viernes, 3 de junio de 2011

El último (1924)


Cuando se habla de evolución cinematográfica resulta imposible no hacerlo de Friedrich W. Murnau, cuya visión artística iba un paso por delante que la mostrada por la mayoría de sus colegas de profesión. Para corroborar lo dicho, solo hace falta comprender la situación del medio cinematográfico antes del rodaje y estreno de El último (Der letzte mann, 1924). Por aquel entonces predominaban los planos estáticos, los rótulos y una puesta en escena, en mayor o menor medida, teatral, pero, gracias a esta mítica producción, el cine experimentó una revolución que transformaría su lenguaje para siempre, perfeccionando la narrativa visual y desarrollando técnicas que conferían libertad a la cámara. Sus desplazamientos, sus panorámicas, las desproporciones, que generan la atmósfera opresiva, angustiosa y pesimista que envuelve al protagonista, o los travellings subjetivos, que ofrecían la sensación de acercamiento-alejamiento de objetos, de emociones y de personajes, modernizaban el medio artístico. La cámara de Karl Freund y Murnau parece cobrar vida propia para seguir los sonidos que no se escuchan, los instintos y las pasiones o los desplazamientos de los actores y actrices, de tal manera que, al tiempo que alteraba las proporciones, eliminaba estática anterior a la gestación de esta incontestable obra maestra escrita por Carl Mayer, otro de los nombres fundamentales en la evolución del expresionismo hacia un tipo de cine más realista, psicológico e intimista (kammerspielfilm), surgido de aquel en el que predominaban la irrealidad y la temática fantástica.


En El último 
se descubre a un hombre maduro, a punto de entrar en la vejez, que ve como su vida sufre un cambio inesperado e indeseado cuando lo degradan en el hotel donde trabaja. Esta alteración del orden quiebra su entereza y su perspectiva vital, porque pasa de lucir su uniforme de portero, que le confiere la sensación de prestigio entre los suyos y de cercanía con la clase alta que se aloja en el recinto, a convertirse en mozo del cuarto de aseo, ocupación que le genera confusión, tristeza y amargura. Este hombre, antaño orgulloso de su imagen y de su importancia, se encuentra en la actualidad en el escalafón más bajo de una cadena ya de por sí baja, realidad desde la que observa un entorno de glamour fuera de su alcance, pues se siente el último y, como tal, se le niega el acceso al lugar idealizado, aunque también al espacio real donde había sido admirado por vecinos y familiares hasta que estos descubren que ha sido degradado. Triste, hundido y derrotado, su vida carece de sentido, asume que su edad le impide encontrar una nueva ocupación que le devuelva el respeto del que fue despojado al serlo también de los galones y de la tela que lucía orgulloso. Su decepción existencial le impide luchar, de modo que no encuentra más alternativa que resignarse y aceptar su amargo presente entre dos mundos donde no se le acepta. A pesar del riesgo que conllevaba, Murnau y Mayer expusieron esta historia sin intertítulos explicativos, firmes en su creencia de que los rótulos interrumpían la fluidez de las imágenes, que podían y debían hablar por sí solas, algo que el guionista y el cineasta rumano Lupu Pick ya habían conseguido en El raíl (Scherben; 1921) y Sylvester (1923). De tal manera, a lo largo de la película solo se inserta una carta, en la que se lee que el personaje interpretado por Emil Jannings ha sido relevado de sus funciones, momento que genera su ostracismo y la pesadumbre de verse despojado de su identidad, y no será hasta la parte final del metraje cuando aparece en pantalla el único título explicativo, aquel que confiere un sentido irreal y feliz a una conclusión imposible que no cuadra con el resto de una película que, por derecho propio, marcó un antes y un después en la Historia del Cine.





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