lunes, 6 de febrero de 2012

Surcos (1951)


Común a todas las cinematografías totalitarias es la fantasía oficial que, velando verdades y suprimiendo libertades, vende la realidad deseada por la ideología totalitaria o por el dictador de turno, aunque su “realidad” niegue la evidente cotidianidad que se vive en el día a día del país. En el cine español de la posguerra prevaleció tal fantasía y, claro, no se produjo un movimiento realista, como sí se desarrolló en otras cinematografías europeas. No pudo desarrollarse, salvo en una serie de títulos aislados, porque hablar de la realidad y reproducirla en la pantalla era impensable bajo el gobierno de la dictadura. No obstante, existen producciones que, o bien desde la comedia o bien desde el drama, mostraron aspectos sociales de la realidad del momento. Una de esas excepcionales islas cinematográficas, rodeadas de mares de mediocridad, fue Surcos (1951), sin duda, uno de los grandes referentes de la época. En ella, José Antonio Nieves Conde, con Torrente Ballester como guionista, abordó el éxodo rural de hombres y mujeres que esperaban encontrar en la gran ciudad la oportunidad de saborear las comodidades y el bienestar a los que no tenían acceso en el campo. Pero, tras los primeros días de duro aprendizaje, la mayoría de estos inmigrantes descubrían que el espejismo urbano, la ilusión proyectada, desaparecía entre un panorama hostil, pesimista, miserable. Para constatar este hecho, Nieves Conde empleó un tono que bebe de forma directa del neorrealismo italiano (al cual se alude en un escena determinada de la película), sobre todo se descubre dicha influencia en las escenas que describen las calles de Madrid, donde los robos y la miseria se hacen patentes cuando los distintos miembros de la familia Pérez las recorren desde su ilusión inicial, generada por su inocencia y por el desconocimiento de la realidad que les aguarda, hasta su forzosa adaptación a las duras exigencias de un espacio y de un tiempo (in)humanos que desmiembran al núcleo familiar, en muchos aspectos similar al que nueve años después protagonizaría 
Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi destelloLuchino Visconti, 1960).


El cineasta inicia Surcos con la llegada a la estación de una familia que muestra la breve ilusión que se genera como consecuencia de su ignorancia de la realidad que les espera, una ignorancia que empieza a desaparecer cuando surge el primer problema tras instalarse en la casa de una parienta que les cobra el alquiler. La necesidad de encontrar un trabajo con el que mantenerse se convierte en una prioridad que transforma a la madre (María Francés) en un ser mezquino que solo piensa en conseguir el dinero que les permita permanecer en un entorno que se desvela hostil y peligroso para la unión familiar. El cambio que se produce en ella podría ser fruto de su negativa a asumir su derrota y regresar al pueblo que la ha visto partir, sentimiento que unido a su manera de enfocar la situación
 la alejan de los valores que habrían regido el seno familiar antes de su llegada a Madrid, y que, irremediablemente, le enfrenta a un cabeza de familia mermado por su desorientación dentro de un medio al que le resulta imposible adaptarse. Manuel Pérez (José Prada) asume que no puede cambiar a pesar de que intenta adaptarse para evitar que su familia se desmorone, su esfuerzo queda recogido en sus  labores domésticas o en la venta ambulante de tabaco y caramelos por las calles en las que se le exigen los papeles necesarios para que pueda ejercer el oficio. Aunque la realidad no solo le golpea a él, sino a cada uno de sus hijos. La falta de comprensión y de apoyo quedan patentes tras el robo que sufre Manolo (Ricardo Lucía) mientras realiza un reparto, un hecho del que no es culpable, pero que le acarrea graves consecuencias, como el despido inmediato o la obligación de abonar el valor de la mercancía sustraída. Pero a Manolo lo que más le afecta es la reacción de su madre, que le recrimina el haber perdido el empleo, cuestión que le obliga a dejar el hogar paterno y a vivir deambulando por unas calles en las que se descubren situaciones similares a la suya. La corrupción y la ilegalidad rodean a Pepe (Francisco Arenzana) al dejarse embaucar por Pili (Maruja Asquerio), quien le insiste en medrar dentro del mundillo del robo y del estraperlo en el que ella se mueve en compañía de su novio, violento y traicionero, conocido como El Mellao (Luis Peña), quien desde el primer momento ve en Pepe a un rival. No andaba desencaminado ese mal tipo, porque Pili y Pepe no tardan en iniciar una relación en la que se disponen a compartir el mismo lecho, cuestión que Manuel Pérez no puede tolerar debido a su educación basada en un fuerte costumbrismo moral. Tras la marcha de Pepe, se produce otra desgracia para la familia como consecuencia de la relación de Tonia (Marisa de Leza), la hija pequeña, con “Chamberlain” (Félix Dafauce), el estraperlista para quien trabaja Pepe. Este espécimen de escasa ética se muestra amable, pero únicamente porque desea aprovecharse de la belleza, de la inocencia y de la ambición de la menor de los Pérez, a quien ofrece un empleo como sirvienta en la casa de su amante. Pero su deseo por Tonia crece y la anima a que acuda a clases de canto antes de hacerla debutar en una actuación que él mismo se encargará de que fracase, para, de este modo, conseguir la desesperación de una joven que buscará consuelo y se convertirá en su nueva amante, hasta que a él le dure el capricho. Como consecuencia de todo cuanto se ha dicho, el medio urbano mostrado por la cámara y el rural expuesto desde las primitivas personalidades de los miembros de la familia nunca se equilibran, sino que se confrontan condenando a la unidad a desaparecer para dar paso a la inevitable adaptación que implica la pérdida de la identidad que los definía como núcleo y la aceptación de la nueva individualidad que asumen para sobrevivir lejos de sus raíces.

2 comentarios:

  1. Es verdad esa semejanza entre el film madrileño de Nieves Conde y la magna saga épica milanesa de Visconti. La ambición estética y la profundidad psicológica y filosófica no es comparable. Nieves Conde retrata un Madrid miserable y casticista (no muy diferente del actual, pese a todos los cambios aparentes), con seres ambiciosos de corte folletinesco, y una evidente limitación de la censura en su desarrollo. A mí me parece una incontestable obra maestra del cine español, pero no admite comparación con Rocco

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    1. Totalmente, coincido contigo, no son comparables, pero existen similitudes que se repetían en la realidad de las migraciones internas de aquella Italia de Visconti y de la España de Nieves Conde. En ambos casos, el éxodo del sur italiano al norte y del rural español a Madrid, Barcelona o Bilbao llevó consigo el inevitable desmembramiento y fin del núcleo familiar tradicional. Además, el crecimiento periférico de los centros urbanos de acogida fue una realidad que enriqueció a unos pocos y estableció al emigrante en espacios marginales donde, por supervivencia o instinto de adaptación al nuevo medio, estaba obligado a olvidar viejas costumbres y asumir nuevos hábitos, a veces a base de palos o dando palos. Considero, quizá equivocado, que Italia y España tenían en común, aparte de su origen latino y mediterráneo, y otros factores, y de diferencias tan claras como los sistemas de gobierno de entonces, esos dos espacios separados por los kilómetros y por sus condicionantes sociales, culturales, económicos, religiosos, pues, donde apenas había desarrollo, la influencia de la moral católica en la vida cotidiana era mayor que en grandes ciudades como Milán o Madrid. Por lo demás, las películas difieren. Como bien dices hay mayor carga psicológica y ambición estética el film de Visconti, para mí una de sus grandes obras.

      Saludos

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