viernes, 27 de enero de 2012

Cautivos del mal (1952)



La leyenda y su historia nos cuentan que los primeros pioneros cinematográficos que llegaron a Hollywood se encontraron con desierto y varias casas de adobe. Apenas dos décadas después, el panorama había cambiado. Ya no había cabañas ni discusión posible: el nuevo Hollywood era suma de espejismos, brillo de estrellas hoy desaparecidas y la industria floreciente en manos de los viejos Fox y de los jóvenes Thalberg, primero, y los Selznick y Zanuck, después. El viejo Hollywood de Griffith, Ince o Sennet pasó a ser el imperio de los estudios, de los ejecutivos y de los productores que rendían cuentas y pleitesía al mandamás y a los accionistas. Adiós, disputa, quienes deciden desde entonces son los empresarios que ponen su dinero o velan por los intereses de corporaciones que invierten el suyo. Raras son las excepciones, y en Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, 1952) no las hay, puesto que Jonathan Shields (Kirk Douglas), el productor, es el hombre que hace posible el cine. Él es Hollywood, aunque tres voces disientan y una cuarta conductora, la de Walter Pidgeon, se refieren a él desde una perspectiva en apariencia crítica. No lo hacen, ni disiente ni critican, evidencian su enfado, despotrican y lo alaban, pero sin decirlo con palabras. Sus recuerdos lo confirman, al tiempo que deparan el recorrido que nos acerca al productor, a la figura incorpórea del presente, pero que acaba siendo omnipresente.


Por muy ambicioso y desleal que sea, Jonathan es un hombre hecho a sí mismo, en “idioma” de consumo, un triunfador que representa el ideal de héroe estadounidense; y, más allá de sus traiciones y tejemanejes, su condición triunfal acaba por convertirlo en el héroe de Vincente Minnelli y de Hollywood, que en la película no deja de ser el paraíso donde desterrados y vencidos tienen la puerta abierta —a pesar de las aparentes trabas que dificultan su regreso a casa—. Esto lo corrobora la ausencia del propio Shields, exiliado en Francia en ese presente en el que no se ve en pantalla, pero que descubrimos cuando llama a los tres personajes que, poco después, en el despacho de Harry Pebbel (Walter Pidgeon), ofrecen una idea aproximada del magnate cinematográfico sobre el que gira el film.


La imagen de John Houseman, productor de Cautivos del mal, podría ser una de las múltiples empleadas para dar cuerpo y alma al protagonista de Minnelli. Pero solo sería uno más de tantos personajes reales que pueden reconocerse en Jonathan, entre ellos Val Lewton y Selznick. Hay evidencias suficientes a lo largo de la película que corroboran estas y otras presencias. Aportan cierto tono paródico a la autenticidad y a la adulteración de realidades que llegan a nosotros suavizadas e incluso glamurosas. El filtro de la industria es el que es, de modo que este espléndido recorrido por los entresijos del negocio cinematográfico, y posiblemente una de las mejores películas de Minnelli (en su filmografía las hay muy buenas), es al tiempo una alabanza mal disimulada, irónica y, por momentos, despiadada, al productor y a su reino de fantasías de celuloide, también de miserias silenciadas. Con su elegancia habitual, Minnellli se pasea por el mundo del cine, el que le da de comer y el que ama, para acercarnos luces y sombras, pero no hurga en heridas, ni se detiene en espectros ni destapa miserias como sí había hecho Billy Wilder en la más feroz, arriesgada y oscura El crepúsculo de los dioses (Sunsent Boulevard, 1950). El responsable de Un americano en París (An American in París, 1951) está por encima de cualquier intención de herir a los suyos, prefiere perseguir el recuerdo de un productor cuya ambición es más grande que su propio sueño, y debido a ello sucumbe, pero todos estamos seguros de que su fracaso no es su derrota, solo un alto en el camino, puesto que a nadie escapa que Shields no se dará por vencido, quizá porque, para él, no exista nada más que el triunfo, el realizar la buena película que alimente su ego y llene su vacío.


Solo uno de los tres acepta la llamada telefónica desde París, pero lo hace para mandarle al cuerno. ¿A qué se debe el rechazo? Minutos después, Harry, productor ejecutivo de los estudios Shields, les reúne en su oficina para explicarles que Jonathan pretende producir una nueva película. Resulta irónico que ahora esté en manos de quienes nada quieren saber de él. Los precisa para alcanzar el éxito y obtener la financiación necesaria. Precisa a Fred Amiel (Barry Sullivan), a Georgia Lorrison (Lana Turner) y a James Lee Bartlow (Dick Powell). Pero ninguno está por la labor de ayudarle, ni de colaborar con él.


