sábado, 19 de noviembre de 2011

Viaje alucinante (1966)


Los imparables avances tecnológicos provocan que muchas de las películas que impactaron en su día queden algo desfasadas tras el paso de los años, esta situación es la que le ha tocado vivir a
Viaje alucinante (Fantastic Voyage, 1966), un clásico del cine de ciencia-ficción que ha visto como parte de su encanto se ha perdido con el discurrir del tiempo y la consiguiente aparición de nuevas tecnologías aplicadas al cine. Sin embargo, el film de Richard Fleischer es una digna muestra de la unión entre la aventura, la intriga y fantasía científica; un viaje a lo desconocido, en esta ocasión al interior de cuerpo humano, dentro del cual la tripulación del Proteus debe realizar una misión vital que le conducirá por el enorme caudal de glóbulos y plasma que conforman parte de la sangre del único científico que conoce el medio para poder superar los sesenta minutos que dura el estado de miniaturización. La posibilidad de reducir objetos, animales o personas es un secreto en el que se encuentran trabajando las dos potencias más importantes del planeta; ambas desean controlarlo, pues significaría un avance que les permitiría ir un paso por delante de su rival. Sólo imaginar que en una superficie minúscula podría reunirse un ejército que, posteriormente, sería trasportado a cualquier lugar, es una idea excesivamente atrayente como para dejar que se pierda con la vida del científico; pero no por ello deja de ser también aterradora si el descubrimiento cayese en malas manos (entonces habría que llamar a James Bond). Tras desembarcar, en supuesto secreto, en un aeropuerto bajo las más estrictas normas de seguridad, el agente Grant (Stephen Boyd) se despide de ese mismo doctor en quien, poco después, se introducirá para navegar por sus ríos sanguíneos en un intento desesperado por salvar su vida. La única solución para salvarle de un atentando inexplicable y, de ese modo, también salvaguardar el ansiado secreto, consiste en una intervención quirúrgica nunca realizada hasta la fecha, una operación a vida o muerte que necesita de un selecto equipo formado por los doctores Duval (Arthur Kennedy) y Michaels (Donald Pleasence), Cora (Raquel Welch), la ayudante del primero, el capitán de submarino Owens (William Redfield) y el propio Grant (Stephen Boyd), agente secreto especializado en las misiones más peligrosas y encargado de la seguridad del Proteus. En ellos se deposita una esperanza remota, pero al fin y al cabo, se trata de la única posibilidad a la que aferrarse durante un periodo nunca superior a los sesenta minutos que dura el estado de miniaturización, antes de que éste se vuelva inestable y recuperen su tamaño original, cuestión que nunca llegaría a suceder, porque serían atacados y eliminados por los anticuerpos que defienden el sistema sanguíneo. Este grupo que perderá durante una hora su tamaño para medir menos que una bacteria será controlado desde la sala de control por el general Carter (Edmond O'Brien) y el coronel Reid (Arthur O'Connell), dos hombres que inicialmente deben tomar las decisiones que atañen a la misión, manteniendo el contacto con la tripulación mediante señales de radio. Sin embargo, los imprevistos cortarán la comunicación obligando a la tripulación a la toma de decisiones extremas para poder alcanzar el objetivo y operar con la ayuda de un rayo láser, siempre que logren superar las complicaciones que surjan en el interior de un medio tan desconocido como lo es el cuerpo humano, un mundo de tejidos, células, órganos y corrientes sanguíneas donde encontrarán peligros naturales y otros de otra índole, que no dudarán en calificar de sabotaje. Viaje alucinante es un film que comienza de modo vibrante, exponiendo esta situación para nada sencilla, en el que un grupo de individuos se debe enfrentar tanto al tiempo como a sí mismos, pero a medida que el metraje avanza, y se adentra en la fantasía, su ritmo decae y cae en una resolución tópica que podría dar más de sí; sin embargo, queda en el recuerdo la digna puesta en escena y la peculiaridad de un tema que, dos décadas más tarde, Joe Dante revisaría desde una perspectiva menos seria, en su película El chip prodigioso (Innerspace, 1987).

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