martes, 20 de septiembre de 2011

El juego de Hollywood (1992)



Emulando a Orson Welles en Sed de mal (Touch of Evil, 1958), espléndido film negro del que habla el personaje de Fred Ward mientras abandona el edificio principal del estudio ficticio de El juego de Hollywood (The Player, 1992), Robert Altman se marca un inicio de película en un plano secuencia que dura unos ocho minutos. El cineasta de Kansas los aprovecha para insertar los créditos y, sobre todo, para que su cámara merodee por el exterior de la productora en la que trabaja Griffin Mill (Tim Robbins), el ejecutivo encargado de aprobar y rechazar guiones, el mismo que recibe amenazas anónimas en postales sin sello y también de quien se rumorea que esta a punto de perder su puesto, porque por ahí anda un arribista de la Fox que quiere medrar a su costa o a la de cualquiera. Pero justo antes de que inicie el recorrido sin cortes, Altman deja claro que lo que se verá a continuación es representación: una película. Las primeras palabras que se escuchan, previo a la aparición de los personajes, son “cámara, acción. Rodando”. Esta señal pone en movimiento a la cámara “mirona”, la que nos permite ser indiscretos, conocer y escuchar a varios de los personajes, y también observar parte de la cotidianidad laboral en la industria del cine. El inicio aventura un film entretenido, quizá satírico, y seguro que nada amable con el sistema de Hollywood. No tarda en quedar claro que Altman y Michael Tolkien, autor de libro y del guion, miran el negocio del cine con ironía y que apuesta por caricaturizarlo. La caricatura propuesta en El juego de Hollywood no cae en lo ridículo ni en lo soez, al contrario, desvela amor por el cine, no por el negocio ni por los tiburones que lo controlan, y su crítica a una realidad que no se descubre ni se ve en el producto terminado y proyectado en las salas. Cuando el espectador se sienta a disfrutar de una película no se plantea el mundo que se esconde detrás, o cómo se ha gestado el film que contempla; algo lógico, pues no es su labor saberlo, ni paga su entrada para reflexionar sobre quién decide qué se ve en las salas o cómo se crea el entretenimiento, sino que acude a los cines para entretenerse con lo que le echen. El público bastante tiene con ser crítico y reflexivo los años bisiestos que caen en impares.


Desde el cine mudo, surge alguna producción que presenta ese mundo ajeno al público, un lugar donde la fantasía no se encuentra por ninguna parte, pero sí el estrés, la ambición, los fracasos o las frustraciones de aquellos que lo conformar. En este aspecto desveladle de los entresijos del sistema, El juego de Hollywood es una excelente oportunidad para descubrir algunas de las situaciones que se producen dentro de los estudios cinematográficos, donde los ejecutivos deciden las historias que van a ser rodadas o cómo se filmarán; lo que prima no es la calidad final, sino la recaudación y qué estrella encabezará el reparto. En la productora en la que trabaja Griffin Mill las buenas películas solo son recuerdos que se descubren colgados en las paredes: los carteles de clásicos que engrandecieron el cine hollywoodiense, pero que ahora han dejado paso a producciones donde el sexo, la violencia, la risa fácil o la aparición de esa figura estelar reconocida y aclamada por el espectador, importan más que el talento o la historia. Griffin Mill lo sabe, es un alto ejecutivo y su función consiste en dar luz verde a proyectos que considera apuestas seguras para convertirse en éxitos. Su trabajo no resulta sencillo, como vemos al inicio. Cada día debe escuchar a guionistas y a aspirantes y leer cien argumentos de los cuales solo doce serán rodados a lo largo del año. Este hecho significa que muchas buenas ideas nunca verán la luz, pero eso no importa, lo que importa es conservar un puesto de trabajado privilegiado, pero constantemente amenazado por otros tipos de su misma condición.


En su propuesta satírica, Altman utiliza dos líneas argumentales para exponer su visión de la industria cinematográfica. La primera sería una especie de gancho, carente de importancia significativa, pero que llama la atención del espectador. El McGuffin, diría Alfred Hitchcock, se presenta en el acoso que sufre Griffin y su posterior encuentro con David Kahane (Vincent D'Onofrio), el guionista frustrado y resentido que proporciona la falsa intriga que viaja paralela a la historia que importa al director de Vidas cruzadas (Shot Cuts): los entresijos que se desarrollan en los estudios cinematográficos. De este modo, se comprueba como en el día a día de Griffin es necesario guardar las apariencias, saludar a las estrellas, justificarse delante de los superiores, rechazar a personas tras la falsa promesa de contactar con ellos o descubrir como una amenaza más terrible que las postales que recibe planea sobre el puesto que ocupa. La propuesta de Robert Altman no duda en criticar, desde la ironía y el humor negro, un universo que conocía a la perfección, pero del que se mantenía a una distancia prudente, un mundo empresarial en el que la calidad de sus productos no es la cuestión prioritaria, quizá por ello Larry Levy (Peter Gallagher) insiste en que no se debería pagar por un guion, cuando de cualquier noticia de la prensa se puede sacar una película —algo similar a lo que hizo Darryl Zanuck cuando estaba en la Warner—, o cambiar los finales aunque los nuevos estropeen el film, pero ¿a quién no le gusta que las películas terminen bien? Desde el cinismo y la sátira, El juego de Hollywood toma aquello que Griffin asegura que debe tener un guion o una película, si pretende alcanzar el éxito: intriga, sexo, violencia y rostros famosos. Para mostrar que nada de eso necesario para realizar películas, Altman rueda una intriga en la que hay sexo, violencia, un desfile de estrellas, interpretándose a sí mismas, que no aportan más que su rostro y su complicidad, mientras que el elenco principal lo forman actores y actrices cuyo status no es estelar (o todavía no lo era), y un final que deja claro que en este juego de ambiciones lo importante no son las películas, sino el dinero y el poder.



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