lunes, 30 de mayo de 2011

La mujer pirata (1951)



A la hora de contar una historia, la perspectiva escogida es vital para establecer la imagen que se desea proyectar del ambiente y de los personajes, de héroes y villanos o de la ausencia de ambos. Y en los films hollywoodienses de piratas se decidió, por motivos evidentes, proyectar que los bucaneros y corsarios ingleses fuesen los buenos de la función. Por cuestiones culturales, idioma y “parentesco” entre ingleses y estadounidenses de ascendencia anglosajona, e intereses comerciales, en las aventuras marinas, los piratas, oficiales y gobernantes de origen asiático o mediterráneo, romano y católico, es decir, españoles y franceses, no podían más que aspirar a ejercer de comparsas o de villanos en estas entretenidas producciones marinas, como tampoco la mujer solía asumir el rol principal de brava pirata, aunque en la historia ya hubiesen asomado las Grace O’Malley, Anne Bonny, Mary Read o la pirata china Zheng Shi. El cine hollywoodiense de la época solo veía factible, desde el punto de vista del espectáculo y de la taquilla, conceder la piratería heroica al hombre anglosajón protestante. Pero Jacques Tourneur 
rompe con los tópicos al conceder el protagonismo de La mujer pirata (Anne of the Indies, 1951) a Anne Providence (Jean Parker), una capitana aguerrida que domina los mares sin compasión y puño de hierro, y al francés (Louis Jourdan) que despierta la sexualidad y el deseo de la forajida, a quien enamora y engaña.


Narrador cinematográfico nato, quizá porque creció y vivió siempre en contacto con el cine
 —su padre, Maurice Tourneur, fue un prestigioso pionero del celuloide—Tourneur desarrolla a la perfección la trama y los personajes, que son mucho más de lo que aparentan, como Barbanegra (Thomas Gomez) o Anne, que dan vida, pasión y alma a esta magnífica película que, aparte de trepidante, es una aventura oscura, moderna y renovadora del subgénero, que prescinde de héroes y de heroínas, así como tampoco existe un villano al uso, y concede su protagonismo a una mujer de fuerte carácter que, alumna aventajada del famoso Barbanegra, se impone y se maneja a la perfección en un mundo masculino, sucio, traicionero, cruel y acotado a figuras heroicas femeninas, excepto aquellas que, como Anne, reniegan del lugar que les imponen. Esto era algo inusual en la época, en la que los papeles de las actrices se acercaban más al que en este largometraje interpreta Debra Paget, actriz que dio vida al único personaje que no presenta zonas grises ni la ambigüedad moral del resto, condicionados por la piratería o por los entresijos de la política, ni vive el desencanto del doctor 
(Herbert Marshall).


Sin prejuicios, minimizando tópicos que pudiesen restar al conflicto que le interesa, 
Tourneur aborda el tema del despertar sexual de la heroína desde situaciones de tensión y engaño que se funden perfectamente con el ritmo narrativo de una película que, al tiempo que busca entretener, se adentra en la psicología de Providence, la mujer pirata, terrible y temida, que despierta al amor, a los celos y a la posterior desilusión de saberse traicionada por el hombre a quien, en su despertar sentimental, se ha entregado. Sus hombres la respetan y la siguen. Es uno de ellos, es el mejor de ellos. Su embarcación, El reina de Saba, parece construida a su imagen, segura de sí y de ágiles movimientos —la antítesis del barco de Barbanegra, más pesado y de mayor volumen y número de cañones—, siempre dispuesta a la pelea, a imponerse con la espada o capitaneando su nave: ataca al buque inglés sin que le tiemble el pulso y, sin dudar, arroja al mar a toda la tripulación; haciendo patente su odio hacia los ingleses. Únicamente perdona la vida de un hombre encadenado, le deja vivir porque es francés y puede serle de utilidad, pero no tarda en sentir contrariedad: atracción y desconfianza. El nuevo le gusta, pero también sospecha que le oculta algo y, para conocer su secreto, no duda en emplear la brutalidad, quizá también castigando ese despertar que le hace sentir vulnerable. Providence descubre que necesita a Pierre, pero no solo como socio en la búsqueda de un tesoro, sino como hombre, el primero que le ha hecho sentir así. En ella, se enfrentan dos mujeres: la aguerrida y despiadada, formada en un medio violento y masculino, y la que despierta al amor. Son dos partes de un mismo yo en conflicto, de una naturaleza condicionada y refrenada por el entorno y desatada por la pasión que caracteriza su personalidad; son dos rostros que deben reconocerse como uno solo. Y en este punto la figura del doctor y la de Molly cobran mayor importancia.


El doctor asume una función de conciencia, que la pirata no puede permitirse, mientras que Molly refleja la contradicción que habita en Providence, que siente y no siente como mujer. Viste, piensa y se comporta como un hombre, así le habría enseñado Barbanegra y así debe ser para ganarse el respeto y mandar sobre una tripulación de piratas sin escrúpulos. Sin embargo, la aparición de Pierre marca un nuevo rumbo existencial y decisiones que chocan con su anterior imagen. Sin apenas ser consciente o sin querer reconocer el cambio, se siente mujer, desea probarse bonitos trajes y encontrarse guapa. Vive la ilusión del amor, la idea de ser correspondida. El cambio se ha producido y Providence ya no siente como la pirata que odia, sino como mujer enamorada y pasional y, como tal, ama locamente y se entrega sin reservas, como desvela que se enfrente a su temible y paternal mentor, para salvar la vida del amante a quien, en su intención protectora, Barbanegra acusa de mentiroso traidor.



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