su esposa; un hecho que ha producido un constante enfrentamiento en la pareja, convirtiendo a Porter en el candidato mejor posicionado para haberse fugado con Addie Rose, pues siempre parece enfadado y disgustado con su situación sentimental. El juego planteado por Joseph L.Mankiewicz resulta doloroso para las tres esposas, puesto que la incertidumbre y el miedo se apodera de ellas, creando una sensación de temor y ansiedad que no las abandona a lo largo de una jornada que les permitirá descubrir sus equivocaciones y la posibilidad de corregir los errores que podrían acabar con sus matrimonios; pues la situación que vive una de ellas podría repetirse para las otras dos.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Harry el sucio (1971)


El ejemplo más popular del policía de ficción expeditivo se encuentra en
Harry el sucio (Dirty Harry, 1971). Solo hay que observar su depurada y contundente técnica de trabajo o las pocas palabras que salen de su boca para comprobar su cinismo hacia el entorno y su afán por acabar con criminales en quienes, tras buscarle las cosquillas, descargará su Magnum 44. Sí, ese ejemplo de agente del orden, que va por libre para hacer cumplir las normas, se llama Harry Callahan (Clint Eastwood) y no es un agente de la ley al uso. Más bien, Harry se acerca a la figura de un ejecutor del sistema, sin embargo, este tipo duro parece no equivocarse de objetivos al aplicar sus métodos, pues ni castiga ni tortura a individuos inocentes (afortunadamente, para estos), sino que persigue a psicópatas que tienen en vilo a la ciudad de San Francisco. Pero, por lo visto, hubo reacciones negativas ante este personaje, comentarios realizados acerca de Harry el sucio que decían que se trataba de un film con cierto tufo fascista. Sin embargo, eso no sería más que querer darle un matiz también dudoso, pues no es más que un policíaco a imagen de su protagonista, duro, sin medias tintas, fruto de una sociedad en crisis. Los sucesos que marcaron la década de 1960 dieron paso al despertar a una realidad de desencanto en los últimos años del decenio y en los primeros de la siguiente, un periodo pesimista en el que los antihéroes regresaban a las pantallas (más expeditivos y ambiguos que los héroes del cine negro clásico), tipos cínicos, violentas, descreídos y decepcionados con cuanto observan a su alrededor. Por lo tanto, Harry debería ser comprendido como lo que es, un thriller intenso y crudo que pretendería mostrar la ambigüedad del sistema y la criminalidad que se pasea a sus anchas por calles que parecen pedir a gritos la presencia de un tipo que las barra, tipos que, como Harry, Travis o el justiciero de Charles Bronson, asumen su propio código moral y de conducta condicionados por la crisis del sistema y la suciedad que acumula y desborda. De ahí que su apodo "el sucio" no se refiera a su carencia de higiene, que allá él, sino a esa constante de barrer los casos más complicados; y eso ocurre porque el teniente Bressler (Harry Guardino) sabe que se trata de su mejor hombre, a pesar de ser el más independiente e incontrolable. Harry va por libre, le gusta trabajar solo y a su manera, por eso rechaza inicialmente la compañía de Chico González (Reni Santoni), el novato que le asignan a la fuerza y que le salvará la vida cuando acude a la cita con un psicópata llamado Scorpio (Andy Robinson), tras recorrer la ciudad de un extremo al otro, en un intento por salvar a una chica que ha sido enterrada viva por ese tipo a quien pondrán en libertad porque no existen pruebas para procesarle. Harry está que trina tras sus dos encuentros con Scorpio, tampoco le ha gustado que sus superiores le hayan abroncado por tratar al culpable con su misma medicina (pues para Harry y para el espectador no existe ninguna duda de su culpabilidad), porque necesita sonsacarle a toda costa la información necesaria para salvar la vida de la muchacha desaparecida. Sin embargo, la ley asume que el presunto criminal tiene sus derechos, los mismos que éste ha negado a la joven, y eso cabrea todavía más al policía del Magnum 44. Harry no comparte que los criminales salgan impunes, bajo el amparo de un sistema que parece protegerles y que les permite seguir matando, cuestión que él pretende atajar si le queda una última bala en el tambor de su colt. Harry el sucio funciona a la perfección como thriller policíaco, su puesta en escena es precisa, contundente e incluso divertida, a pesar de la violencia que existe en buena parte de metraje, no obstante esta violencia no sería gratuita, sino que sería un reflejo de la realidad que se vivía en las calles de las grandes ciudades, como también se muestra en films como: San Francisco ciudad desnuda, The French Connection o Taxi driver (por nombrar alguna de las producciones de los setenta). Quizá en manos de un director menos capacitado que Don Siegel, y sin la presencia de Clint Eastwood (no fue la primera elección, pero seguro que nadie podría haber encarnado a Harry mejor que él) en la actualidad no se hablaría de Harry el sucio como un referente de ese cine expeditivo de los setenta, ni de sus cuatro secuelas, ni de los personajes de ficción que heredaron sus métodos de trabajo. El dúo Siegel-Eastwood supo ofrecer una imagen entre atractiva y feroz de un antihéroe duro, de vuelta de todo, pero de cimientos morales a prueba de bombas, un inspector de policía eficaz que no se detiene, que no pregunta, que no duda y que, en ocasiones, utiliza unos métodos que podrían decirse que traspasan el límite marcado por la ley que defiende.

lunes, 26 de diciembre de 2011

La tragedia de Louis Pasteur (1936)



