martes, 1 de noviembre de 2011

Viento en las velas (1965)

Las producciones con protagonismo infantil no siempre se destinan al consumo del público más joven. En algunos casos, entre los que destaca por méritos propios Viento en las velas (A High Wind in Jamaica), la presencia de los más pequeños permite el acceso a la infancia, en su interacción con el mundo adulto, desde una perspectiva madura, exenta de sensiblerías forzadas, que prioriza el comportamiento de quienes apenas comprenden cuanto observan, por lo que actúan sin pensar en las consecuencias de sus actos. En este caso se encuentran los siete niños y niñas de esta gran aportación de Alexander Mackendrick a las aventuras marinas, que toma como base argumental la no menos valiosa novela de Richard Hughes Huracán en Jamaica (A High Wind in Jamaica, 1929), pero donde el escritor interiorizó el pensamiento y las emociones de Emily (Deborah Baxter), la niña protagonista, el cineasta se decantó por exteriorizarlos en su relación con los personajes adultos interpretados por Anthony Quinn y James Coburn, quienes, sobre todo el primero, ven en los más jóvenes la posibilidad de revivir la inocencia perdida, la suya y la de los tiempos que corren imparables hacia una nueva época en la que los piratas como ellos son una reliquia del pasado. A pesar de sus diferencias, tanto la novela como la película resultan dos lúcidas y amargas reflexiones sobre la infancia en su contacto con un entorno ajeno a ella, un entorno que los niños moldean según sus necesidades, lo que vendría a demostrar que la inocencia (su presencia y su ausencia) no entiende de edades, sino de circunstancias puntuales que llevan a ejecutar actos (en ocasiones crueles) que precipitan su transformación y la de quienes les rodean. La lucha interna se desata ante el dilema de asumir o negar las consecuencias de los hechos que provocan, sobre todo en Emily, en quien se descubre el enfrentamiento entre la fantasía inherente a su edad y la realidad que le llega sin previo aviso, como también lo hace su desorientación y la certeza de que su mundo ha cambiado, quizá porque ella misma provoca su transformación al intentar adaptarse. Cuando acceden a la piratería, de la que inicialmente no son conscientes, los pequeños se muestran felices ante la novedad. Corretean por la cubierta, realizan travesuras y convierten al buque en un espacio caótico, alteran el orden o se olvidan de las figuras paternas que se difuminan en sus pensamientos volátiles. En relación a los padres, MacKendrick omitió la carta que en el original literario el capitán del barco abordado envía a los progenitores. En ella les comunica la noticia de la muerte de sus hijos y genera el remordimiento por haberlos alejado de Jamaica. Para el matrimonio la decisión de enviar a sus retoños a Europa no resultó sencilla, pero la asumieron ante la certeza de que la colonia no era el lugar adecuado para educarlos. Allí, en los primeros compases del film, crecen salvajes, la muerte no les importa ni les afecta, asimilan costumbres y conductas ajenas a los correctos modales británicos, y, sobre todo, se encuentran a merced de las fuerzas de la naturaleza y de su salvajismo creciente, el cual convence a sus mayores para embarcarlos rumbo a Europa, sin contar con la posibilidad de que el buque sea abordado por piratas. Aunque, en realidad, más que piratas, la tripulación que secuestra a los niños son un grupo de perdedores inofensivos, se visten con ropas de mujer porque solo con el engaño pueden realizar sus fechorías, condenados a desaparecer en la modernidad de mares transitados por barcos de vapor que confirman que la piratería, tal y como la conocen, es un anacronismo. En su nuevo entorno, los siete emprenden la aventura nacida de su interpretación del medio, que difiere de la asumida por los adultos, pero que les permite transitar por un espacio donde Emily y el capitán Chavez (Anthony Quinn) comparten una relación que acerca sus percepciones, ya que el segundo se siente atraído hacia la inocencia que representa en la pequeña, como si con ello recuperase la ilusión de un lejano recuerdo. Los hechos que se suceden a lo largo de la película son fruto de la casualidad, pero también de los niños, que aprovechan su libertad para dar rienda suelta a sus personalidades aventureras y ajenas a los condicionamientos sociales (tanto del entorno colonial como del pirata), y por lo tanto incapacitadas para reflexionar más allá de las necesidades que surgen a cada instante. Ellos no contemplan que la tripulación se encuentre incómoda ni que su presencia potencie la superstición de los marinos, que insisten en la idea de que mantenerlos en la nave trae mala suerte. Pero ni el capitán ni su amigo Zac (James Coburn) creen en supercherías nacidas de la ignorancia de sus hombres, aunque estas parecen confirmarse en acontecimientos puntuales que sí hablan de mala fortuna, como sería la muerte de John, uno de los pequeños, o la herida sufrida por Emily, a quien el capitán cuida con un cariño que, sin expresarse, se descubre en los actos que le enfrentan a sus hombres y en su aceptación de la mentira que cambiará su suerte, y la de quienes navegan con él, para proteger la supuesta inocencia de esa pequeña que se niega a aceptar la trágica realidad en la que se ha visto implicada.

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