lunes, 20 de junio de 2011

Con la muerte en los talones (1959)



Siempre habrá aspectos que me pasen desapercibidos y otros que interprete sin que estén ahí, o sin ser consciente de que algo escapa a mi comprensión, pero aún así veo en Vértigo (1958) la obra maestra hitchcockiana de las sombras, de la obsesión, de la culpabilidad, de los deseos reprimidos, de huir de la muerte, de congelar el tiempo, de revivir momentos desaparecidos e incluso aquellos nunca vividos. Por contra, disfruto Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) como la obra maestra hitchcockiana de la luz, de la liberación que pide "vivir el momento", de romper con la monotonía y correr hacia la fantasía de ser un héroe, hacia la plenitud y hacia la transformación de alguien gris en un ideal, metamorfosis que se confirma en las alturas del Rushmore después del deambular de Roger Thornhill (Cary Grant) por la desorientación, no ya aquella que implica la intriga en la que involuntariamente se ve envuelto, sino la que conlleva su búsqueda de la identidad que le permita ser quien siempre ha deseado ser. Si observo ambas películas en conjunto o por separado, expresan a la perfección la maestría de 
Alfred Hitchcock a la hora de ofrecer realidades más allá del suspense, de la intriga o del innegable entretenimiento que siempre propone.


Hitchcock ofrece complejos y deseos, apariencias y carencias, culpas, ambiciones, represiones y liberaciones, ofrece la entrada a un mundo de emociones e intenciones que viven detrás de las imágenes. Este mundo de múltiples rostros puede resumirse en los dos protagonistas de las películas citadas, ya que ambos son opuestos y complementarios, y de unirse en un solo cuerpo y mente probablemente se obtendría la visión hitchcockiana del individuo que sueña su reflejo imposible. Por un lado encontramos en el detective interpretado por James Stewart al hombre frustrado por deseos inalcanzables, por su imposibilidad de dar marcha atrás a la manija del tiempo o por su incapacidad de evitar sentir el vacío existencial en el que vive atrapado. Por tanto, este hombre se ve anclado en un tiempo indefinido sin poder caminar hacia parte alguna, de ahí que por momentos el ritmo de Vértigo parezca congelarse o suspenderse; mientras que el de Con la muerte en los talones la sensación de fluidez y movimiento se dispara aunque se presente una situación en la que los minutos caen como losas para su protagonista. Thornhill-Grant no pretende recuperar nada de su pasado, ni quiere retener nada de su presente, por lo tanto no padece el vértigo que caracteriza a Stewart, que no puede avanzar porque teme a la vida y siente curiosidad por la muerte, no ve más allá de las sombras y teme perder la posibilidad de lo que ha acariciado, por eso intenta superar su miedo reviviendo a la fallecida, u obsesionándose con la posibilidad de que ella esté viva. La cara opuesta, Thornhill-Grant-Kaplan, no teme las alturas, puesto que en ellas se encuentra su premio, la ilusión de renacer como otro, de dejar de ser el hombre corriente que es al inicio de su odisea, de la búsqueda de un yo alternativo y más atractivo al que Stewart nunca tendrá acceso. Para ello, Thornhill acepta su aventura y la espera en movimiento, se convierte en falso culpable y se cachondea durante las intrigas que lo señalan como el superespía Kaplan. De tal manera, se ve inmerso en una trama que no comprende y que pone en peligro su vida, hasta entonces anodina y marcada por su dependencia materna, pero nunca da la sensación de que el desorden que se presenta sea negativo. Más bien, el publicista, profesión que conlleva inventiva y quizá engaño, acepta lo inusual con humor irónico: le gusta ser confundido con el tal Kaplan porque le permite ser otro, aunque ¿quien es ese otro? La pregunta es la búsqueda, su recorrido desde Nueva York al monte Rushmore, en Dakota del Sur, a las aturas presidenciales, la serie de situaciones que le hacen sospechar la inexistencia del misterioso agente con quien le confunden, una inexistencia que le ofrece la oportunidad de crear su existencia. Pues ¿Thornhill existe o espera a la espera de existir? ¿Espera encontrar al desconocido, y que este le explique y le libre de pagar por un crimen que no ha cometido en la sede de las Naciones Unidas, o es un desconocido para sí mismo que va recomponiendo el rompecabezas que le confirmará su nueva identidad? Quizá las respuestas sean su menor problema, lo importante es vivir el momento, escapar de la policía que le persigue y sobrevivir al acoso mortal de Vandamm (James Mason) y sus secuaces.


