martes, 25 de octubre de 2011

Mouchette (1967)


La vida de Mouchette (Nathalie Nortier) no puede decirse que sea feliz, ni siquiera puede decirse que sea una vida corriente y cómoda para alguien de su edad, como se observa al ser la única que recibe maltratos en la escuela, donde también resulta despreciada por sus compañeras, de quienes se venga lanzando puñados de tierra, como si quisiera resarcirse de esa soledad a la que se le condena. Sin embargo, su mayor condena se descubre en su propio hogar, donde su padre (Paul Hebert) la somete a un trato injusto y violento, mientras, su madre (Marie Cardinal) yace moribunda en un lecho desde el que la observa trabajar como una esclava. En el rostro de Mouchette no se encuentra el menor indicio de alegría, salvo un breve intervalo que se produce cuando sonríe en los autos de choque, el único instante de esperanza en una vida triste e injusta. El resto de su existencia se podría comparar con ese animal al que acosan los cazadores, una presa que huye intentando esquivar unas balas que terminarán por alcanzarle. Mouchette pretende sobrevivir a un mundo rural egoísta, ignorante e insolidario, que no la acepta y que la somete a un acoso constante. Desde el alma atormentada de Mouchette y desde su silencio, que rompe en contadas ocasiones, se observa la miseria, la infelicidad y la desolación que encuentra allí donde busca, encontrando individuos ajenos su sufrimiento, porque a nadie parece importarle sus problemas existenciales, salvo quizá a su madre que la observa cuidar a su hermano pequeño y realizar todas las labores dentro de un hogar que semeja su prisión. El retrato de esa joven mujer que Robert Bresson realizó en Mouchette no esconde su pesimismo ni su aire trágico, porque la tragedia rodea a Mouchette, la asola y le niega un lugar cálido donde pueda sonreír, oscureciendo su vida como demuestra la lluvia que la atrapa en ese bosque donde Arsène (Jean-Claude Guilbert) la sorprende, tras haberse peleado con Mathieu (Jean Vimenet), el guardabosques, con quien se disputaba las atenciones de Louise. Mouchette escucha las palabras de ese conocido que se encuentra bajo los efectos del alcohol, unas palabras que le indican lo que tiene que hacer y lo que tiene que decir cuando le pregunten; Arsène no es un amigo, sólo busca una coartada para un posible crimen, que ni siquiera sabe si se ha consumado; pero ella no le teme, ni espera nada a cambio de su ayuda, sin embargo, la violencia y la crueldad no tardan en asomar en esa noche lluviosa. ¿Qué hay de positivo en la vida de Mouchette? ¿A quién acudir y con quién hablar? ¿Qué salida le queda a una infeliz rodeada de desolación y de seres insensibles que ni siquiera se plantean el sufrimiento que la acompaña? Mouchette habla de la injusta soledad a la que se condena a su protagonista, observando las dudas y los pesares que la dominan en su contacto con el medio que la rodea, que parece decirle que no hay lugar para ella; información que Robert Bresson proporciona con unas imágenes cargadas de belleza trágica, alcanzando su punto más desgarrador en un desenlace final con el que Mouchette pretende alcanzar su salvación.

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