martes, 3 de enero de 2012

La carreta fantasma (1920)



Reconocida, premiada —fue la primera premio Nobel de la historia—, y admirada en su país, la escritora sueca Selma Lagerlöf quería dejar de ser considerada una autora de libros accesibles y “agradables”, quería un cambio en su literatura, de modo que decidió escribir sobre <<un tema repugnante, algo que no todo el mundo puede soportar leer>>. Pero si el libro resultante fue bien recibido por la crítica, su adaptación cinematográfica superó tal recibimiento y se convirtió en uno de los referentes cinematográficos de su época —y aún hoy, su fama supera la de su fuente literaria. La carreta fantasma (Körkarlen, 1920) rodada por Victor Sjöström fue, en su momento, un film revolucionario; no en cuanto a trama, ideas o moral subyacentes, sino a su valor formal: el uso de la fotografía o la doble exposición desarrollada por el director sueco y el cámara Julius Jaenzon. Gracias a esas formas, la 
combinación entre pasado y presente realizada por Sjöström en La carreta fantasma alcanza perfección en el magistral uso de las múltiples analepsis que componen la estructura narrativa. Con estos retrocesos temporales jugó con el tiempo, pero su propuesta fue más allá, al conceder protagonismo al tono sobrenatural que fluye de la iluminación y de la fotografía de Jaenzon, del encadenado de sus escenas y de las innovadoras sobreimpresiones con las que dio cuerpo a los límites que separan lo terrenal de lo espectral, la vida de la muerte y la cordura de la locura.


Los recursos empleados por el realizador sueco enfatizan la complejidad psicológica de sus personajes, aun a riesgo de generar incomprensión en el público de la época, poco acostumbrado a los hallazgos narrativos y visuales de una película que no dejó indiferente, como tampoco lo hizo el ingenio de un cineasta indispensable en la evolución del cine.
Sjöström abrió su cuarta adaptación de una novela de Selma Lagerlöf con imágenes que muestran a la hermana Edit (Astrid Holm) agonizando y rogando que lleven a David Holm (Victor Sjöström) ante su lecho de muerte. En ese instante inicial, el espectador ignora quién es el uno y la otra, ni sabe cuál es la relación que mantienen la moribunda y el desconocido a quien desea ver antes de morir. Desde esta ausencia de información, la estructura escogida por Sjöström recompone las piezas de una historia que comienza en ese instante de dolor, que da paso a la presentación del protagonista, el tal Holm, que aguarda la entrada del Año Nuevo apurando una botella mientras comparte con dos iguales el relato que da pie a la primera analepsis, que a su vez introduce la leyenda que su amigo Georges (Tore Svennberg), más que asustado aterrorizado, cuenta a sus oyentes. La macabra narración da paso a la visualización de la carreta fantasma y del espíritu que la guía por el mundo de los vivos recogiendo las almas de los difuntos que debe conducir hasta el desconocido reino de la Muerte.


La idea de la muerte como personaje aparece en otro film contemporáneo,
Las tres luces (Der müde tod; Fritz Lang, 1921), y también sería empleada años después por Mitchell Leisen en La muerte de vacaciones (Death Takes a Holyday; 1934) e Ingmar Bergman en El séptimo sello (Det sjunde inseglet; 1957), sin embargo, al contrario que en los imprescindibles títulos de Lang, Leisen y Bergman, la muerte expuesta por Sjöström no cobra cuerpo humano, sino que su presencia no se concreta más allá del espectral cochero en quien delega funciones y a quien sustituye cada año por aquel o aquella que abandona el mundo de los vivos durante la Nochevieja, cuando suenan las doce. El recuerdo de esta historia introduce la parte fantástica de una obra maestra del cine mudo, en la que el guía sobrenatural guarda cierto parecido con los fantasmas del pasado y del presente de Cuento de Navidad al ofrecer al protagonista la posibilidad de recordar y observar. Tras este primer salto temporal, David se niega a acudir a la llamada de la moribunda y sus dos compañeros lo apaleen hasta que cae sin vida. Como no podía ser de otra manera, en ese momento el coche espectral hace su aparición, guiado por quien reclama su alma para que lo sustituya en el ingrato vagar por los confines del planeta en busca de los espíritus de los muertos. Este encuentro fantástico, mortal y no deseado, superpone imágenes para que Georges (fallecido a las doce de la Nochevieja pasada) y David adquieran sus figuras incorpóreas en el mismo plano en el que se observa el cuerpo físico del primero tendido sobre el suelo. Esta secuencia, en la que se muestran dos mundos opuestos, permite el reencuentro entre viejos conocidos y la posibilidad de visualizar los recuerdos de Holm: sus breves momentos de felicidad al lado de su familia y el mal que hizo como consecuencia de su dependencia del alcohol. Dejando a un lado el mensaje moralizante pretendido por el realizador, siempre presente a lo largo del metraje, durante este flashback se muestra a un hombre que se siente responsable del asesinato cometido por su hermano (porque este imitó su vicio) y que pretende cambiar de vida, sin embargo esta intención desaparece cuando regresa al hogar y descubre la ausencia de su esposa (Hilda Borgström), que, cansada de una vida marcada por la desesperación, ha huido de su lado. Esta desaparición altera el pensamiento del protagonista hasta el extremo de prometerse que la encontrará y le hará pagar por el doloroso vacío que conlleva el inesperado abandono. Así deambula por Suecia, convertido en el ser ruin e incapaz de sentir más allá del rechazo que lo define durante su contacto con la hermana Edit. El pasado que observa en compañía del siervo de la muerte, más que permitirle, lo obliga a recordar aquellos hechos de los cuales empieza a arrepentirse en el presente, cuando el espíritu lo conduce ante el lecho de la moribunda y poco después hasta el hogar donde su mujer pretende envenenarse y envenenar a sus hijos para poner fin al sufrimiento del cual David y su dependencia del alcohol son responsables.

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