domingo, 6 de noviembre de 2011

El fantasma va al oeste (1936)


Las películas con fantasmas no siempre se encuentran destinadas a provocar miedo o sensaciones incómodas; en ocasiones se producen films que se sirven de un espíritu frustrado y condenado a vagar por el mundo de los vivos mientras espera a que su maldición acabe o que alguien les ayude a ponerle fin. Esa sería la propuesta de René Clair en esta producción de la London Films, del productor húngaro Alexander Korda, la primera que el cineasta francés rodaba fuera de Francia. El fantasma va al oeste (The Ghost Goes West, 1936) presenta a un espectro que, en lugar de atemorizar a la población, alcanza la fama cuando su castillo prisión se traslada pieza a pieza a los Estados Unidos. Donald Gloury (Robert Donat), descendiente de Murdoch Gloury (Robert Donat) no tiene más remedio que vender el castillo de sus ancestros para pagar a todos los acreedores que constantemente le exigen el pago de sus deudas, sin embargo la venta no resulta tarea sencilla, pues en la zona todos los vecinos saben que en el interior de sus muros vive un fantasma condenado a reaparecer todas las noches a partir de las doce en punto. Desesperado y sin esperanzas de confirmar una transacción que le quite de encima a tanto acreedor, Donald se desvanece más que su doble espectral para evitarles, hasta que no tiene más remedio que pedirles su colaboración si desean cobrar. Peggy Martin (Jean Parker), la hija de un magnate de la alimentación, pretende comprar el castillo; éste es el milagro que Donald estaba aguardando, pero teme que la aparición de su tataratatara...abuelo impida el negocio, así pues cuando suenan las doce despide a los señores Martin e hija antes de que se presente el condenado, circunstancia que da pie a la confusión que sufre Peggy cuando regresa al castillo y tropieza con el fantasma, a quien toma por Donald. Confirmada la venta, el señor Martin (Eugene Pallette) traslada el castillo a América donde volverá a levantarlo para competir con Bigelow (Ralph Bunker), su rival en el mundo de los alimentos, quien además de viajar en el mismo barco, también desea el castillo cuando se entera de que en su interior habita un fantasma, magnífico reclamo para su nueva campaña publicitaria. El viaje transoceánico permite que el fantasma se tome sus primeras vacaciones en doscientos años, respiro que no lo es, pues se encuentra desorientado y desesperanzado al saber que nunca encontrará a un McLaggen a quien obligar a romper la maldición que le ata al mundo de los vivos. Durante la travesía los hechos se desencadenan de forma inesperada, la aparición del fantasma en la cubierta más que asustar llama la atención a una prensa sensacionalista que lo convierte en un acontecimiento a nivel nacional, siendo recibido en Nueva York por una numerosa multitud que le aclama como si fuera un héroe, aunque existen algunos sectores que se pronuncian en contra de la entrada ilegal de un fantasma indocumentado, a pesar de que éste no se muestre ni en el recibimiento ni en la posterior construcción del castillo, un contratiempo para los intereses del señor Martin, quien, habiendo presumido de fantasma, ha organizado una fiesta en su honor. El fantasma va al oeste es una comedia y una fantasía que pretende divertir mostrando a los personajes que rodean a ese espectro que, ajeno a la parafernalia que montan a su costa, se sume en el pesar de no encontrar el final de sus andanzas en el mundo de los vivos, sobre todo cuando, por su condición, no se le permite tontear con Peggy (ni a otras señoritas), he ahí su maldición, de quien su descendiente se ha enamorado, como ella de él o puede que se haya enamorado del propio fantasma, pues, por momentos, ella no tiene claro que sean distintas personas; y si lo son, el fantasma tiene más sangre en el cuerpo, aunque tal afirmación sea una contradicción semántica.

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