martes, 30 de abril de 2013

Novio a la vista (1953)


En la filmografía de Luis García Berlanga existe un antes y un después de su encuentro profesional con Rafael Azcona; anteriormente a sus colaboraciones se descubre en las comedias del realizador valenciano cierta influencia neorrealista a la hora de abordar una cotidianidad en la que se satirizan costumbres y problemas de la sociedad española de los años cincuenta, cuestión esta que se observa tanto en Bienvenido Mister Marshall (1952) como en Calabuch (1956) o en Los jueves, milagro (1957). Sin embargo, Novio a la vista (1953) se distanció de la realidad que vivía el país en el momento de su rodaje, desarrollando la acción en 1918, cuando Europa se encontraba inmersa en la Gran Guerra y en España un grupo de burgueses de clase media disfrutaba de sus vacaciones de verano, en las cálidas y plácidas costas de Lindamar. Allí se descubre que las costumbres de los veraneantes de antaño difieren en algunos aspectos de los actuales, pues aquellos no necesitaban cremas protectoras, ya que protegían sus cuerpos de pies a cabeza, con bañadores, vestidos o trajes de paseo que imposibilitaban que los rayos solares les dorase la piel. A parte de airearse o calentar sus prendas, por aquel entonces no había día durante el cual algún bañista no mostrase su refinada educación, saludando con ambas manos a quienes, desde la orilla, le observaban ahogarse, o un solo suicida que se la jugaba corriendo sobre la arena, bajo la calidez abrasiva del astro rey. A decir verdad, también se descubren similitudes entre el veraneante del principios del siglo XX y el actual; una de ellas podría ser el empleo de la superficie arenosa como centro social, donde los mayores hablan de sus cosas y los pequeños se divierten más allá de la rutina escolar de la que se alejan durante unos días. Novio a la vista caricaturiza las costumbres de un pequeño núcleo humano, dentro del cual los hombres debaten acerca de la contienda que se desarrolla más allá de los Pirineos y las mujeres cotillean sobre esto o aquello, a la espera de que los pudientes Villanueva se presenten en su residencia de verano. Pero la alegría que domina ese entorno de paz y chismes está a punto de sufrir un revés, pues la madre de Loli (Julia Caba Alba) se ha empeñado en convertir a su pequeña en una mujer adulta, fastidiando de ese modo los planes del grupo de muchachos y muchachas que solo pretenden disfrutar de su falta de responsabilidades. El mundo de los mayores y el de los jóvenes entra en un irreversible conflicto de intereses, y ante la falta de acuerdo se crean dos facciones que no tardan en enfrentarse. Por un lado se posiciona la madre y sus seguidores (todos ellos inmaduros dentro de su supuesta madurez) y por otro los niños que pretenden salvar a Loli (Josette Arnó) de convertirse en la novia del acaudalado Federico Villanueva (José María Rodero), quien bombardea con sus cánticos las veladas de la residencia donde todos se reúnen. La madre de Loli se mantiene en sus trece, convencida de que ser mujer y tener novio, más si éste es miembro de una familia adinerada, es beneficioso para Loli. El fallo en el pensamiento de esta buena señora reside en que no tiene en cuenta aquello que realmente necesita y entusiasma a su niña, ahora mujer a la fuerza, que no sería más que aprovechar el verano al lado de sus amigos, sobre todo en compañía de ese tal Enrique (Jorge Vico), el joven que suspende su prueba de geografía al inicio y al final del film. Visto ésto queda demostrado que, a pesar del paso de los años, existen cuestiones que perduran de aquellas épocas pasadas, como el despertar al primer amor, el distanciamiento entre el mundo adulto y el adolescente o la pesada carga de ponerse a estudiar mientras otros disfrutan de la playa, pues siempre hay algún rezagado que debe presentarse a los exámenes de recuperación. Novio a la vista significó otro encuentro para Berlanga, en este caso con Edgar Neville, excelente cineasta y autor de la comedia en la que se basó la película, que participó en la escritura del guión de un film que transita entre la veteranía e ironía costumbrista de Neville y la juventud y osadía de Berlanga, quien pocos años después realizaría joyas tan ácidas como Plácido (1961) o El verdugo (1963), quizá sus obras de mayor prestigio.

lunes, 29 de abril de 2013

Bahía negra (1953)


