jueves, 7 de julio de 2011

El último caballo (1950)



Cómica, entrañable e ingeniosa, El último caballo (1950) se desarrolla desde un tono que apunta realista, pero solo lo apunta. Aunque asomen las calles de Madrid o el edificio donde vive el protagonista, Edgar Neville, fiel a su humorismo, prefiere la fantasía y lo chaplinesco para satirizar la realidad donde contrapone modernidad/maquinismo/prisa y la tradición pausada escogida por sus personajes principales, personajes que en su oposición a la deshumanización inherente al progreso tecnológico desean hacer algo que, por una razón u otra, no se atreven, salvo en el momento que la bebida les lleva a exclamar ¡abajo los camiones! No es que Edgar Neville tenga nada contra los vehículos de transporte motorizados, sino que apunta el impacto social de la proliferación de una nueva era, basada en la tecnología y en el distanciamiento del ser humano consigo mismo; de modo que el cineasta escoge la tranquilidad que refleja el caballo Bucéfalo, el cual, a punto de ser vendido a un promotor de corridas de toros, es comprado por Fernando (Fernando Fernán Gómez), su jinete en el ejército, quien tras devanarse los sesos no encuentra otra salida para evitar que su querida montura sufra las embestidas de una bestia embravecida. De este modo, el recién licenciado sacrifica sus pocos ahorros, duramente ahorrados de las pagas del servicio militar y que había destinado a servir de sustento para los primeros años de su matrimonio con una prometida que cuenta con el capital para iniciar la vida marital. La buena acción del bienintencionado, aunque infeliz individuo, deviene en un sin fin de complicaciones que le harán comprender que la modernidad que se está apoderando de la ciudad no es para él.



El Madrid retratado en El último caballo es una ciudad que apuesta por el desarrollismo y la motorización, por lo que los caballos, y Bucéfalo lo es, ya no tienen cabida. Aquel Madrid por donde las bestias y los carros paseaban a sus anchas ha desaparecido. Los caminos adoquinados han sido sustituidos por el asfalto, el gas de las farolas han dejado su lugar a la luz eléctrica y el sonido de los cascos se han desvanecido para que sean los ruidos de los motores y de las bocinas los que rujan por las calles. El presente de Fernando es un tiempo que se aleja de la tranquilidad y de la paz que proporcionaba aquel pasado sin camiones y sin automóviles, que permitía a un animal como el suyo encontrar una cuadra donde pasar la noche. Sin embargo, en la capital del presente, Bucéfalo es un vestigio de tiempos pasados que nunca regresarán, para mayor pesar del protagonista, que prefiere la tranquilidad y las comodidades de una vida más pausada, sin las tensiones que se producen en una sociedad moderna en la que no se encuentra cómodo porque no se identifica dentro de ella. Tanto el defensor de lo tradicional como su amigo, Simón (José Luis Ozores), desean algo distinto, pero no se deciden a buscarlo, y continúan trabajando en oficios que no les llenan. Así pues, a pesar de todos los problemas que les acarrea, el caballo se convierte en una especie de luz que disipa sus temores y que, poco a poco, les hace comprender el camino que deben seguir para alejarse de unas vidas que les resultan incómodas y nada satisfactorias. Su encuentro con la florista (Conchita Montes) resulta el empujón definitivo que precisa Fernando para convencerse de que hace lo correcto. Con ella se siente a gusto, comparte ideas y disfruta de la tranquilidad que descubre en una finca madrileña, imagen de un tiempo sin máquinas ni prisas. No obstante, Fernando aún no abandona la idea de adaptarse al nuevo entorno, continúa acudiendo a un trabajo que odia y, sobre todo, intenta retomar las relaciones con su novia, que no quiere al hombre sino lo que esté representa para ella dentro de la sociedad de la que su prometido se aparta por amor a su caballo y a tiempos más tranquilos, más humanizados.


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