lunes, 11 de junio de 2012

Diario de un cura rural (1951)


Pocos cineastas han sabido captar, reflexionar y dar forma audiovisual a la aflicción, la angustia y la soledad interior como lo hizo Robert Bresson en 
Diario de un cura rural (Journal d'un curé de campagne, 1951), que, más que una película al uso, siento cual reflejo cinematográfico de un alma desolada que, en su agonía, cae sobre mí como una pesada losa, de un ser 
perdido entre miedos, rechazo y dudas. Dicho reflejo, austero y frío, se materializa en las imágenes que nacen del pensamiento que el protagonista plasma en su diario, lo cual obliga al espectador, más que invita, a transitar por el dolor espiritual que siente el joven religioso, condenado por su naturaleza, por su interpretación ilusa del catolicismo y por el entorno que le repudia y donde no encuentra aceptación ni respuestas. El manuscrito del cura rural, de sempiterno rostro lastimero interpretado por Claude Laydu, recién llegado al pueblo de Ambricourt, desvela soledad y la crisis emocional y existencial en la que se ve inmerso, como consecuencia del rechazo de quienes le rodean, pero también se encuentra condicionado por su precaria salud, aquejado de cáncer de estómago, que le sume en una reflexión pesimista y en una dieta de pan duro y vino que considera adecuada para el mal físico que le aqueja, quizá porque crea que pan y vino son cuerpo y sangre de Cristo. La voz de párroco es la voz del narrador, la voz del diario, la voz de lo que calla y la que solo puede hablar al escribir en la intimidad donde describe sus impresiones y reflexiona, impresionable, afligido, solitario, deambula por su pensamiento, su universo interior, que cobra forma cinematográfica en las imágenes de las palabras de sus textos, que también nos descubren su entorno: el dolor espiritual que muestra la condesa (Marie-Monique Arkell), quien desde la muerte de su hijo no encuentra consuelo, o la ambición, manipulación y juventud de Chantal (Nicole Lamiral), la hija; realidades que muestran cierto paralelismo con la existencia del cura que, dominado por su dolor físico y metafísico, busca respuestas para su existencia y la validez de su fe.


J
unto Pickpocket (1959) y Un condenado a muerte se ha escapado (1956), Diario de un cura rural forma la excelente trilogía que indaga en el alma de tres seres que presentan dos aspectos comunes: la soledad y la desorientación que les produce su entorno. Robert Bresson, cineasta esencial, creó un ambiente de gran desolación para su adaptación de la novela de Bernardos (posteriormente volvería a adaptar al autor en Mouchette), pues el personaje principal siempre muestra su agonía y su incapacidad para encontrar respuestas a sus preguntas, compadeciéndose de sí mismo y alejándose de cualquier atisbo de esperanza. Su llegada a Ambricourt estaría condicionada por el rechazo de sus vecinos, cuestión que le afecta y que escribe en las líneas de un diario que se convierte en el hilo conductor del film, combinando su lectura con las imágenes que se observan. Su único consuelo serían sus charlas con su mentor, el cura de Torcy (Adrien Borel), pero no le bastan para hallar la serenidad interior que estabilice su pensamiento y le aleje de esa soledad que parece traspasar la pantalla, y que se convierte en una realidad tangible para quien observa su agónica reflexión sobre la existencia en un presente pesimista y doloroso.

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