De las ocho películas que Anthony Mann rodó con James Stewart de protagonista, Bahía negra (Thunder Bay, 1953) fue la primera que se alejó del western (las otras serían el biopic sobre la vida de Glenn Miller Música y lágrimas y el drama bélico Strategic Air Command), aunque su puesta en escena parece decir lo contrario, pues muchos aspectos del film recuerdan a los mostrados en el género del far west. Como en otras de sus producciones, alejadas de su primera etapa en la serie B, el espacio donde se desarrolla la acción resulta fundamental en la comprensión del comportamiento de los hombres y mujeres que lo habitan; aunque en Bahía negra este medio físico se aparta del lejano oeste, de lugares montañosos o de inhóspitas tierras nevadas para ubicarse en un tiempo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, en un entorno marítimo-costero al que, no por casualidad, llegan Steve Martin (James Stewart) y Johnny Gambi (Dan Duryea). Los dos amigos se presentan en la localidad pesquera de Felicity, en el golfo de Louisiana, sin un centavo en los bolsillos, pero con una clara intención, la de convencer al magnate Kermit MacDonald (Jay C. Flippen) para que subvencione el pozo petrolífero en mar abierto que Steve tiene en mente. Para un tipo como Martin el dinero no es importante, pero lo necesita para poder alcanzar el sueño que persigue desde antes de la contienda armada; su entusiasmo y la imagen que desprende representan el ideal del sueño americano, cuestión que no pasa desapercibida para un hombre que se hizo a sí mismo, y que descubre en Steve la fuerza motora de su propia juventud. Este efecto espejo convence a MacDonald, aunque con la condición de que la plataforma se encuentre operativa y en pleno rendimiento en un periodo de tres meses, imperativo al que se ve obligado por las constantes presiones que recibe del consejo de accionistas de la empresa que dirige. La primera imagen de la pareja de buscavidas apenas presagia el enfrentamiento entre tradición (pesca) y modernidad (petroleo) que se inicia poco después de su caminar por una carretera donde se conoce parte de sus personalidades y de sus intenciones. La pícara entrada de este par de emprendedores en la villa muestra su intrusismo en un medio donde no son bien recibidos, como se observa durante su encuentro con Stella (Joanne Dru), joven desconfiada que no duda en tacharlos de embaucadores que pretenden aprovecharse de la buena voluntad de los habitantes de Felicity. Las escenas que se desarrollan en el pueblo no difieren de las que se pueden observar en algunos westerns, sobre todo la que se produce en el bar, donde se desata una pelea entre pescadores y operarios de la plataforma, o aquella que muestra a Steve defendiéndose de los habitantes que pretenden expulsarle de la localidad, aunque bien mirado podría decirse que se trata de un grupo de linchamiento que busca solucionar su problema mediante el uso de la violencia (siempre presente en los films del oeste del director). Aunque lejos de sus grandes obras, Bahía negra no desentona dentro de la filmografía de Anthony Mann, a pesar de que su puesta en escena carece de la profundidad emocional y de la fuerza narrativa-visual que se descubre en sus mejores producciones; sin embargo funciona, sobre todo en su exposición de los pozos petrolíferos, ya que podría decirse que fue el primer film que trasladó el tema del petroleo lejos de tierra firme, a una superficie metálica en mar abierto que simboliza la realización del sueño de Steve, aunque también significa el inicio de una serie de problemas ecológicos que o bien se omiten o bien se resuelven tras alcanzar un equilibrio idílico, poco creíble, entre naturaleza y progreso.

domingo, 28 de abril de 2013

La ley de la calle (1983)


Varios meses después de que asumiera un proyecto basado en una novela escrita por Susan E. Hinton, Francis Ford Coppola se embarcó en otra adaptación de la escritora: La ley de la calle (Rumble Fish, 1983), también relacionada con pandilleros en busca de una identidad negada por el espacio en el que habitan. De ese modo, se puede hablar de reflejos entre una película y otra, y que al tiempo que se complementa se oponen para realizar un retrato de la familia más allá de la sangre y lo generacional. Debido a este punto de partida similar en cuanto a temática, en el cine de Coppola la familia es una constante, se podría pensar que La ley de la calle es un film reverso de Rebeldes (The Outsiders, 1983). Difieren como el color y el blanco y negro de sus respectivas fotografías. Rebeldes es colorista, por momentos tierna y, aunque no carece de elementos poéticos, expone de manera explícita el universo externo e interno de sus adolescentes protagonistas en su búsqueda existencial. Por su parte, La ley de la calle se descubre más abstracta y metafórica, sombría y alucinada, como salida de un sueño o de una fantasía herida. En ambos casos, Coppola aborda las inquietudes y profundiza en la interioridad de sus protagonistas adolescentes, desubicados y marginales como los Dallas, Ponyboy y compañía o como Rusty James (Matt Dillon), que nada sabe de mitología griega, pero que mitifica a su hermano mayor (Mickey Rourke) y crea una fantasía a su alrededor, incluso asume su mundo monocromático. Rusty James quiere ser como la imagen idealizada que tiene del “chico de la moto”, a quien los del chicos del barrio ven como un un rey y una leyenda, cuando él lo que siente es no tener lugar ni presente y teme que su hermano pequeño corra el mismo destino. El resultado de lo expuesto por Coppola a lo largo de los minutos de La ley de la calle es una magnífica película, que prosigue en su evolución como cineasta total que experimenta con la imagen, los sonidos, el montaje y una narrativa intimista que ya había empezado en La conversación y continuó en Corazonada. En cierta medida, La ley de la calle y las nombradas son el reverso de su cine comercial, y esta película más que ninguna hasta entonces refleja a Coppola en sus protagonistas: sueña y al tiempo siente decepción.


