sábado, 25 de junio de 2011

Sombrero de copa (1935)


La irrealidad, la fantasía, la elegancia y el ridículo que definen el musical de la RKO son cotas de ensoñación y de escapismo pocas veces alcanzadas en el cine de Hollywood. Las situaciones y los personajes se enredan y enredan, algunas resultan grotescas, todas inverosímiles, pero ahí reside su grandeza, en que traspasan el terreno de lo real y el de los sueños para ser la ensoñación de sueños. Son inolvidables porque suman factores que se conjuntan con tal armonía que, donde hay repetición, crean algo único, algo que nadie pudo ni podrá imitar. No hablo de originalidad, ni de novedad, me refiero a la clase sin par de Mark Sandrich tras la cámara, al magisterio de inolvidables compositores como Irving Berlin o al vuelo de Fred Astaire por espacios tan inmaculados como imposibles. Pero más que volar, el bailarín se deslizaba, cuando no flotaba o acariciaba con sus zapatos de claqué la pista de baile donde su elegancia se unía al brillo de Ginger Rogers. Allí, daban rienda suelta a sus pies ligeros. Allí, los del actor competían en ligereza con los del héroe homérico. Allí, eran Fred y Ginger, y Ginger y Fred. Allí, no les unía la pasión, ni la amistad, les unía la fantasía que proyectaban en la del público que, enajenado durante hora y media de irrealidad y escapismo, soñaba historias de amor que jamás existirán, aunque siempre existan veraces en su esencia de romance de celuloide. Son el amor y las confusiones de Sombrero de copa (Top Hat, 1935),
la imagen de la pareja, de su glamour y de su felicidad, de su mentira que desborda la pantalla y no hace cómplices, no, nos hace soñadores, que bailan y sueñan amar. En su Londres y Venecia no hay lugar para la intromisión del mundo real, ni para el miedo, la amargura o la amenaza. Quedan fuera, en la realidad exterior. Nada malo puede pasar en este lado de la pantalla, en la irrealidad que no asusta, aunque atrape, pero lo hace entre algodones de evasión, ritmo, amabilidad y entretenimiento.


No me cabe duda de que ese tipo de musical era la promesa de una caricia, de una felicidad imposible, una promesa que, sin duda,
Sombrero de copa cumple desde su inicio, cuando ya nos confirma que todo cuando vemos existe en un reino de pureza, incluso las infidelidades de Horace (Edward Everett Horton). Al inicio, cuando conocemos a Jerry Travers (Fred Astaire), sabemos que no es Jerry, es Fred, pero hay algo que se escapa, algo que nos roba la conciencia, la posibilidad de negarnos al viaje y nos traslada allí donde desea ir, allí, donde Fred, el famoso bailarín estadounidense, es el Jerry que acaba llega a Londres invitado por su amigo Horace, el millonario ingenuo, miedoso, simpático y bobalicón, que no desentonaría en una comedia de Lubitsch. Jerry confirma lo que ya sabemos cuando se encuentra con Dale (Ginger Rogers), sabemos que ella es un sueño para él, y él para ella. Ambos se enamoran. ¿Alguien lo pone en duda? ¿Alguien ha vivido esa experiencia? ¿De una manera similar? ¿En un hotel de cartón piedra donde todo puede ser y es? No sería ni la primera ni la última vez que un romance así llena la pantalla, pero la ausencia de originalidad no implica que no sea único, puesto que cualquier unión musical de Ginger y Fred resulta irrepetible. Tampoco sorprende que la primera reacción de Dale sea la de rechazar los encantos del bailarín, ni que la segunda sea caer en sus brazos, ya que no puede resistir las emociones que aquel le despierta, como tampoco hay nada de sorprendente en que la relación se complique cuando la joven, por error, confunde a Jerry con Horace (casado con Madge (Helen Broderick), la amiga casamentera de Dale). Pero, por alguna circunstancia, quizá la mágica combinación de su lujosa fotografía, del glamour de sus decorados y de su vestuario, de la música, de un humor que, aunque pretenda doble intención, no deja de ser la imagen de la inocencia, provocan que Sombrero de copa luzca sofisticada, elegante y brille con tal encanto que la convierte en una de las grandes referencias del musical hollywoodiense.

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