domingo, 21 de octubre de 2012

Infierno de cobardes (1973)


En su primer western como director, Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1973), Clint Eastwood evidenció influencias de sus películas a las órdenes de Sergio Leone, pero, por encima de todo, ofreció una mirada madura y personal del género, una visión que también se observa en El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976), El jinete pálido (Pale Rider, 1985) y Sin perdón (Unforgiven, 1992), y, sobre todo, en sus protagonistas, quienes se presentan al espectador envueltos por un aura onírica-espectral que desvela la inquietud del cineasta por realizar su propia versión del oeste. En su interpretación del western no hay espacio para héroes, ya que estos son sustituidos por personajes desmitificados que semejan almas en pena que regresan de entre los muertos para luego desaparecer. Josey Wales recibe heridas mortales, aunque milagrosamente sobrevive para buscar una venganza que no le devolverá lo perdido, el jinete pálido se materializa de la nada, cual ángel exterminador que acude a la llamada de auxilio de una niña desesperada, y William Munny renace como el asesino que había enterrado años atrás, después de su primer encuentro con el sheriff interpretado por Gene Hackman. Esta similitud entre sus antihéroes, que parecen regresar del más allá, se inicia en el pistolero sin nombre que Clint Eastwood) interpreta en Infierno de cobardes, un jinete que surge de la nada para recordar a los habitantes de Lago el pasado que se oculta en la nocturnidad de sus hogares y de sus corazones, en los susurros que disimulan sus voces, en sus traiciones y en sus rostros, los cuales delatan su curiosidad, pero también su miedo. El forastero es rápido con el revólver, así lo comprueban los tres pistoleros contratados por la compañía minera que domina la ciudad cuando intentan acabar con él, mientras aguarda a que la temblorosa mano del barbero se calme e inicie un afeitado que no se consuma porque el desconocido ni duda ni muestra ninguna emoción antes y después de matar.


La muerte parece formar parte de él, ni alterase sus facciones ni sus planes, tampoco le impide arrastrar a una mujer (Mariana Hill) hasta el establo, después de que esta haya pretendido llamar su atención. Esta presentación crea cierta ambigüedad en el personaje, pues no evidencia ningún tipo de remordimiento por cuanto hace, aunque tampoco se genera la sensación de que se trate de un ser vil, a pesar de que haya matado a los pistoleros y forzado a la mujer. Quizá esta última sensación nazca de la posibilidad, que poco a poco se convierte en un hecho, de que los habitantes del pueblo sean más amorales que el forastero, pues se les descubre siempre al acecho, observando y maquinando desde la distancia que los protege y que les separa del desconocido que, poco después, se tumba sobre el lecho de la habitación del hotel. Allí sueña, pero más que de un sueño se trata de una pesadilla, o puede que se trate de un recuerdo de su pasado o de un pasado vivido por un yo distinto al que es el el tiempo presente. ¿Quién este extraño y quién era el hombre a quien asesinan a latigazos en el sueño? ¿Es él o es otra persona? La brevedad del flashback no aclara demasiado al respecto, o lo aclara todo, lo que queda claro es que agudiza la sensación espectral que mana de la figura sin nombre que no tarda en asumir el control, ridiculizando a los mezquinos y acobardados ciudadanos de Lago. Ataca su posición económica y humilla sus egos, pero ellos lo acepta sin rechistar porque temen las represalias de los tres convictos que avanzan inexorablemente para eliminar a los culpables de su encierro, y en él ven a alguien que responda por ellos. La población de Lago no se atreve a enfrentarse ni a Stacey Bridges (Geoffrey Lewis) ni a los hermanos Carlin, Cole (Anthony James) y Dan (Dan Davis), como tampoco osan plantar cara a ese ser espectral que turbia sus vidas, haciendo y deshaciendo a su antojo, como si tratase de castigarles por el crimen que ocultan y al que solo se refieren susurrando, como si una alusión en viva voz pudiera atraer al fantasma del sheriff Jim Duncan, cuyos restos no hayan descanso en esa tumba sin nombre a las afueras de una ciudad que se transforma en el infierno rojo donde se consuma una venganza que bien podría llegar del más allá. Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1973) resulta inquietante al comprender que el desconocido puede ser el espectro vengador de Duncan, brutalmente asesinado por Stacey y los hermanos Carlin ante la impasible mirada de los vecinos del pueblo, cuya falta también incluye la complicidad, la culpabilidad y la cobardía. Por ese motivo, el jinete solo semeja respetar a quienes mostraron un atisbo de compasión y reaccionaron cuando se produjo un linchamiento que bien pudo haber sido el suyo propio, porque en este punto, 
Clint Eastwood evidenció la suficiente madurez creativa para transgredir los cánones establecidos dentro del género, al dotar a su primer western de una atmósfera sobrenatural que se densifica a medida que se comprende que la figura del desconocido ha salido de la nada para ajustar cuentas, tanto con los asesinos como con aquellos que se ocultan en la oscuridad de la noche para acabar con el fantasma que les recuerda el crimen que guardan en su interior.



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