Los dos hermanos son fuera de tiempo, marginados incluso entre los marginados, en ese presente en blanco y negro que sueña añorando una época inexistente o que solo existió en la imaginación de peces que luchan contra sí mismos, contra su propio reflejo, como sucede con Rusty, cuando ve su reflejo en color y lo golpea. Rusty James y “el chico de la moto” muestran comportamientos y pensamientos opuestos; mientras el primero desea emular las hazañas pandilleras del mayor, a aquel le resulta imposible dejar atrás la decepción que domina su visión del entorno presente, al que regresa tras varios meses de ausencia. La fama del motero le precede; los jóvenes del barrio le consideran un rey y un ejemplo a seguir, y más que ningún otro, es su hermano quien más le admira, obsesionado con la idea de convertirse en la imagen idealizada que tiene de su familiar y de la época en la que aquel reinaba en las calles. Sin embargo, en la mirada y en los silencios del “chico de la moto” se descubre un presente repleto de insatisfacciones, provocadas por los cambios producidos a lo largo de los años y por su percepción visual en blanco y negro, la misma que le permite observar la realidad de un espacio físico, pero también espiritual, donde todos parecen dejarse arrastrar por una violencia innata que les iguala a los peces luchadores de Siam a los que alude el título original. La ley de la calle entra de lleno en la atormentada y soñadora personalidad de sus protagonistas, condicionada por cuanto observan dentro de un espacio de sombras fantasmagóricas capaz de desorientar a cuantos en él habitan; pero el film de Coppola también se detiene, como es habitual en muchas de sus películas, en las relaciones familiares; de ese modo, al tiempo que se produce la fraterna, aparece la paterno-filial, en la cual se descubre que la imposibilidad también habita en el padre (Dennis Hopper), quien, sin lograrlo, alivia sus pesares en el alcohol mientras desea que Rusty no se convierta en su hermano, pues es consciente de que el chico de la moto está condenado a desaparecer de esas calles donde ha visto la verdad que esconde la sombría atmósfera que les envuelve.



sábado, 27 de abril de 2013

Adelante, mi amor (1940)



En la planta cuarta de uno de los edificios de la Paramount se encontraba el departamento de guionista; y allí, entre otros, trabajaban Preston Sturges y una pareja de escritores, Charles Brackett y Billy Wilder, a quienes se les encargó un guion para el lucimiento de una de las grandes estrellas del estudio: Claudette Colbert. La actriz había protagonizado con anterioridad dos guiones del dúo: La octava mujer de Barba Azul (Bluebeard’s Eighth Wife, Ernst Lubitsch 1938) y Medianoche (Midnight, Mitchell Leisen, 1939). Por entonces, Leisen era uno de los directores de mayor prestigio de la compañía, que le encargó la filmación de Adelante, mi amor (Arise, My Love, 1940). Habría una tercera “colaboración” entre Brackett-Wilder y Leisen, pero la relación profesional se deterioró definitivamente durante el rodaje de Si no amaneciera (Hold Back the Dawn, 1941), que fue clave para que Wilder se empeñase en rodar sus escritos, aunque ya había dirigido su primer film en Francia. Pero, en Adelante, mi amor la sensibilidad creativa de Wilder
, a quien no le gustaba que nadie cambiase sus guiones, salvo quizá Lubitsch, todavía no se sentía ofendida; la de Leisen no se vio afectada, ni antes ni después, y sus adaptaciones a la pantalla de los guiones de la pareja dieron su fruto las tres magníficas producciones arriba aludidas: Medianoche, que fue su primera colaboración y una de las grandes comedias sofisticadas del Hollywood dorado; Si no amaneciera, detonante de la ruptura —consecuencia del cambio en una de las escenas escritas por esa extraordinaria pareja de asalariados que no tardaría en triunfar con sus propias películas— y esta comedia antifascista, cuya historia se desarrolla durante el final de la Guerra Civil Española y los primeros compases de La Segunda Guerra Mundial.


Como consecuencia de la realidad internacional de 1940, uno de los ejes centrales de la película fue la denuncia de los fascismos que amenazaban buena parte del mundo; este hecho queda plasmado desde la primera imagen, cuando se descubre a su protagonista masculino encerrado en una prisión burgalesa a la conclusión de la guerra española, preludio de lo que estaba por llegar. Esa primera imagen muestra a Tom Martin (
Ray Milland), piloto de las Brigadas Internacionales, charlando con un sacerdote minutos antes de su ejecución, la cual no llega a materializarse gracias a la inesperada intervención de Agusta Nash (Claudette Colbert), periodista que se hace pasar por la esposa del condenado, con el fin de conseguir la libertad de aquel y un buen reportaje que consolide su carrera dentro de la prensa seria. Como consecuencia de la convincente actuación de Gusta, Tom salva su vida, aunque no sin antes emprender una huida aérea que les lleva hasta Francia, donde se le descubre con una tirita en la nariz y con un semblante de insatisfacción, que luce ante la multitud que les recibe en la estación de ferrocarril. A pesar de haber escapado de una muerte segura, a manos de los fascistas españoles, el piloto no ha logrado su objetivo de conquistar a la inteligente y bella reportera, capaz de morderle el apéndice nasal como señal de protesta ante sus repetidos intentos por seducirla durante la fuga Sin embargo, el reportaje sobre el aviador, a parte de ser idea suya, es demasiado importante como para dejarlo escapar, hecho que provoca un segundo encuentro, que el piloto aprovecha para un nuevo intento de conquista, pero, en esta ocasión con la lección bien aprendida, emplea un método más sutil que el ataque frontal. Durante parte de Adelante, mi amor se descubre un París de lujo, anterior a la inminente ocupación alemana, por donde la pareja muestra su mutua atracción; aunque Gusta continúa luchando contra sus impulsos carnales, en una inútil tentativa por no sucumbir ante los encantos que descubre en el piloto. El lujoso ambiente que domina la parte parisina de Adelante, mi amor desaparece con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, que sorprende a la pareja protagonista en un instante en el que, tras citar a André Malraux, aceptan su amor; pero ni siquiera el noble sentimiento que les une puede dar la espalda a los acontecimientos históricos que se están produciendo a su alrededor, hecho que provoca que la comedia ceda su protagonismo a la dramática realidad de 1940, cuando las tropas nazis avanzaban por el viejo continente sin apenas oposición.

viernes, 26 de abril de 2013

El déspota (1953)


