sábado, 3 de noviembre de 2012

Mi tío Jacinto (1956)



El costumbrismo y la cotidianidad se dejan ver por el Madrid de Mi tío Jacinto (1956), y lo hacen desde una perspectiva que aúna características del neorrealismo italiano y de la picaresca castellana. Esta mezcolanza genérica empleada por Ladislao Vajda permite acceder al recorrido de Pepone (Pablito Calvo) y Jacinto (Antonio Vico) durante una jornada que, de manera inevitable, remite a la experiencia vivida por el padre y el hijo de Ladrón de bicicletas (Ladri di bicicletti; Vittorio de Sica, 1948), aunque en el tío y en el sobrino de Vajda se potencia su condición quijotesca, aquella que surge de la ingenuidad y de la dignidad con la que encaran su triste deambular por calles donde los gigantes no son molinos de viento, sino los individuos que les salen al paso y la carestía que no les arrebata la esperanza de encontrar el desahogo que ambos simbolizan en el traje de luces que el adulto precisa para participar en la "charlotada" taurina que atenta contra sus principios, pero que les proporcionaría un respiro a sus maltrechas existencias. Este hombre sin oficio ni beneficio mal vive en una chabola del extrarradio madrileño donde la infancia de su sobrino de siete años se pierde entre la miseria y las carencias que ambos comparten. Su tío, antaño novillero, se encuentra en su presente derrotado por un entorno donde no encuentra cabida, salvo cuando se refugia en la bebida en su vano intento de ahogar penas y fracasos. Pero esa jornada Jacinto lee su nombre en una carta, para poco después verlo escrito en un letrero que anuncia su participación como torero en la novillada circense que se celebrará esa misma noche. Enojado por su inclusión en aquello que califica de "charlotada", exige una explicación que le aclare el asunto. Sin embargo, cuando le proponen participar en el evento, no duda y acepta, al concluir que del orgullo ni se come ni se vive. A partir de ese instante de aceptación, pero también de esperanza, nada resulta sencillo para la inolvidable pareja que sobrevive de recoger las colillas del suelo que luego venden para sacarse algún dinero, aunque ese día necesitan algo más que restos de tabaco si pretenden alcanzar las trescientas pesetas que cuesta el alquiler del traje de luces, símbolo del bienestar que posibilitaría a Pepone disfrutar de su inocencia infantil y al adulto alejarse de humillaciones como la de ser engañado por unos estafadores, descargar en solitario un camión repleto de sacos de cemento, verse obligado a vender relojes falsos o ser arrestado por ello. Todo cuanto se observa indica que el triste Jacinto y su fiel Pepone son víctimas de la pobreza, del hambre, de la picaresca y de la delincuencia que los rodea en su desaventura por esas calles donde la ilusión y la dignidad del adulto se ven amenazadas durante la dura jornada, una más entre tantas, pero, gracias al apoyo incondicional y a la inocencia de quien nunca lo abandona y en quien Vajda representó un futuro si no mejor sí con la esperanza de poder serlo, el orgullo del novillero sobrevive un día más para enfrentarse a su cruda realidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario