domingo, 31 de marzo de 2013

La isla desnuda (1960)



<<¿Por qué tiene el hombre que buscar el ruido cuando reina el silencio?>>, se preguntó 
Yasujiro Ozu cuando le dijeron que en sus películas sonoras dominaban los silencios. Pero el silencio no es exclusividad de nadie, sino un bien preciado por individuos que, como Ozu o Chaplin, comprenden que expresar no significa hablar, ni que transmitir implica necesariamente pronunciar palabras. Ese dominio silencioso es el escogido por Kaneto Shindô para dar forma a la expresividad y a la poesía visual que fluyen de y por La isla desnuda (Hadaka no Shima, 1960). Rodeada por el agua salada y alejada del bullicio continental y urbano, en la isla no se pronuncia más palabras que las que componen los cánticos entonados por un grupo de niños. En los primeros minutos de metraje, Shindô deja claro que pretende mostrar la cotidianidad de la familia protagonista sin alterarla, sin forzar ni vestir las emociones, las sensaciones y los sentimientos con palabras, permitiendo que las vivencias y los gestos sean los que expresen la monótona y natural existencia familiar. En esa pequeña superficie terrestre, los días transcurren solitarios, inalterables, días en los que, ante la ausencia de un manantial en su entorno insular, se ven obligados a transportar agua desde la isla vecina; por eso resulta trágico derramar el líquido, ya que implica comenzar de nuevo, exige doble esfuerzo. Toyo (Nobuko Otawa), la madre, cruza el mar que separa las ínsulas transportando el agua en una barca de un solo remo, de la cual desembarca para cargar con los recipientes e iniciar su ascensión por los empinados y estrechos senderos que conducen hasta el lugar donde el padre (Toiji Tonoyama) labra la tierra sedienta del líquido que le regalan. El trabajo, inalterable, se descubre arduo, en ocasiones desagradecido, pero forma parte de ellos, de su vida condicionada por el entorno desolado y solitario donde el paso del tiempo tiene un ritmo distinto, aunque también allí, año tras año, las estaciones se relevan hasta alcanzar la primavera, durante la cual la cosecha se convierte en una realidad que les proporciona el merecido descanso que aprovechan para visitar el pueblo de la isla vecina, donde el gentío, los automóviles o los tejados, plagados de antenas de televisión, chocan con la austera monotonía a la que están acostumbrados. Ese instante de bullicio remarca la soledad en la que viven, de igual modo que acrecienta el distanciamiento entre tradición y modernidad. La expresión en los rostros de sus hijos, cuando se detienen a observar un aparato que emite la imagen de una joven bailando, contrapone más si cabe dos mundos tan cercanos desde un punto de vista geográfico como lejano en costumbres. Su mundo ha quedado atrás, en la isla donde se muestra la cotidianidad asumida como parte de una existencia inalterable, salvo en momentos puntuales, cuando la esposa derrama el agua o cuando uno de los hijos cae enfermo y el padre se ve obligado a cruzar el mar en busca de un médico que pueda atender a su pequeño, condenado a finalizar sus días en una tierra atemporal donde el silencio prevalece, porque en ella no hay lugar para los cambios que se descubren en esa cercanía donde la tradición ha dejado paso a la modernidad en la que la familia de este hermoso poema visual no se reconoce.

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