lunes, 14 de enero de 2013

Macario (1959)


La presencia de la muerte como personaje cinematográfico protagonista o antagonista luce rostros diferentes, aunque siempre condenada a ser el mismo destino, en Las tres luces (Der müde tod, Fritz Lang, 1921), La muerte de vacaciones (Death Takes a Holiday, Mitchell Leisen, 1934) y El séptimo sello (Det sjunde inveglet, Ingmar Bergman, 1957), por citar tres grandes ejemplos que preceden en el tiempo a este clásico mexicano dirigido por Roberto Gavaldón en 1959. El título escogido, Macario (1959), refiere el nombre del personaje interpretado por Ignacio López Tarso, quien da credibilidad emocional al campesino al que da vida en la pantalla, leñador, padre de familia, alguien hastiado de la carestía que domina su existencia. Ubicada durante la época del virreinato de la Nueva España, Macario se inicia con una breve explicación de la importancia cultural del "Día de los Muertos", celebración en la que se entremezclan tradiciones cristianas e indígenas precolombinas. Para Macario, como para cualquiera de sus vecinos, se trata de una festividad arraigada en la tradición, en las costumbres y en la cultura popular. Su importancia se observa allí donde mire la cámara de GavaldónGabriel Figueroa: calles, hogares o en el incremento de la producción de velas con las que honrar las almas de los difuntos. En su deambular por el pueblo, el protagonista comprende que nada de lo que haga impedirá que, tarde o temprano, la muerte le dé alcance. Dicha certeza condiciona su pensamiento y lo anima a poseer algo que le permita llenar el vacío existencial generado por la miseria que forma parte de su cotidianidad. Obsesionado, observa como la comida nunca es suficiente. A menudo, los platos lucen vacíos y sin alimentos que llenen su estómago, se convence para no volver a probar bocado hasta que, aunque sea por una sola vez, pueda saciar su apetito.


Consciente del deseo de su marido, y de los muchos sacrificios que este ha realizado a lo largo de su mísera cotidianidad, su mujer (Pina Pellicer) se compadece y le ofrece la posibilidad de poseer algo sienta enteramente suyo, así pues le entrega el pollo con el que iba a alimentar a toda la familia. Sin poder creer en su suerte, Macario se dirige al bosque, rebosa alegría y satisfacción, por fin parece ver cumplido su sueño, aunque, antes de que pueda saborear el símbolo de su logro, se producen tres encuentros que lo ponen a prueba. El diablo (José Gálvez) le tienta para que comparta el objeto de su deseo, cuestión a la que el humilde campesino se niega, a pesar de las promesas de riqueza que escucha. También rechaza al anciano (José Luis Jiménez), en quien descubre la imagen divina y a quien suplica que le deje en paz, porque lo que le pide no es el alimento sino un gesto. Salvados los dos primeros obstáculos se encuentra con un tercero y el único insalvable: la muerte (Enrique Lucero). Con él o ella sí comparte sustento, consciente de que si le ofrece la mitad podría obtener el tiempo necesario para saborear la plenitud negada hasta entonces. Como muestra de gratitud la muerte le regala un recipiente con agua milagrosa que cura a cualquier enfermo, salvo a aquellos a quienes la parca visite en la cabecera de sus camas. La consecuencia inmediata del obsequio no se hace esperar, convirtiendo a Macario en una celebridad, pero también en víctima de la fama, que genera la ambición de quienes buscan enriquecerse a su costa, de la envidia, de cuantos ven como sus negocios pierden clientela, o de los temidos representantes de la Inquisición. Con el deseo cumplido, Macario funciona como fantasía macabra con moraleja, pero sobre todo posee momentos tan destacados como las conversaciones que mantienen el campesino y la muerte o la prueba a la que el santo oficio somete al protagonista, que, consciente de que el mayor tesoro está en la vida, desea retardar un nuevo y último encuentro con aquel con quien se mostró generoso.



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