Queda claro que existen cuestiones personales e historias cruzadas que impiden un acercamiento. Se comprende de inmediato, de igual modo que se conoce que han marcado las vidas de los narradores. Todo apunta en una dirección, pero es aquí donde entra en juego lo irónico y lo complejo del asunto. La respuesta no es sencilla, ni tan clara como asumen los ofendidos en el despacho del ejecutivo. Previo a los retrocesos temporales que dan forma subjetiva(s) a Cautivos del mal se diría que Jonathan Shields los manipuló y los usó a su antojo. Cierto. Pero gracias a él, en el ahora, salvo la suya —la del hombre que se ha hecho a sí mismo y que volverá a hacerse las veces que haga falta—, sus carreras son las más exitosas. Y esto parece pesar mucho en un ámbito que se mide en éxito y dinero.


Aparte de las breves escenas en el presente, la historia se compone de tres analepsis introducidas y guiadas respectivamente por un personaje, siguiendo un orden temporal. El primer recuerdo parte de Fred, y retrocede a los primeros momentos, cuando, arruinado, Shields solo podía mirar hacia arriba. Amistad, quizá admiración mutua, y la colaboración, darían sus frutos cuando, tal que Val Lewton y Jacques Tourneur, Jonathan y él comenzaron a trabajar en las películas de bajo presupuesto de Harry Pebbel. Una de ellas, alcanzó cierto éxito y, alguien tan ambicioso como Jonathan, necesitaba más; de modo que vio con buenos ojos la propuesta de Fred, que le propuso un guion en el que llevaba tiempo trabajando: la adaptación de un libro que nadie creía que pudiese rodarse. Fred estaba convencido de que él podría dirigirlo, y Shields también. Reescribieron la historia y la presentaron al jefe, poco dispuesto a producir una película de un millón de dólares. Hasta ese momento habían compartido un sueño que finalizó cuando Jonathan aceptó entregar la dirección a un prestigioso director, porque creía que su amigo no estaba preparado o quizá su gran ambición le empujó a tomar dicha decisión. Fuera una u otra, resultó un duro golpe para Fred. Traicionado y rota la amistad, el joven director recibió la patada como el impulso imprescindible que le ayudó a superarse y a conseguir ser el realizador de mayor éxito.

La historia regresa al presente, al despacho donde Pebbel asume la misión de recordarles que, sin Jonathan, ninguno hubiese logrado ser lo que son; realidad que se comprueba a la perfección en el recuerdo de Georgia Lorrison. La vida de Georgia giraba en torno a la figura de su padre, un famoso actor fallecido tiempo atrás, pero cuyo fantasma semejaba perseguirla obligándole a refugiarse en el alcohol. Su encuentro con Jonathan marcaría un nuevo comienzo y le proporcionaría la oportunidad de creer en sí misma, de deshacerse del pasado y de enamorarse perdidamente del hombre que la creó como actriz y la colmó como mujer hasta el día del estreno de la película que la encumbraría.

Shields no es un hombre malvado, ni siquiera sería un tipo negativo, más bien parece ser un hombre poseído por la idea de hacer grandes películas, pero tampoco cabe la menor duda de que se trata de un tipo egoísta, quizá no más que cualquiera de ellos; pero Jonathan no esconde sus intenciones, siendo capaz de cualquier acción para llevar a cabo su empresa, aunque para ello se dañe a sí mismo, porque en cada ocasión pierde una parte importante de su humanidad (la amistad de Fred o el amor de Georgia, a quien seguramente amó y todavía ama, aunque sólo sea por ser su creador).

El tercer flash-back se inicia en la mente de James Lee Bartlow, el joven escritor que se dejó convencer por la ambición de su esposa (Gloria Grahame) y por Jonathan (que parece poseer el don de atraer a las personas) para trasladarse a Hollywood, donde colaboraría en la adaptación de su primera novela. James Lee es el único de los tres que rechazó a Jonathan en su primer encuentro, sin embargo, no tardaría en sentir aprecio por él, hasta que un descubrimiento relacionado con el fallecimiento de su esposa les alejaría definitivamente; pero también le convierte en el gran escritor que es en el presente.

Estos tres representantes del mundo del cine, acompañados por el cuarto miembro de la reunión(también confiesa que debe a Shields la suerte de haber participado en la producción de algunas de las grandes películas de Hollywood), sirven para ofrecer la imagen de un productor que pretende alcanzar las cotas más altas dentro del cine, y para ello no duda en utilizar su personalidad y su talento para controlar a las personas y aquellas cuestiones relacionadas con su equipo, ya sea escribir, dirigir, manejar o crear a una actriz de la nada.



No hay comentarios:

Publicar un comentario