El cine es un excelente medio para acercarnos figuras relevantes de la historia, pero
 lo que vemos en la pantalla no va a ser un estudio exhaustivo del personaje en cuestión, ni lo pretende. Partiendo de que toda película que recrea vida y obra de individuos reales se toma sus licencias, cabe señalar que existe un antes y un después cinematográfico de La tragedia de Louis Pasteur (The Story of Louis Pasteur, 1936), en su intención de mantenerse fiel a la historia y al trabajo científico del protagonista de este éxito inesperado, para los jefes de la Warner Brothers, de taquilla y de crítica. En un primer momento, Jack Warner no quería producir el film, ya que, según pensaba, nadie acudiría al cine a ver una historia sin romance, sin tensión, sin héroes o gánsteres al uso de la industria del cine y cuyo protagonista, Louis Pasteur (Paul Muni), se alejaba de los típicos personajes biografiados con anterioridad. La tragedia de Louis Pasteur tomaba al público en serio, creía en su inteligencia, y le ofrecía la imagen de un científico entregado a su investigación y, debido a ello, enfrentado a la ceguera de su época. Aparte de que lo ignorase todo acerca de Pasteur, Jack Warner, reaccionario como los médicos y miembros de la Academia que rechazan el estudio del científico, no era propenso a los cambios, pero, gracias a la insistencia de Paul Muni, que preparó a conciencia su personaje, y de William Dieterle, la película pudo realizarse. La propuesta arranca excepcional en su prólogo de 1860, cuando, sin romper el ritmo del encadenado, el cineasta presenta la situación, el conflicto, la ignorancia del momento histórico —todas las épocas tienen en común que ignoran su propia ignorancia, y que se atribuyen sabiduría y conocimiento— y a Pasteur, que tiene una idea ausente en el resto: la de buscar la causa (estudia los microorganismos), para así poder evitar las consecuencias.


La historia narrada por Dieterle 
no busca heroicidades —aunque Pasteur sea uno de los héroes de la ciencia— ni cae en el sentimentalismo, ni busca el efecto, ni el chismorreo sobre la intimidad del químico. De tal manera, La tragedia de Louis Pasteur se debe al trabajo de su protagonista y a la dificultad de llevarlo a cabo. El resultado es una película que cambió el cine biográfico y una excelente muestra de como realizar un biopic —biographic picture— sin que el ritmo del film decaiga. William Dieterle tuvo el acierto de centrarse en varios momentos concretos, dejando que fuese la propia acción la que presentase la personalidad de un hombre que se encuentra enfrentado a cuantos le rodean, pues él es un visionario, o más bien un hombre sencillamente abierto a nuevas opciones, todo lo contrario a los académicos que le rechazan y que le consideran carente de aptitudes. ¿Por qué este rechazo? Aunque presuman de lo contrario, toda época y sociedad son reaccionarios, puesto que el progreso implica cambios que cuestionan y amenazan el orden establecido. Sin confundir individuos con individualismo, son los individuos que se desmarcan de su época quienes posibilitan la transformación de la sociedad, las que buscan el bien común que la común humanidad recibirá como legado de bienestar. Uno de esos pioneros, Pasteur, afirma que los microbios no se producen tras la enfermedad, sino que son la causa de las mismas. Por este motivo, se centra en la investigación que le permite descubrir y desarrollar la vacuna contra el cólera y, posteriormente, la de la hidrofobia. Sin embargo, la vida de este brillante químico no resulta un camino de rosas, pues son muchos los obstáculos que debe superar para que se reconozca su trabajo, que sería un avance para toda la humanidad, incluso para aquellos que como el doctor Charbonnet (Fritz Leiber) le rechazan si prestar atención a las posibilidades que los descubrimientos de Pasteur proporcionarían a la medicina.


Como queda apuntado arriba, 
Dieterle deja en un segundo plano la vida personal de este hombre, realizando un rápido esbozo de su relación matrimonial con Marie Pasteur (Josephine Hutchinson) —en la escena de la lectura de la carta remitida por el doctor Lister, Marie, al tiempo que bromea, le recrimina a su marido el descuido familiar y su total entrega a la investigación— y apenas permitiéndose un pequeño espacio para el romance entre su hija Annette (Anita Louise) y el doctor Martel (Donald Woods), uno de sus colaboradores, porque la prioridad en La tragedia de Louis Pasteur sería el acercamiento a la obra de ese químico e investigador incansable que dedicaría gran parte de su vida a la lucha contra microorganismos en los que muchos de los grandes doctores de su época no creen o no consideran causa de enfermedades, como tampoco creían en la necesidad de lavarse las manos antes de atender a un paciente o en la obligación de esterilizar un instrumental que había sido utilizado con anterioridad, cuestiones que en la actualidad se dan por sabidas y por básicas, pero que en el siglo XIX tan sólo este hombre supo ver y exponer a pesar de las trabas con las que se encontraría hasta que sus descubrimientos fuesen aceptados en el ámbito de la ciencia y de la medicina, por unos hombres condicionados por la tradición médica que les dificultaría aceptar las nuevas posibilidades que presentaría y demostraría Pasteur.

En busca del oro (1938)

