jueves, 1 de septiembre de 2011

Matar a un ruiseñor (1962)



Un ruiseñor trina su melodía, confiando, inconsciente de las fuerzas que maquinan en su contra o simplemente las que se desatarán y destruirán la paz y la armonía que conoce. Siempre parece alegre. Nada sabe del mundo físico y psicológico que lo rodea. Aletea alrededor de la seguridad que le ofrece su hogar sin capacidad para pensar en el paso del tiempo ni en la existencia de mentes que pueden odiar y amar. Su ignorancia no es ignorante; forma parte de su condición natural: la vida, que corre dentro y fuera de sí. No piensa en ella, silba viviéndola en plenitud, sin guardarse nada, y desvelando su gratitud, cantándole a diario. Su trino canta su ignorancia natural: la inocencia que una vez desaparecida ya no podrá recuperarse. Matar a un ruiseñor, mataría la alegría de su canto y ensombrecería la luminosidad hasta entonces reinante, una luminosidad común a la de la infancia, que es o debería ser el reino de la luz. La madurez es el país de las luces y sombras mientras que la infancia es el hogar idóneo para el ruiseñor, que vive su existencia infantil y canta su alegría inocente, inconsciente de que algún día la armonía tocará a su fin. Scout (Mary Badham) recuerda aquel tiempo lejano de su niñez, cuando vivía en un pequeño y apacible pueblo del sur estadounidense, apacible solo en apariencia y dentro del orden aceptado, un lugar donde nunca pasaba nada, salvo el canto del ruiseñor y el lento devenir de unos habitantes que solo poseían aquello que extraían de la tierra. La voz y las palabras de la narradora regresan a la infancia. Es una evocación de lo vivido y sentido. Es el recuerdo que se hace fuerte en el presente, tanto que parece poder habitarse. Basada en la popular novela de Harper LeeRobert Mulligan inicia Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962) como un relato infantil de una época pasada, en la cual la inocencia es la constante de dos hermanos que consumen su tiempo entre juegos y fantasías, estas últimas relacionadas con un vecino (Robert Duvall) a quien imaginan como a un monstruo porque nunca se muestra, imagen ausente que las malas lenguas han magnificado. Pero todo su universo, imaginación y aventura, creado desde el patio de la casa donde viven y juegan, se viene abajo cuando a Atticus (Gregory Peck), el padre, se le encarga la defensa de Tom Robinson (Brock Peters), un joven negro acusado de la violación de una chica blanca.


A partir de ese momento, Scout y Jerm (Phillip Alford) irán descubriendo el significado de racismo, hasta entonces solo una palabra, primero inexistente, luego incomprensible... El pueblo exige justicia, pero sin comprender que no clama una justa, sino la que anhela para aplacar su odio y continuar alimentando su ignorancia no natural, fruto de la irreflexión, del seguir siempre igual, del desinterés y del no querer conocer. Esa falsa “justicia”, mezcla de miedo, venganza y racismo heredado, considera culpable a Robinson; no por las pruebas que existen en su contra, sino por el color de su piel, una diferencia natural que, vista por ojos racistas, le sentencian antes de que se celebre el juicio. Entre el jurado solo se observan rostros de hombres blancos, circunstancia nada favorable para el acusado, del mismo modo que los testigos mienten para ocultar la vergüenza que les produce la verdad. Atticus conoce esta situación e intenta luchar contra ella, pero la tradición de pobreza e ignorancia vence en un lugar plagado de individuos que no comprenden más allá de sus prejuicios heredados, los cuales no se plantean y, por tanto, non podrán desterrarlos de su cotidianidad. Scout y su hermano observan los hechos desde una posición privilegiada. Ven como los honrados y justos amenazan a su padre por el mero hecho de que su defendido es negro.


Robinson es la víctima del odio, de la vergüenza y de la ignorancia. Es inocente, y todos los presentes en la sala del tribunal lo saben. Solo que hay quien padece ceguera mental y continúa sospechando que el acusado es culpable por su piel. Es la ira de los justos, la sufrida por individuos como Robinson, sospechoso por su color, o como el personaje de Spencer Tracy en Furia (Fury, Fritz Lang, 1936), sospechoso por ser un extraño, por ser de fuera. Ambos sufren esa ira de quienes no encuentran más solución que el linchamiento y, para llevarlo a cabo, antes deben asaltar la cárcel. Atticus custodia el recinto y vive la que, sin duda, es una de las escenas más delicados de Matar a un ruiseñor, y uno de los momentos que quedará grabado en la memoria de Scout, uno en el que los niños deciden intervenir y muestra delicadeza, comprensión e inocencia olvidadas por sus vecinos, que se dejan arrastrar por la ignorancia y el odio. Testigos de los hechos, el juicio de Tom se convierte para ellos en un despertar a la oscuridad que habita en el interior de individuos que anteriormente se habían mostrado amables. Lo expuesto por Robert Mulligan aborda de cara, lo juzga en la sala y en el resto de escenarios, el odio racial, enraizado en la sociedad, pero también habla de la familia como eje; compara la ignorancia infantil y la que genera la violencia ya no solo física, sino la psicológica y social; y denuncia el racismo, irracionalidad que amenaza a Tom Robinson y que, de repente, asoma en las existencias de Scout y Jerm, que descubren la heroicidad del padre (su integridad, su defensa de la verdad, su amor), las sombras y el odio que habitan en algunos de sus vecinos, y también la pureza y sensibilidad en quien no la esperan…

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