jueves, 19 de enero de 2012

El gran dictador (1940)


El discurso del barbero judío (Charles Chaplin) al final de El gran dictador (The Great Dictator, 1940) verbaliza cuanto Chaplin dijo en silencio durante años, en cada una de sus películas. Sus palabras, ahora audibles para el público, son su llamada a la solidaridad, a la compasión, a la libertad, a la democracia, a la convivencia entre los pueblos y la humanidad que los conforman. Sinceras y acertadas, resumen cuanto quiso decir con su cine y, además, agudizan su discurso y disparan certeras contra los totalitarismos que el genial cineasta satiriza demoledor. Su sátira, agridulce y tan humana como los sentimientos y emociones que el cómico comunica, se rodó en una época que pasa por ser uno de los periodos más convulsos de la Historia de la Humanidad. Fue una época de totalitarismos y fanatismos, de marionetas adoctrinadas y, por tanto, carentes de pensamiento crítico, dominadas al antojo de la propaganda y de líderes como Astolfo Hynkel (Charles Chaplin), que arrastra a su pueblo hacia el sinsentido que predica, cuestión que se aprecia durante su arenga inicial ante la multitud que le aclama, a pesar de no entender sus palabras. Esta primera aparición en público descubre varias características de los dictadores: hablan mucho y dicen poco, y lo que dicen resulta incomprensible, pero eso sí, tienen a su servicio traductores simultáneos a quienes antes de empezar se les entrega un papel con las traducciones que deben emitir en los medios de comunicación, cuestión de imagen y de arrastrar tras de sí a las masas que se dejan contagiar por el fervor de sentirse parte de algo. Así, pues, se descubre que en Tomainia no existe libertad de expresión, ni de pensamiento, al ser condicionado de forma constante, y estas inexistencias deparan la total ausencia de respeto por la vida humana. Hynkel es un gobernante bajo y moreno, eternamente malhumorado, extraño prototipo de la raza que defiende; él y sus colaboradores, el ministro de defensa Herring (Billy Gilbert) y el ministro de propaganda Garbitsch (Henry Daniell), abogan por un mundo lleno de hombres rubios y de ojos azules; idea que les lleva a la conclusión de que después de perseguir a los judíos irán a por los morenos. Las persecuciones y las vejaciones sufridas por los judíos son desconocidas para el barbero cuando regresa al gueto, pues desde la Gran Guerra, en la que Tomainia cayó derrotada, padece una amnesia que le ha apartado del mundo y de la realidad que se vive en el país. Chaplin presenta a este personaje durante la guerra, empalmando tres planos que dan la sensación de un solo plano secuencia con el que recorre las trincheras antes de centrar su atención en el súper cañón "Berta" y su artillero, el barbero. Es la viva imagen de Hynkel, pero resulta totalmente opuesto en su humanidad. De un lado a otro, deambula por el frente hasta que, finalmente, ayuda al comandante Schultz (Reginald Owen) y ambos huyen en el avión que acabará estrellándose y provocando la amnesia del héroe chaplinesco. Los años pasan, los titulares de los periódicos lo confirman, al tiempo anuncian la subida al poder del dictador. Tras abandonar el hospital sin el alta médica, el barbero regresa a su barbería donde no se percata ni del tiempo transcurrido (aunque le extraña la suciedad y las telas de araña que reinan en el local) ni de los cambios que se han producido durante su larga convalecencia (no se percata de las pintadas en las paredes o en las ventanas), pero, a pesar de su despiste, no tarda en comprender que allí reina la desconfianza y el miedo. De manera similar comprueba como las calles se encuentra vigiladas por fuerzas de asalto que atosigan a sus pacíficos vecinos. En ese instante aún carece de explicación para un hecho tan lamentable. Si no lo hubiera visto con sus propios ojos, el hombrecillo nunca habría creído que en su país se llegaría a perseguir a sus ciudadanos, a hombres y mujeres que, como él, aman a su tierra y se han sacrificado por ella. Tampoco pensaría que iba a conocer y enamorase de Hannah (Paulette Goddard), ni que de nuevo se encontraría con Schultz, el oficial a quien salvó la vida durante la guerra y que, en un momento determinado, le devuelve el favor sacándolo de un embrollo con las fuerzas del desorden. Mientras el barbero descubre el nuevo mundo, en otro lugar del país, en su palacio, Hynkel sueña despierto con dominar un globo terráqueo que bailaría al ritmo que él marcase; sin embargo, no es más que un sueño efímero que acabará explotando en sus manos. Sin escuchar la advertencia del pinchazo, el pequeño dictador prepara la invasión de Osterlich, el país vecino al que también amenazan las fuerzas del líder de Bacteria, Napoloni (Jack Oakie). Hynkel y Napoloni, tal para cual, se reúnen para alcanzar un acuerdo, momento que permite observar la competición que se desata entre ellos por ser más y mejor que el otro. Chaplin realiza una brillante caricatura de estos dos dictadores cuyo parecido con alguna persona real no sería pura coincidencia, y expone su peculiar y magnífica visión de cómo serían estos líderes autoritarios, Napoloni y Hynkel, que amenazan con su ¿política? a la humanidad; pero, en manos de El Gran Chaplin, también desvelan su incapacidad y su sinsentido de una forma tan divertida como certera.

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