La fiebre del oro que se produjo en América del Norte durante el siglo XIX condujo a miles de soñadores, aventureros y desheredados llenos de esperanza,  hacia los territorios inexplorados o más alejados de la costa este, produciéndose de ese modo una colonización que enfrentaría intereses y posturas como las de los mineros y los agricultores, estos últimos también habían encontrado en las lejanas tierras del oeste su oro particular. El trigo se convirtió en la fuente de esperanza y de riqueza de un numeroso grupo de hombres y mujeres que se habían asentado en la parte baja de los valles mineros de California, territorio lleno de posibilidades para aquellos que buscaban una nueva vida o la promesa de enriquecerse, que se vería cumplida para unos pocos. El oro de California generó enorme riqueza para los mineros que supieron o tuvieron la suerte de encontrarlo; el hallazgo del dorado mineral les permitió crear imperios que se modernizaban con el paso de los años, y que irían utilizando métodos más efectivos e incluso perjudiciales para el medio ambiente, como sería el caso de los cañones de agua a presión que erosionaban las montañas en busca del preciado mineral sin tener en cuenta las graves consecuencias que su uso producía en las vidas y en el entorno de los granjeros. La amenaza de la contaminación que descendía en forma de agua repleta de materiales arrastrados de las montañas se convirtió en una realidad creada por la mangueras empleadas por los mineros. Por lo tanto, si los granjeros pretendían salvar las tierras que cultivaban y que les proporcionaba su medio de vida, era preciso hacer algo, y hacerlo inmediatamente. Consciente de esa realidad, el coronel Ferris (Claude Rains) pretende poner fin a las inundaciones enfrentándose con los responsables, pero siempre dentro de los dictámenes de la ley. Su creencia en la justicia y en lo correcto le obliga a presentarse ante los demás granjeros para convencerlos de que no utilicen la violencia, pues la única manera de detener el desastre se encuentra en los tribunales. Esa sería la idea correcta, pues California ha dejado de ser un territorio salvaje, para convertirse en Estado, donde las leyes deben dictar las sentencias. Sin embargo, los grandes propietarios mineros no están dispuestos a acatar un decisión que no les sea favorable. La historia de En busca del oro (Gold is where you find it) comienza con una serie de imágenes que muestran la evolución minera y agrícola a lo largo de varias décadas, para centrarse en un individuo: Jared Whitney (George Brent), el nuevo encargado de la mina, un hombre que no se plantea que pueda producirse un enfrentamiento violento y sangriento; y no lo hace porque él no pretende infligir la ley, como tampoco pretendería enamorarse de Serena Ferris (Olivia de Havilland) o ser amigo de su hermano Lance (Tim Holt), ambos hijos del coronel Ferris, el hombre que lucha por los derechos de los agricultores. De este modo, Jared Whitney se encuentra con su pensamiento dividido entre el amor que siente y la obligación que le ha llevado hasta ese lugar de California, a donde ha llegado con el encargo de aumentar la extracción de oro. Michael Curtiz enfocó En busca del oro desde dos perspectivas: la romántica, inevitable, y la lucha entre dos maneras de enfocar el progreso. La primera opción sería un progreso rápido, tangible y mucho más dorado que el trigo que cultivan aquellos que se han decidido por la segunda posibilidad, que abogaría por el trabajo y la defensa de la tierra, porque ésta puede generar riquezas no minerales que perdurarían más allá de ese oro que ha obcecado el pensamiento de los jefazos de las minas. No obstante existiría una tercera opción, una que parece pasar desapercibida y que sin embargo sería la que triunfaría en un futuro no muy lejano, y que se descubriría en Serena y su afición por el cultivo de árboles frutales, que a la postre se convertirían en una de las principales fuentes de riqueza de California; no obstante ésta sería una posibilidad que únicamente se esboza en dos momentos: cuando Jared ayuda a Serena a regar sus árboles recién plantados (nace el amor) y después del enfrentamiento final entre los mineros y los agricultores (nace el futuro). En busca del oro también se adentra en el drama que surge dentro del seno de la familia Ferris, sus enfrentamientos, sus separaciones y sus reconciliaciones, así como también se muestra el rechazo del coronel hacia Jared; provocando la separación entre éste y su hija. Pero sobre todo, el film pretende dar a conocer un periodo concreto de la historia de California, un momento de expansión, de crecimiento y de formación de un Estado que sobreviviría a la ambición desmedida de hombres que no pensarían más allá de ese oro brillante e inmediato, que les impediría comprender que se trataba de una fuente de riqueza agotable insuficiente para crear un lugar próspero y duradero.

sábado, 24 de diciembre de 2011

La madre (1926)


<<Honradez, justicia, piedad>> muestran los rótulos anteriores al inicio del juicio a Pavel Vlasod (
Nikolai Batalov); tres palabras que pretenderían evidenciar la ausencia de las mismas en los tribunales de la Rusia imperial, no obstante, sería la Rusia posrevolucionaria la que más prescindiría de ellas. La historia que narra La madre (Mat, 1926) es una historia de un pueblo sometido a los caprichos y a los abusos de los propietarios y señores, que provocan el levantamiento de las masas como consecuencia de dicha injusticia social. Como tantas producciones soviéticas de la época, la postura de Vsevolod Pudovkin se acercó al sufrimiento del proletariado para mostrar una ideología afín al único partido existente, sin embargo, sería conveniente dudar o prescindir del punto de vista ideológico y centrarse exclusivamente en la narrativa cinematográfica de La madre, una lección de montaje que imprime gran celeridad a las imágenes y a la acción, que se inicia presentando a los tres miembros de la familia Vlasov: madre (Vera Baranovskaya), padre (Aleksandr Chistyakov) e hijo. Estos dos últimos exponen las dos opciones opuestas con las que el pueblo ruso se encontraría en 1905. El padre representa la tradición o la aceptación de una situación insostenible para todo aquel que no pertenezca a la clase burguesa, por contra, el hijo vendría a ser la imagen de la renovación que pretende la revolución. En medio de estos dos hombres se encuentra la madre, sometida a su marido y asustada por las acciones de su retoño, que se encuentra entre los instigadores de la huelga que se produce en la fábrica. Esta madre teme ante el peligro que se cierne sobre su vástago, y es ese miedo el que la obliga a entregar las armas que le ha visto esconder en el suelo de la casa; Vlasova no lo hace por una ideología, lo hace por su amor maternal, el cual implica proteger a su hijo. De nada le vale esa traición obligada, pues los rostros de los oficiales zaristas no muestran compasión, como tampoco la muestra el rostro de Pavel Vlasov, quien observa a su madre como si le reprochase una acción que traicionaría a la causa más que a él mismo. Vlasova sufre, no entiende cómo es posible que se lleven al ser nacido de sus entrañas para ser juzgado en una farsa cuya sentencia se ha decidido de antemano. El proceso se celebra a puerta abierta, hecho permite descubrir entre el público a representantes de la burguesía que parecen pedir la cabeza de Vlasov, al tiempo que ella comprende la inexistencia de la justicia en esa sala dominada por el busto del zar, a quien la cámara de Pudovkin parece culpar de cuanto sucede. La madre ofrece esa imagen lamentable e injusta de un régimen que acababa de ser definitivamente derrotado, por lo tanto había que denigrarlo hasta el punto de que las nuevas generaciones creyesen en la legitimidad revolucionaria y en el gobierno que había asumido el poder, apoyándose en la sangre y en la misma injusticia que criticaba (pero por lo que parece aumentada en proporciones alarmantes que era necesario ocultar). El cine soviético no puede esconder su origen ideológico, y no lo hace, más bien lo muestra sin vergüenza, porque esperaría que no sólo fuese un entretenimiento, sino un arma indiscutible de la ideología (engañosa) de sus líderes, hombres que podrían ser la viva imagen de los jueces que aparecen en La madre, cuyos bustos acabarían sustituyendo al del zar, y que carecerían de la honradez, justicia y piedad que supuestamente exige el film de Pudovkin.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Lawrence de Arabia (1962)


