martes, 7 de agosto de 2012

Stromboli (1950)


Roma, ciudad abierta (Roma, città apperta, 1945) y Paisà (1946) situaron a Roberto Rossellini entre los grandes cineastas del momento. Esta circunstancia no pasó desapercibida para productores como David O. Selznick. Sin embargo el realizador italiano declinó la oferta que aquel le hizo para trabajar en Hollywood, aunque sí aceptó la propuesta de Ingrid Bergman, después de que esta le escribiese expresándole su admiración por los títulos citados y su buena predisposición para participar en futuros proyectos del realizador. Su deseo se materializó en Stromboli, terra di Dio (1950), un clásico incomprendido en su momento, de igual modo que fue incomprendida la relación personal que ambos iniciaron —desatando el escándalo mediático y el rechazo de ciertos sectores que no tendrían en cuenta que se trataba de un asunto privado; por tanto, que solo concernía a los implicados. Aparte de no ser bien recibida ni por público ni crítica, y de sufrir cortes en su estreno norteamericano, Stromboli implicó el rechazo de Hollywood hacia una de sus estrellas favoritas —la actriz sueca no volvería a rodar en Estados Unidos hasta Anastasia (Anatole Litvak, 1956)— y también el rechazo de los admiradores del cineasta, que repudiaron el film al pensar que el protagonismo de un rostro famoso traicionaba la esencia de su cine anterior. Pero más allá de la estrechez de miras de unos y de otros, la película fue el inicio de la fructífera relación profesional de dos nombres propios de la historia del cine, una combinación que se saldó con obras fílmicas indispensables que recorren la interioridad del alma humana. Lo hacen sin adornos cinematográficos y desde la objetiva subjetividad de Rossellini, que accede al dolor que acompaña a sus protagonistas durante su búsqueda por alcanzar la verdad que les permita liberarse.


La confrontación, la búsqueda y el dolor presentes en el cine de Rossellini se citan en la isla volcánica que da título al film, un espacio natural situado en el mar Tirreno (al norte de Sicilia), marginado y marginal, anclado en el primitivismo físico y humano que impiden la libertad pretendida por Karin (Ingrid Bergman)
 cuando contrae matrimonio con Antonio (Mario Vitale) en el campo de refugiados donde se inicia la película. Allí espera el visado que le permita su nuevo comienzo en Argentina, pero la negativa de las autoridades a concederle el permiso para entrar en el país sudamericano, obliga a esta mujer, lituana de nacimiento y culta de formación, pero sin patria adonde regresar, a tomar la decisión que, creyendo su liberación, la condena.


Karin no encaja en ninguna parte, menos aún en ese entorno rocoso y volcánico al que no pertenece y, como persona ajena al mismo, donde nunca es aceptada. Los isleños son incapaces de comprender más allá de lo establecido dentro de los límites de Stromboli, de tal manera que, cercada por el mar, la isla se convierte en un nuevo presidio que oprime la mente y condiciona el comportamiento de la extraña. Ni siquiera su marido, aferrado a esa porción de tierra que lo vio nacer, y donde creció moldeándose a su imagen, es capaz de comprender el tormento sufrido por Karin, en un lugar que le roba cualquier atisbo de esperanza y de libertad. Antonio ni atiende ni entiende las palabras de su mujer, simplemente porque su idea del mundo difiere de la de ella, de modo que se centra en su trabajo de pescador convencido de que este les proporcionará lo necesario para ser felices. Resalta a simple vista que Stromboli no le afecta del mismo modo que a su mujer. Para él se trata de su medio natural, no así para Karin, que solo encuentra desolación, incomprensión y otras sensaciones incómodas que la esclavizan y la alejan del bienestar que esperaba alcanzar cuando aceptó un matrimonio no deseado. Su único consuelo parece encontrarlo en el cura del pueblo (Renzo Cesana)
, quien aparentemente la comprende, aunque pronto se descubre que también el párroco es ajeno a la imposibilidad que asfixia a la protagonista. En todos sus encuentros le aconseja resignación, porque aún es joven y el tiempo acabará por arreglar su situación, pero por mucho que Karin aguante e intente adaptarse, la soledad y el vacío existencial se hacen más fuertes. Su condición foránea, la incomunicación o la diferencia cultural la distancian de los habitantes que la juzgan y de la isla que la condenada, porque su comportamiento y su comprensión del espacio difieren de los de esos hombres y mujeres que, generación tras generación, se han adaptado a una tierra dura, creando sus normas y sus tradiciones, condicionados por la presencia de ese volcán que ya forma parte de ellos. Pero aparte de ser la crónica de un encierro, Stromboli es un magnífico documento que capta el enfrentamiento entre la naturaleza y el ser humano —ajeno a ella— representado en Karin, un alma atrapada en la cotidianidad opresiva a la que no pertenece, viviendo el día a día de una manera diferente a esa población que asume las condiciones de extrema dureza en las que vive como parte de sí mismos: reconstruyen sus hogares cada vez que el volcán los arrasa, se protegen de las erupciones en el mar, del cual extraen los atunes que se convierten en su principal actividad económica —espléndida la escena de la pesca— o los más pequeños se zambullen sin otra preocupación que la de divertirse en las aguas que bañan una isla que, siendo su hogar y el de sus mayores, se convierte en la prisión de quien no pertenece a ella.

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