viernes, 9 de noviembre de 2012

El malvado Zaroff (1932)



El cine de terror realizado en el Hollywood de los años treinta descubría mucho más de lo que a priori parecía mostrar, ya que no sólo se trataba de asustar al inocente espectador con personajes terroríficos sino de expresar inquietudes respecto a una época de incertidumbre, dominada por convulsiones sociales como la Gran Depresión que asolaba a los Estados Unidos o el auge de las ideologías fascistas en la vieja Europa, circunstancias que apuntaban hacia esa sensación de que el hombre puede ser un depredador para sí mismo y para su entorno. El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932) parte de la premisa de que el ser humano puede convertirse en su enemigo más peligroso cuando deja de lado cualquier atisbo moral y libera la bestia que lleva dentro, un hombre que en apariencia externa no muestra la monstruosidad que oculta, alguien llamado Zaroff (Leslie Banks), cuya imagen podría ser la imagen distorsionada del propio héroe del film. Esta terrorífica realidad la descubre Bob Rainsford (Joel McRea) poco después del naufragio del barco en el que viajaba. cuando alcanza una isla cercana y se encuentra con el conde, uno de los grandes villanos del celuloide, quien inicialmente colma de atenciones a su nuevo invitado, pues no piensa en el naufrago como en una víctima para su juego, para él se trata de un igual con quien compartir su pasión: la caza del hombre. Zaroff no esconde su admiración por Bob, famoso cazador, a quien intenta explicar la emoción que siente cuando persigue y atrapa a un animal muy especial, sin embargo, la presencia de los hermanos Trowbridge, Eve (Fay Wray) y Martin (Robert Armstrong), no le permite ser más explícito en cuanto al juego que se trae entre manos. Clásico del cine de terror y emulado hasta la saciedad, El malvado Zaroff expone su historia desde una perspectiva moderna (para su época) en la que se observa la intencionalidad de mostrar la ferocidad que habita en Zaroff como el reflejo de la lucha del hombre contra el hombre. La imagen del depredador alcanza su grado máximo en la figura del conde, cuya desquiciada pasión le convierte en un ser que sólo disfruta cuando caza a sus semejantes, aberración que colma los deseos de una personalidad trastornada que no muestra el menor signo de arrepentimiento por sus actos, más bien todo lo contrario. El conde se reconoce en Bob, como si se estuviera mirando en un espejo, reflejo que le impulsa a proponer al héroe que comparta su afición, sin embargo, el naufrago le rechaza, consciente de la locura y del horror que significa dar caza a un igual. La negativa de Bob le convierte en presa, una ironía para alguien acostumbrado a acosar y disparar por el placer que le proporciona la captura de felinos; en realidad, uno y otro se parecen demasiado, cuestión que Rainsford descubre y le obliga a enfrentarse a una imagen que no desea para sí.



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