miércoles, 27 de abril de 2011

Centauros del desierto (1956)


El título original, The Searchers, apunta con claridad el eje central de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), aquel que expone a los dos personajes principales a una búsqueda, no sólo la de las jóvenes secuestradas por los indios, sino la de su propia existencia. Para un buen número de aficionados al género, se trata de uno de los mejores western jamás filmados, pero, por encima de gustos y clasificaciones, estamos ante una espléndida película que profundiza en los comportamientos de los personajes y las ideas que rigen su mundo, un lugar lleno de racismo, odio, miedo y esperanza, que se muestra desde un western (género que permite una amplia gama de posibilidades) repleto de momentos de gran intensidad dramática que se entremezclan con el humor que Ford impregnó en casi todas sus producciones. Después de muchos años de ausencia, Ethan Edwards (John Wayne) regresa al hogar en el que nunca se ha encontrado a gusto (en algún momento de su pasado podría haber sido el suyo), quizá por ese profundo vacío que le imposibilita una existencia normal. Este hombre participó en una guerra que perdió, y tras la derrota deambuló sin rumbo durante largo tiempo, sin dar la menor señal de vida a sus familiares, hasta que un buen día se presenta ante ellos porque puede que su herida del pasado haya cicatrizado. ¿Cuál es esa herida que ha obligado a Ethan a actuar cómo lo ha hecho? A pesar de no decirlo con palabras, John Ford lo expresa con un par de maravillosos detalles que aclaran que Ethan está enamorado de Martha (Dorothy Jordan), la mujer de su hermano, del mismo modo que ella lo está de él. Ese amor les obligó a separarse, pero aún perdura en sus corazones, como también perdura en sus cerebros la imposibilidad de verlo consumado. Ford mostró este hecho mediante una secuencia en la que, a través de una puerta, el capitán-predicador (Ward Bond) observa a Martha cuando acaricia el capote de Ethan —con una ternura que indica sus sentimientos hacia el dueño de la prenda. De un modo más dramático el personaje interpretado por John Wayne desvela sus emociones cuando regresa de perseguir a un grupo de indios, y se encuentra con la casa consumida por las llamas. Ethan grita el nombre de la mujer que siempre ha querido, y con la que nunca ha podido mantener la relación que ambos deseaban. Este es el comienzo de uno de los mejores western de la historia y de una búsqueda que nunca termina, porque se trata de una quimera que Edwards desvía hacia la búsqueda y persecución del puñado de indios que han asesinado a su familia y secuestrado a la pequeña Debbie. Tanto Ethan como Martin (Jeffrey Hunter), el joven mestizo criado por Martha y su marido, abandonan sus vidas (ya no las tienen) y se enfrascan en un devenir por amplios parajes en busca de algo que no llega, sin embargo, no desesperan, tienen todo el tiempo del mundo, pero es un tiempo que les aleja de aquello que conocen y de las personas que han dejado atrás.


Laurie (Vera Miles), la muchacha que ansía el regreso de Martin, recibe noticias de los buscadores mediante una carta, que Ford muestra en una sucesión de imágenes narradas por el mestizo, única prueba de que continúan en el mundo del los vivos, y que sirve para comprender el paso del tiempo y los hechos que se han producido (uno de los mejores momentos del film que permite avanzar en la narración de un modo genial, sin fisuras y que entremezcla el pasado con el presente, mientras permite deslumbrar un posible futuro).
 Cuanto sucede se presencia desde dos visiones: la interna, a través de los marcos de las puertas, excelentes secuencias que ayudan a descubrir el mundo que se le niega al protagonista, un mundo hogareño, familiar y de amistad; y otra externa, el mundo donde mejor encaja Ethan: los espacios abiertos —con el Monument Valley,  testigo pétreo y arenoso, magistralmente fotografiado por Winton C. Hoch—, que presentan un lugar de odio, miedo, desesperación y frustración. La primera produce en Ethan una mayor sensación de soledad, se encierra en sí mismo y aparentemente le hace vivir en un constante odio que le impulsan a salir al espacio exterior, aquel donde puede disimular su dolor. El rechazo inicial de Ethan hacia Martin (aparentemente un comportamiento racista) no tiene que ver con el color de su piel, sino con el deseo del veterano soldado de no entablar una relación que sabe imposible, pues él no puede crear vínculos, cuando lo hizo en el pasado tuvo que abandonarlos, cuestión que causó el dolor que aún habita en su alma. El espacio exterior se convierte en el escenario por donde Ethan deambula su tortuosa existencia en compañía de un joven que se aferra a la esperanza de encontrar a quien considera su hermana y devolverla al lugar que le corresponde, pero para Martin dicho escenario se convierte en el lugar donde nace su obsesión por vigilar a un hombre aparentemente atormentado, violento y sediento de venganza. Y por todo esto y mucho más, Centauros del desierto es una lección de narrativa cinematográfica en la que nada queda al azar, sino que cada parte son piezas de un rompecabezas perfecto que la convierten en un referente dentro de la cinematografía mundial.


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