A la épica no le importa quien fue la persona, le importa quien fue el mito, el personaje que el devenir y la cultura popular idealizan; tampoco a la Historia, que se interesa por los hechos, aunque, en ocasiones, los presume a partir de datos que no permiten mayor exactitud. La psicología pretende explicaciones científicas y racionales a las emociones que desbordan y el cine de aventuras suele ir en busca del espectáculo y de la superación de trabas; mientras, el biográfico simpatiza con la sucesión de instantes melodramáticos y aquellos que ensalzan —o rechazan, si son personajes considerados negativos— a sus biografiados, que, en la mayoría de los casos, parecen reflejos del mismo modelo. Muchas de estas imágenes se alejan de cualquier parecido con la persona real que las inspira, y hacen de ellas personajes que campan su planicie por la pantalla. Pero a David Lean, en Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), sí le importa quién es y qué impulsa a su protagonista a ser la leyenda potenciada por la prensa y a la que las tribus árabes siguen porque les proporciona victorias. Incluso, el propio Lawrence, hombre singular, sufrido, culto e ingenuo, traspasa líneas racionales y llega a creerse su leyenda. Por un momento, superado por cuanto experimenta, se sitúa a sí mismo por encima del resto de los mortales, antes de caer y descubrir que solo es un hombre con quien han jugado fuerzas e intereses —el Lawrence histórico conocía el acuerdo Sykes-Picot, lo desaprobaba y le generaba conflicto— que escapan a su comprensión y a su sueño de una Arabia para los árabes. Su paso por Oriente Próximo  —por entonces, en mayor parte todavía bajo dominio del Imperio Otomano—, durante la revuelta árabe (1916-1918), dio fama y gloria a Thomas Edward Lawrence, pero también pesares. El mismo escribiría su experiencia en Los siete pilares de la sabiduría, libro que Robert Bolt y Michael Wilson toman de referencia para crear el guion de Lawrence de Arabia, una de las mejores superproducciones de la historia del cine. Lo es por su forma y por su espectáculo, por su pausa y su épica, que se equilibra con el intimísimo emocional que Lean introduce para que todo funcione dentro y alrededor de su héroe, alguien en conflicto emocional, entre el deber, el ser y el querer, más que racional, un soñador; al tiempo frágil y fuerte, alguien que hace y siente suyos los espacios desérticos por donde transita su aventura vital. Peter O’Toole transmite en sus gestos y en su mirada, en sus palabras precisas, en su aparente alejamiento de la realidad que transforma y le transforma, la fragilidad y la entereza de su personaje, su evolución, su conflicto, el creerse su propia invención, sus ilusiones rotas. Él y los personajes que lo acompañan llenan cuatro horas de aventura, cine y biografía, de drama y de un pedazo de historia que desvela los intereses que utilizan a Lawrence para su beneficio, nunca para ver cumplida la idea que mueve a quien logra unir a las tribus beduinas para darles su sueño, uno sueño en el que solo él y unos pocos como Sherif Ali (Omar Sharif), que se erige en la conciencia racional de su amigo inglés, el hombre que idolatra, ama y teme, sueñan de verdad…


La popularidad de David Lean se había disparado gracias al éxito de El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai; 1957), pero esto no le descentró ni le precipitó a la hora de llevar a cabo su siguiente proyecto. Se tomó su tiempo para desarrollar su siguiente producción, la cual, al igual que su anterior film, deparó el magistral retrato de un hombre superado por su sueño de grandeza, uno que, al tiempo que le permite acariciarlo, le roba parte de su humanidad. Siete fueron los pilares de la sabiduría con los que T. E. Lawrence tituló su autobiografía y, al menos, sobre otros tantos, Lean edificó su Lawrence de Arabia: el espacio fotografiado por Freddie Young, la partitura de Maurice Jarre, el guión de Robert Bolt y Michael Wilson, la acertada y ambigua composición realizada por Peter O'Toole, el resto del elenco, el diseño de producción a cargo de John Box y la narrativa empleada por el cineasta, que desarrolla una ficción cinematográfica que rehuye ensalzar hechos y simplificar la compleja personalidad del protagonista.


El interés del realizador británico se centró en mostrar la dualidad (hombre-mito) de ese individuo absorbido y obsesionado por la idea que finalmente le vence. Dicha idea se gesta en las arenas del desierto donde T. E. Lawrence contacta con las tribus beduinas a las que pretende unir para ofrecerles la posibilidad de Arabia, en 1917, todavía una quimera con la que también sueña el príncipe Faysal (Alec Guinness). Pero la narración se inicia en el presente, en Inglaterra, cuando el personaje principal circula a toda velocidad en su motocicleta, en un instante que marca su fin y el principio del relato, que ocupa un solo flashback que sobrepasa las tres horas de duración. Las imágenes viajan al pasado para descubrir al joven teniente inglés destinado en Egipto. Allí su apatía es evidente, como también evidente resulta ser su carácter, que no se amolda al esperado en un oficial del ejército británico. Quizá sea este el motivo que convence al señor Dryden (Claude Rains) para enviarlo al encuentro de Faysal, con la misión de estudiar la situación y las costumbres de un pueblo que en realidad no existe como tal, pues se encuentra diseminado y dividido en numerosas tribus que luchan entre sí. La lucha interna entre los diferentes clanes árabes se muestra de manera explícita durante su viaje en busca de Faysal, cuando su guía es asesinado por Sherif Ali por beber de un pozo prohibido para los miembros de su facción. Este conflicto tribal volverá a mostrarse en sucesivas ocasiones, sobre todo en los enfrentamientos verbales entre Ali y Auda Abu Tayi (Anthony Quinn), los dos árabes que más tiempo comparten con el europeo; el primero por amistad, por amor, y el segundo por dinero, aunque también por la amistad, por admiración mutua, que nace de la relación bélico-comercial que mantienen.


