sábado, 24 de noviembre de 2012

La conversación (1974)


Tras el éxito de El padrino (The Godfather, 1972), Francis Ford Coppola se encontraba en una posición inmejorable para realizar cualquier proyecto, aunque este fuese una producción relativamente modesta, intimista y arriesgada, influenciada en cierto aspecto por el Michelangelo Antonioni de Blow-Up (1966). Pero, aparte de una cercanía temática, similar también a las que se pueden observar en las posteriores Impacto (Blow Out, Brian de Palma, 1981) o La vida de los otros (Das leben der anderen, Florian Henckel von Donnersmarck, 2006), La conversación (The Conversation, 1974) nada tiene que ver con Antonioni, posee personalidad propia. Tampoco es un film menor dentro de la obra cinematográfica de Coppola. Todo lo contrario. Se trata de una de sus mejores películas, de las más complejas y personales, un film cuya trama permite profundizar en la interioridad de un hombre solitario, atormentado por un pasado incapaz de expresar y exteriorizar, y, por tanto, incapaz de liberarse de sus fantasmas. De ese modo, La conversación (The Conversation) puede hacer hincapié en aspectos tan humanos como la soledad, la incomunicación o el sentimiento de culpa, la culpabilidad, que se descubre en este experto en escuchar secretos y sentimientos ajenos, un individuo condenado a vivir una existencia vacía y obsesiva en la que el silencio y la ausencia, mismamente los sonidos que escucha y analiza, se convierten en parte de su cotidianidad y en parte de sí mismo.



Harry Caul (Gene Hackman) trabaja escuchando a los demás, graba conversaciones para quienes pagan por conocer los secretos de otros. Su oficio choca con su aislamiento personal —para hacerlo físico, Coppola emplea con maestría los espacios y los planos generales—, ya que en su vida laboral dominan los sonidos y las voces, sin embargo en su vida intima se atrinchera en una fortaleza inexpugnable donde guarda culpas y frustraciones, al tiempo que le aisla de quienes le rodean: un ayudante que se siente menospreciado o una mujer cansada de aguardar en el apartamento a donde Harry acude muy de vez en cuando, para únicamente compartir la cama. A Caul le atormenta la posibilidad de que su último encargo guarde una intención oculta, cuestión que ya le había sucedido en ese pasado que agudizó su aislamiento y su culpabilidad, que vendría marcada por su educación católica; quizá por eso no puede permitir que la grabación caiga en otras manos que no sean las del hombre que contrató sus servicios. Harry muestra paciencia, profesionalidad y vació cuando filtra una y otra vez los sonidos para alcanzar la nitidez que le permita descifrar el enigma que le atormenta. ¿Qué otra cosa podría hacer alguien tan apartado del mundo? Pero por mucho que insiste no halla respuestas al misterio que esconde la conversación que grabó en un parque repleto de gente; algo se le escapa, aunque no sabe qué; pero la obsesión crece hasta que sólo puede pensar en esa hipotética intriga que podría ser fruto de su paranoia, gestada a lo largo de los años, mientras desempañaba un oficio que le ha convertido en un hombre enfermo, obsesionado y condenado a no poder disfrutar de relaciones afectivas, pues los sonidos y los recuerdos que nunca exterioriza, salvo en un sueño o una pesadilla, se lo impiden.




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