martes, 22 de enero de 2013

Orgullo y pasión (1957)



El ídolo de barro
 (1949), Hombres (1950), El francotirador (1952), Solo ante el peligro (1952) u Hombres olvidados (1953) son algunos de los títulos que Stanley Kramer produjo para otros, pero este productor independiente también tenía aspiraciones propias de cineasta y asumió la dirección de algunas de sus producciones. Lo hizo con resultados más o menos afortunados, aunque siempre respetables e incluso atractivos en películas de mensaje liberal y progresista, pero incapaces de asumir riesgos que transgrediesen los límites establecidos por el políticamente correcto y la industria a la que, aun siendo productor independiente, pertenecía. No serás un extraño (1955), Fugitivos (1958), La hora final (1959), Vencedores y vencidos (1961) o El secreto de Santa Victoria (1969) son ejemplos de sus buenas intenciones y de su “medio” buen hacer detrás de las cámaras, medio que se transforma en entero si comparo cualquiera de las nombradas con Orgullo y pasión (The Pride and the Passion, 1957), un título que promete pero que no cumple lo prometido. Comprendo que no es cuestión de confundir esto con aquello, ni me conduce a parte alguna referirme a películas superiores a esta irregular superproducción ambientada en España en 1810, durante la ocupación napoleónica de parte de la península Ibérica. Así, pues, intentaré no desviarme del asunto que Kramer inicia con imágenes de la situación de un ejército derrotado, que se retira cabizbajo, y que debe deshacerse del enorme cañón, único en su género, que no puede caer en manos del ejército francés. El prólogo ubica la acción e introduce la excusa argumental (el cañón) que permite dar rienda al triángulo amoroso —
Cary Grant, Frank SinatraSophia Loren— que se reparte el protagonismo, quizá también un trozo de queso manchego y algo de vino, y la misión de evitar que los franceses se apoderen del arma. Para evitarlo, los aliados ingleses envían a la península Ibérica a uno de sus oficiales de marina: el capitán Anthony (Cary Grant), que tiene la orden de hacerse cargo del gigantesco "escupefuego”. En tierras gallegas —libres gracias a las guerrillas y a los distintos alzamientos populares tras seis meses de ocupación—, el oficial anglosajón se encuentra con su primer obstáculo: se trata de Miguel (Frank Sinatra), la voz que le niega el arma. El paisano con rasgos de Sinatra tiene otros planes, puesto que va por libre y piensa utilizar el arma para abrir una brecha en las murallas de Ávila, sede del cuartel general galo y ciudad de apariencia inexpugnable. Con el ejército derrotado y con los franceses ocupando suelo ibérico, el cañón se convierte en el símbolo de libertad del pueblo, cuyos hombres y mujeres se sacrifican en su lento avance hacia el destino incierto en el que han depositado sus esperanzas de libertad. El roce y el largo recorrido provocan y posibilitan que el capitán inglés y Juana (Sophia Loren) se enamoren, hecho que no pasa desapercibido para Miguel, quien no puede evitar su rechazo hacia ese extranjero que inicialmente no comprende ni sus costumbres ni el significado de su lucha.


Lento en su desarrollo y pendiente de su trío estelar, más que de creer en su historia, 
Orgullo y pasión se rinde y acepta ser un film irregular y forzado, cuyo mayor atractivo popular reside en dos actores y una actriz que en ningún momento dieron la sensación de creer en sus personajes, cuestión que tampoco sorprende, ya que ninguno de los personajes posee entidad dramática. Son simples arquetipos, como típico y poco creíble es el choque que se produce entre Grant y Sinatra, lo mismo podría decirse de la historia de amor entre Anthony y Juana o con el desarrollo del viaje, que pierde el interés en el mismo momento que se ponen en marcha. Quizá la culpa de este desaprovechamiento de medios y de actores sea de un guion poco trabajado y una puesta en escena en la que ni la épica ni el drama asoman por ninguna de esas tierras por las que deambulan arrastrando el pesado artefacto. Y aún así, consciente de su mediocridad, recuerdo la sensación que sentí de niño cuando descubrí la imagen de ese oficial inglés con rostro de Cary Grant desplazándose en diligencia por una plaza cercana y querida, en ese instante, sentí orgullo y simpatía por esta película para nada convincente, pues, prometiendo pasión, resulta desapasionada
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