La entrevista entre Lawrence y Faysal permite comprender el talento político del príncipe árabe y profundizar en la personalidad del inglés, que no teme al desierto y tiene el propósito de liderar a los árabes en la conquista de sus tierras, propósito que solo sería posible si se produjese un milagro. La grandeza del protagonista también es su flaqueza, cree en sí mismo y por eso triunfa, sin embargo, esa misma confianza se convierte en la locura que genera sus éxitos y sus fracasos. Su primer contratiempo se presenta cuando se propone realizar el milagro de cruzar el desierto, tan extenso y peligroso que nadie lo ha intentado con anterioridad. Sin embargo, para él nada es imposible, porque <<nada está escrito>>. No obstante, su hazaña (atravesar el desierto de Nefut en compañía de Ali y de otros cincuenta hombres) implica su primera derrota, que se gesta cuando Gasim (I. S. Johar) se pierde y Lawrence regresa en su busca, empujado por la constante de creerse dueño de su destino y del de quienes lo acompañan. Sin embargo, después de convencer a Auda para que les ayude a tomar Aqaba, ese destino que no contempla, más allá de sus propias decisiones y actos, le exige saldar cuentas y lo obliga a ejecutar a quien había salvado. A pesar de este hecho, el teniente Lawrence, aclamado entre los árabes, continúa sin aceptar que su intención supera sus posibilidades, por eso se lanza a la carga y conquista la ciudad inconquistable. Tras la caída de Aqaba, regresa a El Cairo, aunque antes comete su segundo error: escoger la ruta del Sinaí. Esta elección sería su manera de manifestar que no es un hombre corriente, sino alguien equiparable al Moisés bíblico, sin embargo, como dice Auda, <<Lawrence no es un profeta>>, y como hombre se confirma su segunda derrota: la muerte de uno de sus dos fieles acompañantes. Este hecho rompe el frágil equilibrio de Lawrence, como denota su rostro, su cuerpo y su posterior entrevista con el general Allenby (Jack Hawkins) y el señor Dryden, quienes lo consideran vital, pero prescindible. A partir de ese momento, la mente del nuevo comandante parece haber perdido el sentido de la realidad y se convence definitivamente de ser un hombre fuera de lo normal, que sin duda lo es, pero sin poder comprender ni aceptar que para él también existen limitaciones; unos límites que Ali intenta mostrarle sin éxito. Inicialmente Ali considera a Lawrence excepcional, capaz de realizar grandes gestas porque <<para algunos hombres no hay nada escrito si ellos no lo escriben>>, pero los hechos que presencia sustituyen la admiración por el temor, aún así, su amistad es sincera y nunca abandona al oficial británico. El intimismo de Lawrence de Arabia se equilibra con la inmensidad del escenario de arena y roca donde se representa la historia de un hombre en conflicto consigo mismo, cuya idea de grandeza lo supera para volverla en contra de su humanidad y contra los intereses de los implicados en la revuelta, confirmándose que su destino sí estaba escrito, porque él no ha sido más que un peón en un juego que otros han inventado. Ese mismo destino lo aleja de Arabia mientras una moto, similar a la de su accidente, adelanta al automóvil que lo separa definitivamente de una tierra que le ha dado y quitado, una tierra donde el ser de carne y hueso se convirtió en leyenda gracias a los artículos periodísticos de Bentley (Arthur Kennedy), pero en realidad, a pesar de sus victorias, ese supuesto héroe sufre derrota tras derrota, quizá la más dolorosa, y la que rompió su equilibrio y lo transformó en el ser sediento de sangre que se descubre camino de Damasco, sería la de caer en las manos del grotesco general turco interpretado por Jose Ferrer, que ordenó torturarle tras haber rechazado sus "encantos", y que posiblemente le sometería a otras vejaciones que mermaron las capacidades lógicas de un hombre ilógico, protagonista absoluto de esta magistral historia humana, llena de matices, de luchas internas y externas, que se extienden desde la arena del desierto hasta el corazón de aquel que deseaba entregar Arabia a los árabes mientras sucumbía ante su sueño de grandeza.



Mala suerte (1960)



Jan Piszczyk (Bogumil Kobiela) no quiere salir del lugar en el que se encuentra recluido, la razón es muy sencilla: tiene miedo de su mala suerte, la misma que le ha perseguido desde que era un niño y que expone ante un oyente que seguramente no le hace ni el menor caso. Sin embargo, su narración sirve para mostrar las desventuras en las que se ha visto envuelto a lo largo de varias décadas, en las que sucedieron hechos que marcaron buena parte de la historia polaca del siglo XX. Andrzej Munk se sirvió de este prototipo de antihéroe, perseguido por un destino que semeja no querer dejarle tranquilo, para mostrar, desde la comedia, las diferentes etapas por las que atravesó su Polonia natal. La primera parte de la vida de Piszczyk se desarrolla, como es natural en estos casos, en su juventud, presentando a su familia, la situación política que se vive en el país (el auge del fascismo) y su primer amor, un amor que no se consumaría porque su mala fortuna se presenta y le obliga a participar en una manifestación en la que se enfrenta, contra su voluntad, a la policía. Tras ese fracaso amoroso llega la oportunidad de servir a la patria, quiera o no. Piszczyk debe presentarse en el cuartel para ingresar en el ejército, cuestión que nunca llega a producirse porque los soldados alemanes le pillan, in fraganti, probándose un uniforme de suboficial del ejército polaco que no le pertenece. Sin atender a explicaciones le conducen a un campo de prisioneros, donde no le queda más remedio que inventarse unos hechos inexistentes, sobre sus hazañas bélicas, que narra a sus compañeros para sentirse uno más entre ellos. Sin embargo, un buen día, poco antes de intentar la fuga que le propone Sawicki (Tadeusz Janczar), ese destino que no le quiere pone en su camino a un suboficial polaco que le acusa de ser un espía. Así pues sin haber hecho nada de lo que se le acusa, es rechazado por los suyos; un mal trago que le decide a aceptar trabajar en una fábrica alemana donde se fabrican armas pesadas y de la que le echarán por su débil constitución. De nuevo en libertad, si se puede llamar libertad a su situación, este individuo se busca la vida trapicheando en el mercado negro; al principio parece que la mala suerte le ha abandonado, incluso se le presenta la oportunidad de volver a enamorarse (y de que se enamoren de él), eso sí, siempre con la mentira por delante. No obstante, el título de la película vuelve a asomar en su desgraciada existencia, provocando el reencuentro con Sawicki, lo cual conlleva salir corriendo y dejar atrás el romance de su vida. Pero las cosas no siempre tienen que ir mal; con la llegada del comunismo a Polonia parece que su suerte mejora, permitiendo que escale puestos dentro de una administración en la que parece eficiente, quizá por su falta de iniciativa y por ser un don nadie o porque se dedica a las estadísticas y a la propaganda política. Sin embargo, el éxito meteórico de su carrera fomenta la envidia en algún que otro compañero, que aprovechará la menor oportunidad para delatarle. Y ya se sabe lo que ocurría en un régimen donde las libertades eran más bien escasas: vacaciones pagadas al lugar del que no quería salir al principio de Mala Suerte (Zezowate szczescie, 1960). Munk utilizó a este personaje, condenado a tropezar una y otra vez, para mostrar la evolución de Polonia durante esos años, un país que tropezaba del mismo modo que Piszczyk y que por desgracia tuvo la mala suerte de caer primero en el fascismo, posteriormente en la ocupación nazi, para finalmente caer bajo el control de los soviéticos. Pero, como también le sucede al protagonista, lograría sobrevivir a todas esas etapas.

