jueves, 11 de octubre de 2012

La mujer marcada (1926)


Antes de que las imágenes muestren la historia de Hester Prynne (Lillian Gish) y del reverendo Limmesdale (Lars Hanson) se anuncia que se trata de un relato lleno de fanatismo, dolor y tragedia, emociones que acercan a La mujer marcada (The Scarlet Letter, 1926) a otras producciones de Victor Sjöström, en las que sus personajes se encuentran con un entorno inflexible que impide cualquier atisbo de esperanza, como se observa en Los proscritos (1917), en El que recibe el bofetón (1924) o en El viento (1928), aunque en esta última el cineasta sueco se vio obligado a introducir un final feliz, exigido por la productora. La mujer marcada adapta la novela de Nathaniel Hawthorne, llevada a la gran pantalla en diversas ocasiones, pero que no alcanzan el nivel de imposibilidad que se observa en esta, algo que ya se apunta desde su inicio, cuando ubica la acción en el Boston puritano, en una tarde de domingo que nos descubre la intolerancia que domina el pensamiento y el comportamiento de sus habitantes. Las primeras imágenes muestran ese talante opresivo, que impide y condena cualquier muestra de alegría, de libertad, de interés y gusto por la estética personal, tal como indica la ausencia de espejos en las casas. Hester debe ocultar uno detrás de un bordado que condena la vanidad, pero peor resulta observar la férrea moral que castiga el saltar o el correr durante el día del señor, algo que Hester hace al perseguir al pájaro que se ha escapado de su jaula (supuesta falta que recibe un castigo que todos consideran justo). La imagen de Hester en el cepo resume la noción de justicia de una comunidad inflexible donde los prejuicios y la intolerancia alcanzan un grado máximo, impidiendo a sus miembros que puedan sentir como seres humanos. Excepto Hester y Giles (Karl Dane), uno de los vecinos, todos, incluido el pastor Limmesdale (la censura desde el púlpito), se muestran como una única unidad que lucha contra esa muestra de sentimientos humanos que atentan contra una moralidad que marca el día a día de la comunidad y que impide cualquier atisbo de felicidad dentro de la misma. Si la presentación advertía la tragedia ésta se confirma cuando el reverendo y la joven se enamoran y el primero le pide que se convierta en su esposa, un imposible al tratarse de una mujer casada. El adulterio entra en juego, sin embargo, se podría decir que no existe ya que Hester fue obligada a contraer matrimonio con un hombre (Henry B. Walthall) a quien no amaba y con quien nunca ha llegado a convivir, pues éste desapareció años atrás sin dejar el menor rastro (para aparecer en el presente y aumentar de ese modo el tormento de la pareja protagonista). Limmesdale escucha la confesión de su amada y reacciona como si hubiesen cometido el crimen más abominable, sin embargo, su amor es puro y descubre que no tiene nada de censurable. La carga trágica aumenta cuando el reverendo regresa de su viaje a Inglaterra y descubre que Hester ha sido condenada a lucir una letra escarlata (por una infidelidad que se descubre cuando da a luz a una niña), que la marca de por vida como un ser despreciable e indigno de pertenecer a la sociedad en la que vive. ¿Existe una falta punible en los actos de esta mujer o esa falta se encuentra en la mente de personas inflexibles dominadas por una moralidad intransigente? La soledad y el dolor que implica la A (de adultera) impiden la libertad y la esperanza, convirtiendo a Hester en prisionera de la intolerancia que habita en sus vecinos, quienes en un determinado momento se presentan en su casa para arrebatarle a su pequeña (y darla en adopción), sin pensar que sus actos son más censurables que los cometidos por la joven. La infidelidad, la culpabilidad, los remordimientos, la redención son temas con presencia en la filmografía de Sjöström, previa a su etapa en Hollywood, y en La mujer marcada se encuentran presentes, como también la intolerancia de los puritanos que juzgan a Hester, una comunidad que en ningún momento se plantea estar cometiendo una injusticia, lo que confirma su fanatismo, con el que intenta eliminar cuanto se encuentra fuera de su ideología o de la rigidez moral que les conduce a un crimen que supera con creces cualquier relación, incluida la imposible que surge entre Hester y un reverendo que no puede hacer más que callar su parte de culpa ante la petición de su amada, guardando para él su propia condena.

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