jueves, 15 de noviembre de 2012

El fantasma y la señora Muir (1947)


Desde sus primeras películas como director Joseph L. Mankiewicz jugó con la fina línea que separa la verdad de la mentira, de ese modo las falsas apariencias se convirtieron en una de las constantes de su excelente filmografía, quizá de un modo más evidente en Mujeres en Venecia, El día de los tramposos o La huella, tres excelentes muestras de la inteligencia que habita en largometrajes donde nada es lo que parece, porque en la realidad tampoco suele serlo. Por este motivo, encontrarse con un fantasma en la casa que se alquila (o compra) no tiene porque ser sinónimo de terror, de pesadillas o de angustias como las sufridas por los personajes de The Haunting (Robert Wise, 1963) o de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), ya que el inquilino podría llevarse la agradable sorpresa de hallar entre las paredes de su nueva morada a un espectro gruñón y divertido, de rasgos humanos (externos e internos), que no se decide a asentarse en el mundo de los espíritus porque prefiere dejarse ver por el de los mortales. Lucy Muir (Gene Tierney) es una de esas personas que debe lidiar con un ente que se niega a abandonar la casa donde falleció; no obstante la presencia incorpórea ni le asusta ni le sorprende, sino que le resulta atractiva, pues le permite alejarse de una existencia insípida en la que nunca ha sentido más emoción que la de ser la esposa de un ingeniero de minas (recién fallecido) a quien no amaba. La señora Muir necesita reencontrarse consigo misma para reafirmar su individualidad y su necesidad de vivir, y eso es lo que le aporta la compañía del fantasma del difunto capitán Gregg (Rex Harrison), un rudo y espectral marino que al principio se muestra poco proclive a compartir su casa; sin embargo, la ausencia de miedo y la determinación de la viuda, madre de la pequeña Anne (Natalie Wood), provoca que cambie de opinión. Entre el espíritu y Lucy Muir nace una relación de amistad, complicidad y amor, en la que ambos sienten la emoción que les une a pesar de la aparente realidad que les separa. ¿Cómo podría salir adelante una relación sentimental entre un ser incorpóreo y un ser de carne y hueso?


Se podría definir El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, 1947) como un drama fantástico, con toques de comedia, sin embargo catalogarla dentro de cualquier género sería delimitarla y ningunear la inteligencia, la sensibilidad y la intención de Mankiewicz, ya que, tras la apariencia de fantasía romántica, se esconde su reflexión, emotiva, subjetiva y compleja, sobre qué es real y qué no lo es. El capitán Gregg es más tangible y real para la señora Muir que cualquier otro ser con el que se haya relacionado, ya que el lobo de mar le proporciona la confianza que necesita para afianzarse y valorarse en toda su magnitud; de igual modo el fantasma recibe su recompensa al poder reafirmarse como individuo vivo (voz, físico, emociones) ante los ojos de la mujer que ama. Ambos son conscientes del amor que les une, pero también son los responsables de que este no se materialice al ser incapaces de aceptarlo como posible y auténtico. Su aceptación de lo establecido provoca que inventen una falsa realidad, alternativa que se confirma poco después de que Lucy conozca a Miles (George Sanders), el escritor en quien la señora Muir vuelca sus emociones-frustraciones, en un intento de olvidar a su verdadero amor. Resulta obvio que para Mankiewicz lo auténtico reside en la relación a priori imposible, y que lo fantástico se encuentra en la que se fuerza con un novelista de carne y hueso que se descubre efímero y falso, y que nunca podría llenar las necesidades de una mujer por quien pasan los años sin que pueda olvidar aquella presencia para ella tan real como lo es su ausencia.

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