martes, 20 de diciembre de 2011

En bandeja de plata (1966)


Los manipuladores y manipulados en el universo cinematográfico de Billy Wilder suelen tener en común que pierden sus sueños, aunque logren alguna victoria pírrica al final del camino. Son hombres y mujeres que, cansados de su grisura, persiguen un sueño, quizá grande, quizá pequeño, que se les escapa cuando lo acarician. Son los múltiples rostros de las comedias de Wilder, víctimas de su ironía y de su acidez corrosiva, de las situaciones que crea en torno a personajes al tiempo tan iguales y distintos como puedan serlo Harry Hinkle (Jack Lemmon) y Willie Gingrich (Walter Matthau). Los dos cuñados de En bandeja de plata (The Fortune Cookie, 1966) aparentemente son opuestos, pero tienen en común el "todo vale" que les iguala a los amantes de Perdición (Double Indemnity, 1944), al guionista de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), al periodista de El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951), al ejecutivo de la delirante Uno, dos, tres (One, Two, Three, 1961) y a tantos otros hijos e hijas del imaginario wilderiano. Todos abrazan la mentira para cumplir sus ambiciones y apartarse de vidas mediocres e insatisfactorias. Ese "todo vale", el engaño que agiliza la consecución del fin propuesto, se pone en marcha el día que Hinkle sufre el accidente laboral que podría cambiar su suerte, y la de toda su familia. Eso sí, siempre que la farsa propuesta por Gingrich, e inicialmente rechazado por Hinkle, llegue a buen puerto. Para que esto suceda deben engañar a conocidos y desconocidos, y hacerlo durante mucho tiempo, puesto que los ejecutivos de la aseguradora no pretenden allanarles el camino, como demuestran al contratar al detective Purkey (Cliff Osmond), que vigilará a la supuesta víctima veinticuatro horas y en technicolor.


Henry Hinkle no busca dinero, solo quiere recuperar a Sandy (Judi West), de quien todavía sigue enamorado. Así, pues, Hinkle es un tipo común, podría ser cualquiera carente de ambiciones materiales, pero cegado por un amor no correspondido que desea recuperar. Este sentimiento es su talón de Aquiles, igual que lo es tener conciencia, que es la "debilidad" que Gingrich aprovecha para poner en marcha su plan perfecto, con el que pretende ganar (estafar) un cuarto de millón de dólares. Willie Gingrich es un abogado calculador, amoral, deshonesto, pendenciero, cuya única preocupación no es otra que demandar por daños y perjuicios a todo aquel que se ponga a tiro, ocupación de “francotirador” que parece encantarle y que realiza con gran maestría. Sin duda, este de Matthau, con su caradura, recursos y verborrea, es el personaje más ácido y brillante del timo. Gingrich maneja a su cuñado a su antojo. Sabe de que pie cojea Henry, y por ese motivo, siempre que el “convaleciente” se encuentra a punto de apartarse del plan trazado, el abogado aprieta la tecla necesaria para convencerlo. Hinkle no solo se encuentra atrapado en la silla de ruedas en la que le han sentado para dar realismo a su falsa lesión, también se encuentra atrapado dentro del conflicto moral que se genera entre su deseo y su conciencia, o lo que es lo mismo entre la imagen de Sandy y la de Luther “Boom Boom” Jackson (Ron Rich), el jugador que le arrolló delante de más de cincuenta mil personas. Jackson es el único personaje inocente de la trama, el único a quien se engaña totalmente y quien sufre las consecuencias de la farsa con la que Gingrich pretende conseguir una buen tajada.


Los enfrentamientos de Henry Hinkle consigo mismo se aplacan tras la llegada de Sandy. Se miente, autoengaña como otros personajes de Wilder, no quiere reconocer que ella solo ha regresado porque sabe que puede obtener algún beneficio, cuestión que él no quiere o no puede ver. De todo él asunto se deduce que Billy Wilder era un “tipo de cuidado” que expuso un enredo en el que se enfrentan dos posturas tan antagónicas como las actuaciones de los dos personajes centrales, en el que uno maneja y el otro se deja manejar por la falsa promesa de felicidad; falsa porque existe ese jugador que sufre, y que asume el alcohol como vía de escape a la culpabilidad que le domina, la misma que no puede ni disimular ni resistir. Esa realidad, fruto del engaño, reaviva en Henry Hinkle la sensación de no estar haciendo lo correcto, y él siempre ha sido un hombre correcto, lo que en palabras de Gingrich se traduciría en la siguiente afirmación: Henry Hinkle es un fracasado, un hombre que nunca triunfará porque es honesto. Sin embargo, Hinkle aún podría triunfar, aunque no fuese como desearían su mujer y su cuñado. En bandeja de plata resulta un divertido enfrentamiento moral que Wilder desarrolla con humor corrosivo, contando con la inestimable ayuda de dos espléndidos actores, de quienes supo extraer la inocencia y la picaresca necesaria para crear a dos seres patéticos, pero inolvidables; el primero un ser maleable que se deja embaucar por aquellos que le rodean, cediendo a sus pretensiones y dejando a un lado sus valores morales; y el segundo un ser ajeno a cualquier valor que no fuese el del dinero que podría proporcionarle su talento natural para el fraude.

