domingo, 22 de abril de 2012

Oro en barras (1951)


Por lo visto, todos conocen al hombre que regala billetes mientras intenta mantener una conversación con alguien que le acompaña. ¿A qué se debe semejante despilfarro? La respuesta se encuentra en el largo flasback que se inicia desde las palabras de ese generoso mecenas llamado Holland (Alec Guinness). En su recuerdo se observa que sus jefes le tienen por honrado y por poco imaginativo; en apariencia se trata de un hombre gris que lleva veinte años vigilando el transporte de lingotes de oro; pero Holland no es honrado, sino paciente, tampoco carece de inventiva, pues, con el paso de los años, ha perfeccionado un plan que le proporcionaría la riqueza que siempre ha visto y que nunca ha podido lograr. Para que se ponga en movimiento sólo debe superar un pequeño pero, ¿cómo sacar los lingotes del país? Su nuevo vecino, Pendlebury (Stanley Holloway), trabaja para una empresa de recuerdos, en cuyo almacén, Holland observa el pequeño horno donde funden el metal y lo convierten en torres Eiffel en miniatura; allí, delante de sus ojos, encuentra la solución para su problema. En un principio, la película dirigida por Charles Crichton iba a ser un policíaco, pero por fortuna alguien tuvo la brillante idea de convertirla en una comedia ácida y muy divertida que se centra en ese par de honrados ciudadanos que pretenden dejar de serlo. Si quieren alcanzar su meta, deben darse prisa y poner el plan en marcha antes de que asciendan a Holland, ya que a uno de sus superiores se le ha metido en la cabeza la idea de compensarle por tantos años de servicio, oportunidad profesional que no inmuta a una mente criminal que casi puede palpar el oro en barras con el que lleva soñando desde quién sabe cuándo. Holland y Pendlebury necesitan refuerzos, a poder ser delincuentes profesionales, a quienes pretenden encontrar entre el gentío lanzando un anzuelo en el que pican Shorty (Alfie Bass) y Lackery (Sidney James). Completado el equipo y estudiado el plan, Holland ocupa su puesto habitual en el interior del furgón que transporta el oro, Pendlebury entretiene a uno de los guardias para que Shorty se apropie del transporte, gracias a la aparición en bicicleta de Lackery, quien advierte al conductor del furgón que la rueda está deshinchada. Desde que se hacen con el botín el film se enreda en el disparatado intento por superar las numerosas trabas por las que deben pasar los delincuentes, sin embargo, aunque no lo crean, no todo está perdido. Los mejores momentos de Oro en barras (The Lavender Hill Mob, 1951) se producen tras la llegada de los dos ladrones a París, ciudad a la que han enviado las torres doradas, donde descubren que la empleada de la sucursal ha vendido seis de las figuras a seis niñas inglesas. Holland y Pendlebury se enfrascan en una divertida persecución que les lleva a la famosa torre parisina, y de allí a la aduana, donde son retenidos en todos los puestos habidos y por haber, imposibilitando de ese modo que pueda dar alcance a las pequeñas turistas. La mente delictiva de Holland le advierte de que deben regresar a Londres y visitar el colegio de las niñas, porque no pueden dejar ninguna pista que conduzca hasta ellos. El humor que da cómico sentido y sinsentido al film de Charles Crichton suma elegancia y mordacidad, alcanzando su punto más irónico en un excelente final, cuando la imagen regresa de nuevo al excéntrico millonario que ya ha dejado de repartir billetes. Resumiendo, Oro en barras es una de la grandes comedias realizadas en la Ealing,de Michael Balcon, que contó con habituales de la casa como el director de fotografía Douglas Slocombe, el editor  Seth Holt o su inolvidable pareja protagonista: Alec Guinness y Stanley Holloway; y como apunte curioso asoma (al principio del film) brevemente Audrey Hepburn, antes de alcanzar fama mundial gracias a su princesa en Vacaciones en Roma (Roman Holiday).

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