martes, 14 de junio de 2011

Delitos y faltas (1989)



Un genial Woody Allen realiza en Delitos y faltas 
(Crimes and misdemeanors, 1989) una de sus películas más oscuras, debido a que en ella prevalece la idea de la culpabilidad, las diferencias y similitudes entre las personas (en este caso, centrada en dos parejas de hermanos y su entorno aburguesado), las relaciones insatisfechas, las elecciones morales que definen al ser humano, así como otras constantes, que se muestran desde una perspectiva más negra que en anteriores films del realizador neoyorquino, pero no por ello dejar de ser divertida. En Delitos y faltas narra varias historias paralelas, entre las que destacan la de Judah (Martin Landau) y la de Clifford Stern (Woody Allen), que se van relevando hasta que, finalmente, los personajes coinciden en una celebración. Judah, es un hombre marcado, sin él saberlo, por una educación religiosa de la que se cree liberado, pero que, sin embargo, resurge cuando comete un acto que le llena de culpabilidad y de remordimientos. Este crimen, realizado mediante la intervención de su hermano, Jack (Jerry Orbach), le consume. Teme ser descubierto, observado, y posiblemente, castigado. ¿El crimen se paga? ¿existe una justicia suprema que nos observa? Por momentos, siente la tentación, prácticamente la necesidad, de confesar su fechoría. Situación que resulta chocante si se compara con su comportamiento días atrás, cuando no se atrevía a confesar su infidelidad con Dolores (Anjelica Huston), algo que ni siquiera se considera delito. ¿Qué moralidad rige a un personaje que no se plantea exponer a Miriam (Claire Bloom), su esposa, su relación extra-marital y sí su implicación en un delito de sangre, que ha perpetrado para ocultar un escarceo amoroso ajeno al matrimonio?. Tras un tiempo marcado por la desesperación, no por lo que ha hecho sino por las posibles e indeseadas consecuencias, descubre que nada ha cambiado, incluso, su vida mejora. Se sabe a salvo, no hay castigo para su crimen y con ello su existencia retoma su cauce habitual. ¿Quién puede observarle? Acaso, si el ojo divino le estuviese mirando, ¿no sería castigado por su infamia? Por su parte, Clifford Stern es un soñador, una persona que para evadirse de su rutina y de sus problemas acude al cine, donde observa clásicos que le permiten pasar un rato ajeno a sus pensamientos y fracasos. Su matrimonio no funciona, su mujer y uno de sus cuñados, Lester (Alan Alda), le juzgan como un fracasado. Este ambicioso hermano político, a quien Cliff no aguanta, le ofrece la oportunidad de realizar un programa sobre su éxito, trabajo que Clifford acepta a regañadientes, porque necesita el dinero. Sin embargo, gracias a esta ingrata labor (simpática para el espectador), conoce a Halley (Mia Farrow), una mujer, tímida, inteligente y de gustos similares a los suyos, que le devuelve la ilusión y de la que se enamora, pero que parece estar y no estar a su alcance (bien porque estar casado no le permite dar el paso definitivo o bien porque ella no sabe muy bien lo que desea). "En la vida es muy difícil compaginar el corazón con la cabeza" le dice Clifford a su sobrina, tras salir del cine. De este modo se comprende que es un ser sensible, que no encuentra su lugar dentro del mundo en el que se mueve. Aborrece la prepotencia, encarnada en su cuñado (un personaje que se siente superior e irresistible, porque ha triunfado produciendo programas que para Clifford resultan auténticos bodrios). Admira la profundidad y la intelectualidad, representada en el profesor que protagoniza el documental que pretende extrenar algún día. Cuando el sabio se suicida, Cliff no comprende el por qué, ya que se trataba de un hombre que amaba la vida y que había pasado por crudas experiencias de las que había salido airoso. Acertadamente, Halley le dice: "Por muy elaborada que resulte la filosofía de uno, al final resulta incompleta".

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