El prisionero de Zenda (1937)

¿Qué sucede si uno se excede con el consumo de vino? Lo normal sería tener una buena resaca que convencería al más pintado para prometerse vanamente que sería la última, no obstante, existen casos más complejos que derivan del abuso de las sustancias etílicas, algunos poco frecuentes como el del príncipe Rudolf de Ruritania (Ronald Colman), quien además de caer bajo los efectos del alcohol el víspera de su coronación, ha sido drogado con una sustancia que algún despistado o traidor había mezclado con el zumo de la uva. Esta intoxicación crea un nuevo concepto de resaca, una consecuencia que le impide presentarse en la catedral donde tendría que ser coronado y donde le aguarda la flor y nata de la nación. Menuda faena, menos mal que por casualidades de la literatura de aventuras de siglo XIX, en concreto gracias a la imaginación de Anthony Hope, este futuro monarca se encontró por el bosque a un pariente lejano (que pasaba por allí en busca de pesca), a quien invitó a cenar; una sabia decisión y una suerte para el futuro rey, porque este primo lejano resultó ser su viva imagen, parecido que a la postre sería aprovechado por el coronel Zapt (C.Aubrey Smith) y el capitán Tarlenheim (David Niven) para utilizarle como doble del príncipe narcotizado. El Rudolf inglés (Ronald Colman) resulta ser un tipo comprensible, valiente y leal, que acepta sustituir a su pariente durante un día, dando al traste con los planes de Michael el negro (Raymond Massey), el hermanastro del verdadero príncipe y el artífice de un complot con el que pretendía conseguir la corona. La aparición en la celebración del falso príncipe retrasa sus aspiraciones, sin embargo, algo le huele a podrido en Ruritania, por eso Michael, sorprendido y desilusionado, envía a Rupert Hentzau (Douglas Fairbanks, Jr.), un tipo más amoral que él, a investigar lo ocurrido. El prisionero de Zenda (The prisioner of Zenda) transita entre la aventura, la intriga palaciega y el romance, que en esta producción cobra mayor relevancia que en otras inscritas dentro del género (incluyendo el posterior remake que realizaría Richard Thorpe). En realidad podría decirse que John Cromwell desvió parte de la aventura hacia esa historia de amor imposible que surge entre el falso rey y la princesa Flavia (Madeline Carroll); por dicho amor, Rudolf desea abandonar inmediatamente el país, porque es consciente de la imposibilidad de sus sentimientos. Sin embargo, Hentzau ha secuestrado al verdadero rey, circunstancia que obliga al coronel a solicitar a Rudolf que continúe interpretando un papel que no desea, y que se niega a seguir asumiendo hasta que cae en la cuenta de que si abandona, Flavia tendrá que casarse con Michael (¡y por ahí no pasa!, porque puede asumir que se case con el otro Rudolf, pero no con el hermanastro de éste). A partir de ese instante, El prisionero de Zenda (The prisioner of Zenda) propone una intriga en la que ambos bandos conocen la verdad, pero sin que ninguno de ellos pueda descubrir el juego del enemigo en público, así pues las piezas empiezan a moverse sin que nada ocurra, salvo la confirmación del sentimiento que une a Rudolf y a la princesa Flavia, el mismo que crea la lucha interna en la mente del falso monarca, quien en todo momento se muestra como un hombre de honor, cuya conciencia no le permitiría hacer lo que otros harían en su lugar: apoderarse de todo y quedarse con la chica. Pero Rudolf no podría vivir con una traición semejante, por eso arriesga su vida para encontrar al verdadero rey, eso sí con la inestimable ayuda de Antoinette de Mauban (Mary Astor), una mujer enamorada que sí traiciona, porque antepone el amor a cualquier otro sentimiento.

Remordimiento (1932)



El nombre de
Ernst Lubitsch siempre estará asociado a la comedia sofisticada, sin embargo, el director de origen alemán rodó durante el periodo mudo varios dramas, aunque ninguno de ellos posee la sensibilidad reflexiva de este magnífico drama sonoro, el único que realizó en Hollywood, donde lo suyo fue abrir puertas a la elegancia, a la insinuación, a la ensoñación y al humor. Salvo la elegancia; el humor, la fantasía y la ironía desaparecen de Remordimiento (The Broken Lullaby, 1932) para dar paso a la sensibilidad y emotividad de las que Lubitsch hace gala a lo largo de esta cumbre del cine antibelicista, rodada apenas dos años después de Sin novedad en el frente (All Quiet in the West Front, Lewis Milestone, 1930) y Cuatro de infantería (Westfront 1918Georg Wilhelm Pabst, 1930), las primeras grandes obras antibelicistas del periodo sonoro. Pero, a diferencia de Milestone y PabstLubitsch apenas se detiene en las trincheras de la Gran Guerra (1914-1918) donde Chaplin satiriza el conflicto en su magistral Armas al hombro (Shoulder Arms!, 1918). El cineasta alemán no ríe, señala el drama y la inutilidad del acto bélico, que acarrea sufrimiento y pérdida a millones de anónimos de los bandos enfrentados, tanto quienes se declaran vencedores como a quienes dicen vencidos. Esta postura vendría a negar la existencia de ambos polos, pues unos y otros son marionetas de quienes deciden su suerte y víctimas en manos de un destino trágico cuyas consecuencias se individualizan en cinco personajes: el señor y la señora Holderlin (Lionel BarrymoreLouise Carter), su único hijo, que muere en las trincheras, en Elsa (Nancy Carroll), la desconsolada prometida, y en el soldado francés que lo mató, Paul Renard (Phillips Holmes), condenado de por vida a recordar la agonizante imagen de Walter Holderlin (Tom Douglas) durante aquella nefasta jornada en la que sus caminos se cruzaron en una guerra que no entendían ni querían. Ninguno de los dos hubiese deseado estar en las trincheras, pero allí estaban, en contra de su voluntad y siguiendo la de hombres que no se encontraban en el frente donde uno de ellos mataría al otro.


