sábado, 30 de junio de 2012

Lo que el viento se llevó (1939)


En la década de 1930, la MGM contaba entre sus ejecutivos con dos productores de gran talento y visión cinematográfica, Irving Thalberg y David O. Selznick, que intervenían en las películas que producían para poner su impronta. Pero, mientras el primero nunca aparecía acreditado en los títulos que producía, el segundo buscaba el reconocimiento y la independencia, lo que le llevó a crear su propia productora. Con la Selznick International Pictures en marcha, el ejecutivo empezó a barajar proyectos, entre los que se contaba este colosal ejemplo de película hecha por y al gusto de su productor. Ni de su director acreditado (Victor Fleming) ni de los no acreditados (George Cukor, William A. Wellman o Sam Wood, entre otros), menos aún de sus guionistas, Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939) es, en lo mejor y en lo peor, obra de Selznick, que encontró en este melodrama, ambientado durante la guerra de la secesión, su vellocino dorado, el que en ese instante lo entronizó como rey de Hollywood. El film, a pesar de que su mítica y su popularidad suelen ocultarlo, lastra una narrativa que en muchos momentos de su extenso metraje fuerza su dramatismo y abraza sin rubor el exceso melodramático. En no pocos momentos cae en la teatralidad y sus personajes estereotipados bordean el ridículo, del cual se libran porque ninguno podría ser de otro modo. Su naturaleza es el tópico exagerado y superficial. Con todo, Selznick triunfó a lo grande. Y lo logró porque consiguió la atención necesaria para que su proyecto ya triunfase antes de ser rodado y estrenado. Pocas producciones habían dado tanto de que hablar, incluso antes de completar el reparto —por ejemplo, la elección de la actriz principal acaparó páginas y más páginas en la prensa—. La película no escatimó en medios técnicos; al contrario, fue generosa y contó con excelentes profesionales: William Cameron Menzies (quien también dirigió algunas escenas), que se encargó del diseño de los decorados, Ernest Haller, cuyo uso del travelling y del color sentaron cátedra, o el magistral Max Steiner, que compuso una partitura que alcanza su clímax en los leitmotiv que se repiten a lo largo de las cuatro horas de duración —sobresaliendo el tema de Scarlett en Tara, la hacienda de los O'Hara—. Para poner en marcha el proyecto, Selznick compró los derechos de la única novela escrita por Margaret Mitchell, a él poco le interesaba si era buena o mala, no llegó a leerla (o eso se dijo). Su gusto literario era otro, pero el éxito de ventas del libro le había convencido para desembolsar cincuenta mil dólares en 1936 y poner en marcha su ambiciosa adaptación cinematográfica. No obstante, aun con los derechos en su poder, el rodaje se retardó dos años debido a su complicada pre-producción.


En un primer momento, la única opción de Selznick para la dirección era George Cukor, sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, el productor empezó a tener dudas respecto a la elección de su amigo para asumir las riendas de la producción, lo que provocó diferencias entre ellos y el posterior despido del realizador, tras el rechazo de Clark Gable a ser dirigido por el responsable de Vivir para gozar (Holiday, 1938). El actor prefería a alguien como Fleming, con quien ya había trabajado con anterioridad y con quien compartía aficiones y diversiones. Con el cambio, la estrella se aseguraba mayor presencia en la pantalla —temía ver reducida su importancia y la de su personaje—, amén de otras cuestiones ajenas al desarrollo del rodaje. Otro gran contratiempo, del que se ha hablado hasta la saciedad y que en su momento fue publicidad extra, se presentó en la elección de la actriz que encarnaría a Scarlett O'Hara y, como es bien sabido, finalmente, tras múltiples pruebas de pantalla, el papel fue a parar a manos de Vivien Leigh, quien sería aplaudida y premiada por su composición de la joven caprichosa y manipuladora que, acostumbrada a conseguir cuanto desea, no puede conquistar a Ashley Wilkes (Leslie Howard), cuyas preferencias le llevan a Melania Hamilton (Olivia de Havilland).


Habrá múltiples formas de valorar lo que se ve en la pantalla, pero lo que parece indudable es que Lo que el viento se llevó vive en la desmesura que, para bien y para mal, unida a la búsqueda de grandeza pretendida por su autor, la hacen única. No hubo ni habrá otra (no me refiero a su calidad, sino a lo que significó para el cine hollywoodiense), aunque el propio Selznick lo intentaría de nuevo en la también mítica Duelo al sol (Duel in the Sun, King Vidor, 1946), un western cuyo uso del melodrama y del color nada tiene que envidiar a este film que se desarrolla en dos localizaciones: Tara —en periodo de preguerra y posguerra— y Atlanta —en tiempo de guerra—; pero que en ambos lugares su melodrama lastra diálogos y personajes condicionados por su origen sensiblero, todo en ellos suena prefabricado, hecho que les resta veracidad emocional.


<<Escarlata O’Hara no era bella, pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se sentían ya cautivos de su embrujo…>> (1) De madre de origen francés y padre de raíces irlandesas, la protagonista de la novela y de la película se presenta ante nosotros como una joven consentida y deseosa de ser siempre el centro de atención. Pero Scarlett evoluciona, madura tal vez, y dicha evolución se desarrolla en paralelo a la destrucción de su mundo, hasta entonces inamovible, aquel en el que se descubre al inicio, cuando su altivez vive a la par de su inocencia y de la seguridad que le confiere su pertenencia de clase privilegiada. El capricho y la ambición, la manipulación y la fuerza de la muchacha son rasgos contrarios a los que sobresalen en Melania, generosa y sensible, aunque, en ambos casos, son definidas por la sensiblería del film. Ambas muestran una linealidad excesiva, forzada, como también sucede con el personaje de Ashley, que parece un esbozo de quien pudiese ser. Rhett Butler (Clark Gable) merece un aparte, pues resulta de mayor complejidad. Posee dos caras: una sensible y otra cínica, con la que intenta esconder sus emociones. Rhett reconoce en Scarlett a alguien similar a él, una persona ambiciosa que no muestra debilidades, pero que sí las tiene; quizá por ese motivo la ama y asume que ella es la única mujer con la quien podría compartir su existencia.


Las relaciones que Scarlett mantiene con Rhett y con Malania son las dos más importantes del film, las que permiten descubrir la verdadera personalidad de una mujer que despierta a una realidad que no le gusta y que pretende cambiar. Durante el periodo de guerra, la amistad entre Scarlett y Melania delata dos comportamientos distintos frente a la vida; la primera no se somete, ni piensa hacerlo, tampoco la segunda, aunque acepta con resignación cuanto observa, pero colabora desinteresadamente dentro del ambiente de destrucción y caos en el que se convierte Atlanta durante el sitio, obligando a que su amiga la imite, porque, Melania, aparentemente débil, posee una fuerza distinta a la de Scarlett, una fuerza que nace de su amor por Ashley y no del  despecho y la ambición que domina al personaje de Vivien Leigh. La vida del sur toca a su fin, las viejas tradiciones de caballeros y damas sureñas dejan paso a una posguerra de cambio, en la que Scarlett sufre la carestía que pretende superar a cualquier precio, luchando por ella y por la tierra roja de Tara (ambas serían lo mismo en su mente), porque reconstruyendo su esplendor, piensa reconstruirse a sí misma y recuperar un pasado muerto, mientras destruye su presente.


(1) Margaret Mitchell: Lo que el viento se llevó (traducción de Juan G. de Luaces y J. Gómez de la Serna). Círculo de Lectores, Barcelona, 1972.

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