martes, 5 de julio de 2011

Medianoche (1939)


Hubo una época en la que la comedia hollywoodiense era fantasía y elegancia. Era el tiempo de
Ernst Lubitsch, Gregory La Cava o Mitchell Leisen, la de los espacios irreales y lujosos, la de personajes mentirosos, encantadores e inocentes como Eva Peabody (Claudette Colbert). Aquellos fueron años dorados para el género al que se sumarían Preston Sturges y Billy Wilder, primero como guionistas y, ya en la década de 1940, como directores. La comedia y el ingenio brillaban en la pantalla de los años treinta, ofrecía magia, enredo e incluso cuentos inolvidables que invitaban a la ensoñación y a la diversión. Había fantasía, los cineastas no lo disimulaban, más bien lo potenciaban para crear esa diferencia entre dos mundos que nunca se tocan: el nuestro y el de heroínas como Eva. Su llegada a París la descubre sin blanca, cuando se apea en la estación de tren una noche lluviosa sin nada más que lo puesto y se produce su encuentro con Tibor (Don Ameche), el taxista que no pasa por alto la belleza de la joven que, por mucho que llueva, no se empapa, sino que con mayor brillo. No sorprende que el taxista se enamore, puesto que existe el hechizo de la comedia romántica de alta escuela, ni sorprende comprobar, a medida que transcurre su metraje, que Medianoche (Midnight, 1939) es una de las grandes comedias del Hollywood clásico.


Escrita por
Billy Wilder y Charles Brackett, las riendas de la nave fueron a parar a manos de Leisen —que sería el responsable de otras dos grandes películas basadas en guiones de los arriba nombrados: Arise, my love y Si no amaneciera—, uno de los cineastas estrella de la Paramount de entonces. Su puesta en escena, su gusto por el lujo y los detalles, su sutil narrativa, su elegancia, también la de Colbert, su brillante vivacidad y sobrada picaresca confieren puntales de la comedia de enredo y romántica. Medianoche hace referencia a esa hora mágica en la que el hechizo de la Cenicienta se desvanece devolviéndola a la realidad. Y eso es Eve, una Cenicienta que vive su sueño, y que se encuentra a punto de conquistar a su príncipe azul. Sin embargo, éste no resulta ser un millonario, aunque sí rico y pleno, porque tiene todo cuanto precisa, salvo a ella. Tibor Czerny, taxista de profesión, necesitará de su argucia para lograr que la nueva princesa vuelva a ser la mujer a la que conoció en la estación y de la que enamoró cuando la vio bajo la lluvia a su llegada a París. Las situaciones que se producen a lo largo de la película se irán sucediéndose a la perfección, pasando por momentos soberbios, hasta alcanzar un final esperado, no por ello menos brillante.


El enredo se inicia como consecuencia del ofrecimiento de Tibor para que pase la noche en su casa (él estará ausente, pues tiene que trabajar). La primera reacción de Eve es la de escapar, no quiere saber nada de Tibor, no porque no le guste, sino porque empieza a sentirse atraída hacia él y eso es algo que no puede permitirse. Ella espera conseguir un millonario o, al menos, unas relaciones que le proporcionen una vida llena de lujos. Tras abandonar al taxista se las apaña, mediante el engaño, para colarse en una fiesta de la alta sociedad. Sin embargo, el portero no tarda en descubrir que una mujer ha entrado sin invitación. Para protegerse, Eve se hace pasar por una baronesa, que responde al apellido de Czerny, una antigua y noble familia húngara. Gracias a la complicidad de un millonario, que la ha estado observando y ha descubierto su mascarada, Georges Flammarion (interpretado por un magistral
John Barrymore), logra salir del aprieto en el que estaba a punto de verse envuelta. Flammarion no lo hace por altruismo, sino porque encuentra en Eve la oportunidad que esperaba. Así pues, le ofrece un trato en el que ella debe continuar interpretando el papel de aristócrata para conquistar al amante de la esposa de Flammarion (Mary Astor). A cambio, él se compromete a sufragar los gastos y a entregarle una compensación económica. Mientras tanto, sin saber que la suerte ha sonreído a su pasajera, Tibor comienza la búsqueda de una mujer que cree desamparada, para ello empleará todos los medios a su alcance y a todos los taxistas de París. Medianoche fluye armoniosa por un curso de buen gusto y recodos de hilaridad y romanticismo. Su lucha de sexos, su escapismo, su irrealidad se encuentran entre lo más destacado de la comedia americana de aquel Hollywood donde la magia no estaba en los efectos, sino en una pócima de humor, de diálogos imposibles y chispeantes, y de enredo sin más pretensiones que enredar el asunto hasta un par de minutos antes del ya mítico The End.

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