La carta que Paul encuentra entre las manos de Walter le muestra a un joven que no deseaba matar a los franceses, incluso sentía simpatía por ellos, pero sabía que nada podía hacer contra la barbarie que le rodeaba. Así pues, Paul no puede conciliar sus pensamientos, su conciencia le golpea una y otra vez, sin permitir que se borre aquella imagen que jamás podrá olvidar, sin embargo, lo que sí podría hacer, y con ello conseguir si no el perdón sí tranquilizar su alma, sería presentarse en la casa de los padres de Holderlin. Esta decisión presenta dos posibilidades: tener el valor para decir lo que se pretende o sucumbir ante la tristeza de un matrimonio que ha perdido lo más valioso de su existencia, su hijo. Por ese motivo, cuando el señor Holderlin descubre que Paul es francés, su reacción refleja odio, porque en su mente aún no ha comprendido que el culpable de la muerte de Walter no es el individuo que tiene frente a él, sino aquellos que permitieron la guerra y obligaron a los hijos de uno y otro bando a morir y a matar en una lucha que no les pertenecía. El tiempo que el francés pasa en el hogar de los Holderlin parece ayudar a los cuatro personajes principales, permitiendo que Elsa se vuelva a enamorar y pueda ser feliz, como le indicaba Walter en su última carta, hasta que Paul confiesa la mancha que ocupa su conciencia y que ocultará a los señores Holderlin para que puedan seguir disfrutando de una especie de segundo hijo, que les permite tener vivo el recuerdo del verdadero. No obstante, Paul es un extranjero dentro de un país que ha perdido la guerra, donde muchos habitantes han perdido a sus hijos o como en el caso de Schultz (
Lucien Littlefield) teme perder algo o alguien que desea (Elsa). Por ese motivo no duda en levantar sospechas hacia Paul o en rechazar al señor Holderlin por mostrarse amable con el joven francés, fomentando de este modo una especie de violencia silenciosa que desata el discurso del doctor Holderlin, quien expresará sin tapujos el mensaje de un film como Remordimiento, un canto a la paz y un no rotundo a la guerra.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Muro de tinieblas (1947)

Durante la década de 1940 las producciones de suspense o de intriga relacionadas con desequilibrios psíquicos como la amnesia o los trastornos de personalidad cobraron cierta importancia dentro del cine negro, Muro de tinieblas (High wall) sería un buen ejemplo de este tipo de cine psicológico, en el que el director Curtis Bernhardt presentó a un hombre acusado de un asesinato que no puede recordar; sin embargo, las evidencias y la imagen inicial que muestra a Steven Kenet (Robert Taylor) y a su esposa muerta (Dorothy Patrick), en el interior de un automóvil, parecen confirmar que es el autor de un crimen que ha admitido ante la policía. Steven Kenet sufre pérdidas de memoria y desorientaciones sensoriales, como consecuencia de un coagulo en el cerebro producido durante la guerra y que se ha vuelto a regenerar tras un accidente en Birmania. Steven conoce esa realidad, pero no sabe si es o no el responsable del homicidio, como tampoco sabe por qué habría de cometer semejante acto. Su trastorno emocional no pasa desapercibido para los doctores que han dictaminado su ingreso en el hospital psiquiátrico, donde es puesto bajo la supervisión de la doctora Ann Lorrison (Audrey Totter) y donde le proponen una nueva intervención que permitiría que sus dolores de cabeza y sus perdidas de memoria desapareciesen, pero también permitiría que fuese a juicio, lo cual significaría tener que enfrentarse con una realidad que desconoce y que prefiere seguir ignorando. No obstante, la muerte de su madre le obliga a replantearse su negativa, consciente de que no puede permitir que su hijo sea enviado a un centro de acogida estatal, porque sabe que allí carecería de todo lo necesario para crecer en unas condiciones óptimas. La preocupación por su hijo le convence para someterse a la operación, consciente de que si le declarasen acto podría acceder a su dinero y emplearlo en conseguir un buen colegio para Richard. A pesar del éxito de la intervención, Steven continúa sin recordar, cuestión que le proporciona una serenidad ficticia que se rompe con la aparición del extraño que pretende venderle información sobre el día del crimen. Desde ese instante, la esperanza de no ser el homicida crece hasta el punto de aceptar que la doctora Lorrison le suministre una droga para estimular sus recuerdos y, de este modo, acceder a la verdad que oculta su cerebro, al menos a parte de ella, que será mostrada mediante la utilización de un flash-back centrado en el encuentro con su esposa. Muro de tinieblas (High wall) se desarrolla entre el drama, el suspense y el cine negro, sin apenas alejarse del interior del centro psiquiátrico donde el protagonista se encuentra recluido, un espacio cerrado y oscuro del que sólo saldrá, en dos ocasiones a un exterior todavía más oscuro que su lugar de reposo, para regresar a la escena del crimen, un apartamento que ha recordado gracias a la droga suministrada por la doctora Lorrison. El descubrimiento de Steven le convence de su inocencia y le ofrece la tranquilidad necesaria para enfrentarse al futuro, sobre todo para enfrentarse a su hijo, si no ¿cómo le podría explicar que mató a su madre? Así pues, la certeza de su inocencia le permite confiar en aclarar los hechos, por eso pide ayuda a la doctora, a pesar de que ésta le diga que su certeza puede ser una acción defensiva desarrollada por su mente para alejarse de la realidad de los hechos. La postura científica que asume Lorrison sirve para mostrar el error en el que cae, asumiendo que todo cuanto Steven piensa y dice sobre su inocencia no es más que una maniobra inconsciente que le permite esquivar el enfrentamiento con su hijo y consigo mismo. De igual modo, cuando Whitcombe (Herbert Marshall), el jefe de su esposa, acude al centro psiquiátrico se demuestra que los demás doctores no tendrían en cuenta ni al paciente ni a los hechos que le rodean, pues se achaca su violenta reacción a la locura, sin plantearse ninguna otra opción. Por lo tanto este hombre desesperado se encuentra atrapado en callejón sin salida, del que tendrá salir para poder demostrar su inocencia y la culpabilidad del hombre que le ha preparado la trampa que le ha conducido a una celda de aislamiento desde donde nada puede hacer, salvo realizar un acto desesperado, porque él es un hombre desesperado.