miércoles, 11 de mayo de 2011

El hombre que pudo reinar (1975)


Años antes de poder llevar a cabo El hombre que pudo reinar (The Man Who Would Be King, 1975), el relato homónimo (en su idioma original) de Rudyard Kipling había servido de inspiración argumental para que John Huston realizase un primer esbozo de una película que nunca parecía encontrar su momento para ser rodada. Sin embargo, en 1975, el cineasta estadounidense pudo, por fin, materializar aquella idea pretérita y dar forma a una de las grandes aventuras e ilusiones cinematográficas de la historia del cine. Aunque, más allá de la aventura narrada con mano maestra por Huston, El hombre que pudo reinar brilla en la ensoñación del iluso, en el deseo que pone en marcha la conquista del sueño, en la fugacidad del momento y en el sentimiento que da vida, sentido y grandeza a sus protagonistas, aquel inquebrantable que les une en la amistad que priorizan sobre las conquistas y la gloria que pretenden cuando, ante Kipling (Christopher Plummer), se comprometen a ser reyes. Tras años de sacrificios en los campos de batalla donde engrandecieron a la corona británica y antes de asumir una decisión que marcará sus destinos, los picaros interpretados por Sean Connery y Michael Caine se preguntan por qué no conquistar un reino para ellos, si han conquistado para otros.


Si al guion firmado por Huston y Gladys Hill, uno de los más queridos por el realizador, a la destacada fotografía de espacios abiertos de Oswald Morris, al logrado diseño de producción a cargo de Alexandre Trauner y a la magnífica partitura compuesta por Maurice Jarre, se le suma la puesta en escena del cineasta y, sobre todo, la química que desprenden las actuaciones de Sean Connery y Michael Caine, el resultado es este irrepetible caminar hacia el sueño —<<el camino es al mismo tiempo el destino>>, escribió Schiller en referencia a la razón sin límites, que sustituyo por la ilusión ilimitada que mueve a la pareja de buscavidas— que se desarrolla entre la comicidad, la complicidad y la complementariedad que surgen de los personajes a quienes inmortalizaron Caine y Connery. Pero ni el uno ni el otro fueron las primeras opciones de Huston, que había pensado en Paul Newman y Robert Redford como protagonistas, aunque años antes, cuando empezó a barajar la posibilidad de llevar el relato a la pantalla, su idea era la de contar con Clark Gable y Humphrey Bogart para los papeles principales. Pero Newman, consciente de que la historia ganaría al contar con interpretes británicos, rechazó un guion que le había entusiasmado y le dijo al responsable de El tesoro de Sierra Madre <<¡Por el amor de Dios, John, consigue a Connery y Caine!>> (A libro abiertoJohn Huston). Sus Dabiel Dravot y Peachy Carnehan resultaron, más que convincentes, inolvidables en su faceta de granujas ex-militares, masones y buscavidas que han decidido reinar en un lejano país habitado por distintos pueblos en constantes luchas internas. Son estas continuas contiendas las que les ofrecen la oportunidad para hacerse ricos, que es la finalidad del viaje que emprenden después de firmar un contrato que Kipling observa como testigo. En dicho documento se comprometen a no probar alcohol ni a mantener relaciones con mujeres mientras no alcancen su objetivo, que se inicia desde la ilusión que les ayudará a superar las trabas tanto humanas como topográficas.


El entorno geográfico juega un papel fundamental en el desarrollo de la trama, pero no tanto como los diálogos entre Danny y Peachy o sus conductas, que muestran sus personalidades desenfadadas, la locura visionaria que les impulsa y esa eterna amistad que se ha gestado a lo largo de los años y de los peligros compartidos. Estos dos personajes son un dúo de pícaros perdedores que, como otros similares que deambulan por el universo fílmico del cineasta, alcanzan el sueño que persiguen, pero que también les arrastra hacia su inevitable destino. Su llegada al país les descubre la distancia (no física) que existe entre el mundo que han dejado atrás y el mundo en el que pretenden enriquecerse, diferencias culturales y sociales insalvables, pese al esfuerzo de Danny por limarlas y acercarlas a lo que el considera una justicia más civilizada. Peachy es consciente de que nada de lo que haga su amigo cambiará la situación, por lo tanto, lo mejor que pueden hacer es marcharse con lo que han conseguido (el dinero era su meta) y regresar. Sin embargo, Danny se ha dejado seducir por la idea de gobernar a unos súbditos que le veneran como a un Dios, incluso él mismo empieza a creerse una divinidad por ello pierde la noción de la realidad y se deja atrapar por la sensación de grandeza que lo domina. Su sueño se ha cumplido, pero ¿a qué precio? ¿Ha valido la pena? Sí, porque la amistad perdura más allá de El hombre que pudo reinar, una obra maestra que modernizó el género de aventuras al dejar atrás héroes planos e inverosímiles y a villanos en quienes resultaba imposible encontrar profundidad, porque uno de sus grandes aciertos residió en conferir madurez y sinceridad al relato y a unos personajes humanos, llenos de contradicciones, aunque nunca sobre el sentimiento de amistad que les une y del que fluye la desbordante vitalidad de este título capital de un director que nos regaló a dos seres que se aprecian más allá del sueño de grandeza que quizá los derrote, pero que nunca logra separarlos.

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