miércoles, 18 de abril de 2012

¡Qué verde era mi valle! (1941)


La voz nostálgica del Huw adulto atraviesa el marco de la ventana de la casa en la que siempre ha vivido, la misma que está a punto de abandonar para no regresar jamás mientras afirma que los rostros y recuerdos del pasado se hacen más nítidos y reales que cualquier acontecimiento de su presente. Sus palabras muestran al niño que fue, las casas, el valle y las personas que marcaron su infancia y su vida. Sus pensamientos son para ellos antes de despedirse para siempre de las tierras donde, en un pasado lejano, fue feliz. ¡Qué hermoso era su valle antes de que los residuos del carbón cubriesen su verdes laderas! ¡Qué tranquilo sin el hambre, las huelgas y los despidos que rompieron una vida familiar, pacífica y amistosa!, exclama la sensibilidad de John Ford en las imágenes de ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941), en sus personajes y en cada palabra pronunciada por la voz de Huw, que, además de expresar sentimientos de admiración, ternura o amor, transmiten los cambios que se produjeron a su alrededor y que convirtieron su paraíso infantil en un lugar donde los prejuicios y la falta de oportunidades rompieron la armonía de su familia. Los Morgan eran mineros, personas de bien que solo pretendían llevar una vida digna, en la que no faltara un plato en esa mesa alrededor de la cual se reunían y no hablaban. Sin embargo, sus lazos no tardaron en romperse como consecuencia de un presente aciago que los obligó a desperdigarse por el mundo, en busca de las oportunidades que su valle les negaba. La marcha de los hermanos se produjo en silencio, figuras que se alejaban en una oscura y triste soledad, la misma que dominaba a esos padres que no se despedían, porque así mantenían la ilusión de que sus hijos siempre vivirían en aquel hogar que Huw recuerda durante toda la película desde la emoción y el desencanto que le produjo el final de una época que añoraría hasta el final de sus días. Por las calles su pueblo minero, Huw (Roddy McDowall) corría y disfrutaba camino de la tienda en la que compraba aquellos caramelos que parecían no acabarse nunca. Fue por aquel entonces cuando descubrió su primer amor: Bronwyn (Anne Lee), la prometida de su hermano Ivor (Patric Knowles). Pero, además de Ivor, Huw tenía otros cuatro hermanos, también mineros como su padre (Donald Crisp), y una hermana llamada Angharad (Maureen O'Hara), jovial y decidida, que no tardaría en enamorarse del hombre que acababa de instalarse en la vicaria del pueblo. El pastor Gruffydd (Walter Pidgeon) marcó de un modo especial la vida de Huw y de un modo trágico la de Angharad. Gruffydd y Angharad se enamoraron en el instante que cruzaron sus miradas, todo apuntaba a que pronto estarían juntos, sin embargo, las decisiones, a menudo no deseadas, les separaría irremediablemente. El pastor, consciente de que no podría ofrecer a Angharad lo que ella se merecía, rompió sus esperanzas y las de la joven, lo que provocó que ella aceptase asumir un matrimonio indeseado y que nunca la satisfizo, porque nunca podría borrar un amor verdadero, pero imposible. La nostálgica y omnipresente mirada del joven protagonista de ¡Qué verde era mi valle! nace del recuerdo de su despertar a la vida, y lo hace de tal manera que permite al espectador ser testigo excepcional de sus descubrimientos e ilusiones, y de su paulatina comprensión de cuanto le rodea y afecta como sería el desmoronamiento de una familia en la que su padre era la cabeza y su madre (Sara Allgood) el corazón, pues en ella residía la fuerza que los mantenía unidos, como demostró al plantar cara a los huelguistas que habían atacado a su marido. Allí, delante de todos (hijos incluidos), soltó un discurso con el cual dejó clara su postura y evidenciaba la estupidez de unos vecinos a quienes el señor Morgan nunca había dañado. Satisfecha, se retiró con su hijo Huw, pero con la mala fortuna de caer en un charco helado, del cual lograron sacarles con vida. Desde aquel instante, la señora Morgan y su pequeño permanecieron convalecientes sin poder levantarse de la cama. Las piernas de Huw se habían congelado y el muchacho se convenció de que nunca podría volver a andar, hasta que la presencia del señor Gruffydd, con sus palabras y sus libros, le devolvió la sonrisa, que implicaba la esperanza de volver a caminar entre las hierbas y las flores de su valle, el mismo lugar que describe con la certeza y la emoción de que mientras él viva aquellos rostros del pasado no desaparecerán.

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