viernes, 20 de mayo de 2011

Breve encuentro (1945)


Una estación, su cafetería, la charla entre la dueña del local y el jefe de vías, quizá coqueteen, sin malicia o con intención. Una mesa en una de las esquinas, una pareja, hombre y mujer, susurra sin hablar. La cámara apenas les presta atención, hasta que los sorprende con la llegada de una charlatana que interrumpe la intimidad de un instante que solo les pertenece a ellos. Laura (Celia Johnson) y Alec (Trevor Howard), así se llaman, ahora sufren la invasión que pone punto y final a su despedida, a su breve encuentro, clandestino, fugaz, anónimo. La mano masculina posa múltiples emociones sobre el hombro femenino. Es un suspiro, quizá dos segundos en el tiempo, pero contiene mucho más que un silencioso adiós que durará para siempre. Quizá algún día desaparezca la mirada triste y angustiada que se fija en la puerta por donde el cuerpo del ser amando acaba de salir, hacia un tren que parte y que ya no será el mismo el próximo jueves, ni el siguiente, ni ningún otro. La mente de Laura sufre y sueña con la posibilidad de un último encuentro, una aparición de última hora que, durante un segundo, cruce sus miradas y les devuelva la cercanía, antes de distanciarlos para siempre.


La voz de la protagonista de Breve encuentro (Brief Encounter, 1945) y los planos de David Lean nos adentran en la subjetividad de esa mujer afligida, que ya sufre la ausencia en ese mismo instante durante el cual no escucha las palabras vacías de su compañía, que no calla y que nada sabe de su pesar, ni de sus ilusiones rotas, ni de la culpabilidad que la acompaña de regreso al hogar, a la cotidianidad que comparte con el hombre frente a quien, como cada atardecer, se sienta mientras aquel resuelve sus crucigramas, a la espera de subir a un dormitorio de camas separadas y vacías de pasión. Tampoco nosotros lo sabemos en ese instante. Somos como Fred, el marido, pero, a diferencia de este, tenemos acceso al pensamiento de la señora Jensson, la misma
 Laura que ha regresado tras haber comprendido y aceptado su derrota, la de que no volverá a verle y que su existencia será igual jueves, lunes o viernes. Ella siente la necesidad de confesar sus sentimientos y, mediante la confesión que nunca llega a pronunciar en voz alta, cuenta a Fred cómo se gestó su amor imposible con el desconocido a quien conoció pocas semanas atrás.
Nació sin previo aviso, sin que ninguno sospechase que algo así les pudiese suceder y pudiese trastocar sus vidas de adultos de mediana edad, casados y con hijos; aparentemente felices en la insatisfacción que silencian, y posiblemente condenados a una existencia programada de la que no pueden o no se atreven a escapar, salvo en los breves encuentros de sus jueves.


El amor clandestino, culpable y liberador, florece en la ilusión que comparten en la estación o en sus cortos paseos. Ahora están llenos de felicidad y de culpa; sencillamente, se llenan de vida al fantasear y sentir emociones olvidadas en su juventud, o nunca experimentadas. Al tiempo, resulta una sensación efímera y eterna, una que los acerca y los distancia; como los trenes a los que suben y viajan en sentidos opuestos. Las máquinas y los vagones se rozan en esa estación donde ellos se encuentran y se despiden, donde ambos comparten la fantasía que nunca llegarán a consumar, ni a darle continuidad más allá de sus citas furtivas en instantes robados a su cotidianidad. Las dudas que se plantean y que les dicen que no acudan a un próximo encuentro no impiden que siempre se presenten, aunque acompañados del engaño y la mentira que aparecen en sus vidas cotidianas (mostrada la de ella, supuesta la de él) y el convencimiento de que comparten un imposible fruto del azar que interviene en forma de minúscula arenilla que se cuela en un ojo. Fue la causa de su primer encuentro, aquel primer jueves que parecía igual a tantos otros en los que ella acudía al cine y él al hospital, donde sustituía a su amigo Stephen Lynn, el hombre que le prestó su automóvil y las llaves de su apartamento, aunque sin saber que allí, en su piso, antes de su precipitado regreso, Laura y Alec se acercaban sin poder hacerlo.


El Lean de
Breve encuentro narra con sensibilidad, pero sin sensiblerías, narra con maestría la tristeza y la ilusión, el recuerdo y el presente, pero no solo expone la historia de un amor, sino de vidas corrientes, la de individuos como Laura, Alec, Fred, los empleados de la estación o Madelaine, a quien nunca veremos en la pantalla. Es la historia de matrimonios y familias de clase media, de cómo asumen y viven su día a día sin que nada altere la rutina, hasta que el destino introduce breves encuentros como el de la pareja protagonista. En ese instante sus vida anteriores no desaparecen, los acompañan, es la culpabilidad de sentir que engañan, de la infidelidad que desean, pero que temen; de ahí que quiera y no quieran volver a verse, que no puedan dejar de verse ni de sentir emociones enfrentadas. La infidelidad física no se consuma en el apartamento y la posibilidad de prolongar su amor se esfuma sin remedio en esa misma estación que les ofreció su encuentro y donde Lean muestra la imposibilidad en los dos trenes que viajan opuestos y se alejan, en el beso robado en el túnel donde el temor a ser descubiertos es real; y en esa mano que se despide y que dice adiós mi amor, nunca olvidaré nuestros breves encuentros. Lamento que este no pueda continuar...

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