Durante la espera más movida de la historia del cine se desarrollan escenas memorables que cualquiera reconoce al instante: la larga estancia en el arcén de una carretera solitaria que se pierde en el horizonte, aunque allí se encuentra con un hombre que podría ser el escurridizo Kaplan, pero que solo es un anónimo que aguarda el autobús y que observa como una avioneta fumiga allí donde no hay cosechas; sospechoso, ¿no? Thornhill se vuelve, mira hacia donde ha señalado el desconocido y descubre un objeto lejano que poco a poco se acerca. Ahora está solo, el autobús se ha ido, y la avioneta se aproxima. Duda, teme y finalmente comprende que ha de correr si quiere salvar su vida -la que todavía no le satisface, pero que empieza a deparar la satisfacción de sentirse vivo, pues no hay mayor deseo de vida que cuando esta se encuentra amenazada-. La genial escena resulta una de las grandes cimas cinematográficas, no obstante, Con la muerte en los talones está plagada de esperas memorables. Sin ir más lejos, la actuación del protagonista durante la subasta de cuadros. No encuentra salida, su única oportunidad se basa en una serie de intervenciones impertinentes que llamen la atención de los presentes, para que estos llamen a la policía de la que huye, pero que en ese instante podría salvarlo de los hombres que le acechan. Esta otra magistral escena desprende humor, ingenio y burla, y es acorde con el desenfado que caracteriza al personaje, cuya actitud convierte al film en uno de los menos asfixiantes de la etapa estadounidense de 
Alfred Hitchcock.


Con la muerte en los talones
 evoluciona y mejora la espléndida lección de fluidez narrativa que ya de por sí es Los 39 escalones. Estamos ante cine de su autor en estado puro, ante una muestra suprema del falso culpable, aunque este asume una perspectiva menos angustiosa que otros inocentes hitchcockianos. Su fatalidad deja de serlo, y adquiere la jovialidad de quien vive su liberación, y así parece confirmarlo la irónica postura del héroe ante el desastre que se cierne sobre él, una postura que nunca muestra miedo al peligro, quizá porque se trata de un hombre que no ha existido hasta ese instante, un hombre que avanza esperando a conocer su identidad, y no la del espía a quien no encuentra en la habitación de hotel donde descubre que se trata de alguien más bajo que él y con caspa en los trajes. Su espera también se desarrolla en un tren -medio de transporte que reaparece el la obra del británico- donde conoce a Eva Kendall (Eva Marie Saint), la heroína rubia que no es quien aparenta ser, pero ¿quién puede serlo en manos del genial cineasta británico? Con la muerte en los talones es una lección magistral del uso de la acción como parte de la trama, pero sobre todo es la muestra definitiva de la capacidad cinematográfica de Hitchcock para jugar con las falsas apariencias, lo hace como ningún otro cineasta, con el tiempo, con la acción, con el humor y la intriga. Su propuesta no concede ni un minuto de respiro, ni a nosotros ni a su héroe, que inicialmente acepta su nueva condición a la fuerza y, ya avanzado el metraje, se deja atrapar por ella; la desea, quizá porque su peligroso viaje de norte a noroeste le permite vivir una situación atípica que lo aleja de la sombra de su madre, de su vida gris, lo acerca a su trepidante espera en movimiento.

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