jueves, 15 de septiembre de 2011

El doctor Frankenstein (1931)


La idea de la inmortalidad, la muerte y la esperanza de la resurrección han sido una constante desde que el ser humano cobró la conciencia de serlo; sin embargo, hombres como Henry Frankenstein (
Colin Clive) no se conforman con aguardar y ver qué pasa. Frankenstein ha experimentado, investigado y descubierto el secreto para crear vida, sin darse cuenta que se ha apartado de la suya, dejando a su prometida Elizabeth (Mae Clarke) y a su familia en un segundo plano del que apenas se preocupa. Lo importante para él es hacerse con ese cadáver que está a punto de recibir sepultura en un cementerio siniestro, repleto de estatuas que parecen vigilar sus movimientos; pero ni él ni su ayudante se amilanan ante esa tétrica e inmóvil figura que sujeta su guadaña y custodia el descanso de los muertos. Henry es un científico que se ha dejado dominar por su deseo y por su afán de desvelar uno de los misterios más antiguos de la humanidad; un misterio que pretende comprender y vencer tras conseguir un cerebro válido que le permita jugar a ser Dios. Sin embargo, antes de que inicie el experimento, Elizabeth, Victor Moritz (John Boles) y el doctor Waldman (Edward van Sloan), su antiguo profesor, irrumpen en su laboratorio. ¿Por qué se tranquilizan cuándo descubren la verdad? ¿Por qué no le hacen desistir y le llevan a un lugar donde su mente repose? Todos son responsables de lo que sucederá a continuación, sin embargo, cada uno de ellos se desentenderá de la creación de Frankenstein, una criatura que no comprende, que no sabe y que necesitaría ser guiada por aquellos que le han dado un vida que no ha pedido. Sin embargo, lo único que el recién nacido comprueba es la violencia que sufre a manos de Fritz (Dwight Frye), el ayudante del científico, quien posiblemente descarga la ira acumulada por sentirse diferente al resto, en lugar de intentar comprender a un ser que también lo es; la desconfianza y la conspiración que trama el doctor Waldman, así como el alejamiento de quien debería mostrarse como un padre, marcan los primeros pasos del hijo de Frankenstein. ¿Quién es el monstruo? ¿El ser que no comprende por qué le han condenado a soportar una existencia que a nadie preocupa y que todos aborrecen? Durante la primera mitad de la década de 1930, la Universal de Carl Laemmle apostó por el cine de terror, cosechando éxitos tan notables como El doctor Frankenstein (Frankenstein), una película en la que James Whale, su responsable, ofreció una lectura distinta a la esperada, llena de matices y de la amarga y lírica reflexión que se descubre a través de la mirada de la criatura interpretada por Boris Karloff. Desde su nacimiento, el supuesto monstruo se convierte en víctima de la ambición divina de su creador, pero también del miedo y del rechazo que habitan en la ignorancia que domina allí donde mira. Su único momento de aceptación, amor e inocencia lo encuentra a la orilla de un lago, en la sonrisa de la pequeña María (Marilyn Harris) y en su ofrenda floral, un instante durante el cual descubre la hermosura que le rodea, la misma que desea atrapar para llevar siempre consigo, inconsciente de que, por mucho que lo intente, no será capaz de conservar esa luz (la única secuencia sin tonalidades oscuras) que simboliza la inocencia de ambos, y para el monstruo la comprensión y felicidad que se le niega por su aspecto, pero sobre todo por ser distinto. De tal manera, las diferencias el monstruo presenta respecto al resto, lo convierten en la presa de los vecinos del pueblo, porque se aferran a la idea de que un ser como aquel debe ser destruido. Repudiado e incomprendido por su creador, se encuentra solo, tiene miedo, huye, no sabe qué puede hacer, la única persona que podría ayudarle sería su padre, el doctor Frankenstein, mas este no asume sus responsabilidades y se une a su persecución.

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