lunes, 27 de junio de 2011

39 escalones (1935)


La popularidad de su etapa hollywoodiense ensombrece las obras inglesas de Hitchcock, pero estas no desmerecen respecto a las estadounidenses y, películas como 39 escalones (The 39 Steps, 1935), nada tienen que envidiar a los producciones norteamericanas, puesto que no se pueden comparar, ya que una y otra etapa forman parte de un mismo proceso evolutivo. El encanto de 39 escalones resalta en todo momento, el humor inglés salpica por todas partes, quizá no tan evidente como en Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938), del mismo modo que lo hace la imagen que, quien mira o escucha, desea creer. No considero exagerado escribir que se trata de la película británica más dinámica de Hitchcock, la que reúne y equilibra su apuesta por el movimiento, la que agiliza mejor que ninguna la carrera contrarreloj de su protagonista, del falso culpable perseguido y condenado a valerse de recursos propios para escapar de la policía y de la organización que amenaza su vida. De este modo, se encuentra solo, sin apenas más ayuda que la de una granjera (Peggy Ashcroft), condenada a ser víctima de la hipocresía y violencia de su marido (John Laurie), o, más adelante, la de Pamela (Madeleine Carroll), la "rubia hitchcockiana" que primero le denuncia en el tren y después se unirá a él, gracias a unas esposas y a una mentira, entre tantas otras mentiras que se hacen pasar por verdades.


Hay varias escenas en 39 escalones
que apuntan uno de los temas recurrentes de Alfred Hitchcock y, por supuesto, señalan cuál es el eje principal de la película. Por ejemplo y no escogida al azar, una de apariencia humorística e intranscendente -aunque conviene no olvidar que en su cine "apariencia" adquiere significado-, el encuentro en el rellano del portal de la vivienda de Richard Hannay (Robert Donat) entre este y el lechero (Frederick Piper). En ese momento, Hannay precisa ayuda para salir del edificio sin llamar la atención y le cuenta su problema al repartidor, para que le ceda su bata y su gorra y, así, poder despistar a los dos hombres que acechan en el exterior. El protagonista dice la verdad, que unos espías han matado a una mujer y ahora sospecha que quieren hacer lo mismo con él, pero su oyente asume ser objeto de burla y solo cuando Hannay le miente -comenta que tiene un idilio con una mujer casada y su marido aguarda fuera-, el lechero concede veracidad a lo que escucha, incluso desea reconocerse en lo que escucha, pues tampoco vería con malos ojos una hipotética y propia aventura extraconyugal. Esto es puro Hitchcock: jugar con la imagen, pervertirla, y hacer que la verdad pase por mentira y la mentira por verdad. Dicho intercambio, constante a lo largo de la película, define parte del cine de espionaje que el cineasta británico evolucionaría en Sabotaje (Saboteur, 1942) o Con la muerte en los talones (North by Nortwest, 1958), donde su maestría, para combinar acción, tensión y humor, alcanza su máxima expresión cinematográfica. Los tres films nombrados comparten dinamismo y entretenimiento, repletos de comicidad y de movimiento, son recitales de suspense, de ironía y diversión en los que Alfred Hitchcock convierte a sus protagonistas en falsos culpables y les obliga a deambular de aquí para allá superando las distintas trabas que les salen al paso. A Hannay se le presentan tras su encuentro fortuito con Anabella (Lucy Mannheim), una desconocida a quien inicialmente tampoco él concede crédito -ella le confiesa que es una agente y que alguien la persigue-, porque la verdad parece más increíble que cualquier mentira o, sencillamente, porque cada uno cree lo que desea creer o se aferra a la imagen que se proyecta a simple vista. Ambos coinciden durante la actuación de Mister Memory (Wylie Watson), un artista que retiene en su mente todo cuanto oye, lee u observa. En ese instante, los presentes se dejan llevar por la curiosidad y el humor que les despierta el hombre-memoria, pero el espectáculo se ve interrumpido por varios disparos realizados por esa mujer que necesita escapar de sus perseguidores, puesto que se sabe en peligro y debe ocultarse hasta que pueda contactar con el agente que se encuentra en Escocia. Esta introducción (que se inicia en el teatro y se prolonga en el apartamento del protagonista) concluye con el asesinato de la chica y el nacimiento del falso culpable, que no es otro que Hannay. Acorralado, sin más opción que huir, toma el tren -medio de transporte muy hitchcockiano- que le lleva a tierras escocesas donde pretende contactar con el enlace, para advertirle de la presencia de la organización 39 escalones, los espías que intentan sacar del país el secreto militar que el realizador emplea como macguffin. La odisea de Hannay por Gran Bretaña permite a Alfred Hitchcock poner en marcha su talento para conducir al público hacia donde quiere, introduciendo aspectos que reaparecerán en viajes posteriores como el Barry Keane en Sabotaje o el de Thornhill en Con la muerte en los talones, sobre todo en la manera en la que los protagonistas enfocan su situación límite, de la que saldrán empleando desenfado, ingenio e ironía.

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