Viudo, huraño, despótico, tiránico, y no menos tacaño, se descubre a Henry Horatio Hobson (
Charles Laughton) rodeado de sus tres hijas; a dos de las cuales pretende casar lo antes posible (y a poder ser sin dote), para así librarse de sus presencias y manutención. En sus intenciones también se contempla que Maggie (Brenda de Benzie), la mayor, se quede para servirle, pues la eficiencia de ésta es indispensable para la buena marcha del negocio y del hogar. El pensamiento del patriarca muestra una clara tendencia a preocuparse única y exclusivamente por sus intereses, sin pensar en cómo estos afectan a quienes le rodean, aunque los satélites sean sus propias hijas. Este zapatero de éxito resulta ser un egoísta empedernido, a quien le gusta reunirse con sus amiguetes en el pub, donde demuestra su gusto por la bebida y su capacidad para la oratoria exagerada, de la que se sirve para alardear de su absoluto control del negocio y de la familia. El déspota (Hobson's choice) fue la segunda y última comedia de David Lean, y en ella se percibe cierta influencia del señor Scrooge ideado por Charles Dickens (autor a quien Lean adaptó en varas ocasiones) o del mito de Pigmalión; además fue el adiós del cineasta al blanco y negro y al dominio de los espacios interiores que se descubre en sus películas enteramente británicas. Pero volviendo al orondo zapatero, se puede decir que su similitud con Mr.Scrooge no reside en el físico sino en que nunca muestra buenos sentimientos, ni siquiera hacia sus hijas o hacia Will Mossop (John Mills), su talentoso empleado, artífice de buena parte del éxito de la empresa de calzado, a quien trata como si fuese un objeto de su propiedad. Sin embargo, como le ocurrió al tirano de Cuento de Navidad, su cotidianidad sufre un vuelco inesperado, en este caso no es responsabilidad de fantasmas pasados, presentes o futuros, sino de Maggie, que por su cuenta y riesgo y sin dar opción a protestas, anuncia lo impensable: piensa contraer matrimonio y el elegido es Will. La decisión de la mayor de las Hobson sorprende al padre, pero sobre todo al iletrado, tímido e inseguro Mossop, quien en un primer momento no sabe qué pensar al respecto de esa imposición marital que cambiará su vida, y su modo de entenderla. Así pues, desde su sumisión, se deja manipular y cede a las pretensiones de Maggie, aunque ligeramente condicionado por los malos modos que emplea su jefe para disuadirle de que no tome esposa, y menos si ésta es la hija que quería como criada. La futura señora Mossop y su acomplejado prometido abandonan la zapatería decididos a iniciar una nueva etapa en sus vidas, que comienza con el aprendizaje de Will, a cargo de Maggie, mujer de grandes recursos, que asume la educación de su futuro esposo, moldeándolo para que se convierta en un triunfador letrado, seguro y decidido que acabe por imponerse a su despótico padre. El tono humorístico de El déspota fluye sin altibajos, en gran medida gracias a las interpretaciones de sus tres protagonistas principales, pero también a la inteligente puesta en escena planteada por David Lean, quien demostró que sabía manejarse con soltura dentro de un género en el que a penas se prodigó.

martes, 23 de abril de 2013

Gigante (1956)

En una de las versiones en DVD de Gigante (Giant), George Stevens, Jr. presenta el film y, en determinado momento, afirma que la película rodada por su padre ha pasado con creces la prueba del paso del tiempo, y para ello aduce que cuarenta años después de su estreno continúa siendo vista por el público. Sus palabras no mienten, pero tampoco prueban que se trate de una obra maestra con mayúsculas, que es lo que se deduce al escuchar su comentario. En la actualidad también se ve La vuelta al mundo en ochenta días, inexplicable ganadora del Oscar a la mejor película de aquel año, y a nadie se le pasa por la cabeza decir que sea una obra cumbre del cine sino una cuestión de la popularidad alcanzada. En 1956, además de las dos citadas, se estrenaron en los Estados Unidos Escrito sobre el viento, Atraco perfecto, La invasión de los ladrones de cuerpos, Marcado por el odio, Umberto D, La Strada, Los siete samuráis, Más dura será la caída o Mientras Nueva York duerme (ahí es nada), todas ellas superiores al film de Stevens (y a años luz del realizado por Michael Anderson). Incluso en el seno de la Warner, productora que produjo esta superproducción, se estrenó Centauros del desierto, una obra maestra que sí ha pasado con nota la prueba del tiempo, al descubrirse como un western intimista y moderno que indaga en las sensaciones y emociones de su protagonista desde la sinceridad de la cámara de John Ford, que supo captar aquello que George Stevens forzó en su megaproducción sobre la transformación de Texas. Como ocurre con cualquier otra película que se conserve, Gigante puede verse tiempo después, ya sea en sus pases televisivos o en formatos caseros, pero lo que queda claro al verla desde la distancia de los años, son algunas de sus carencias. Su narrativa, a ratos pesada, quizá por culpa de la novela, de la adaptación o de su puesta en escena, su enfoque, con frecuencia reitera de manera innecesaria en los temas expuestos, o la transformación de los actores principales, que realizaron con corrección su cometido, aunque nada pudieron hacer ante el increíble envejecimiento que sufren sus personajes, incapaces de disimular su juventud (Rock Hudson tenía 30 años, 23 Elizabeth Taylor y 24 James Dean, quien por desgracia falleció en un accidente automovilístico poco antes de la conclusión del rodaje) podrían llevar a la conclusión de que, tras más de medio siglo desde que Gigante saliese a la luz, su grandeza no alcanza a la de su título, a no ser por su excesivo metraje de casi cuatro horas en el que se observa a una familia ganadera anclada en la tradición, cuyos cimientos se tambalean como consecuencia de los cambios que se producen al convertirse el petroleo en la principal fuente de riqueza del estado de la estrella solitaria. El eje narrativo se encuentra en el enfrentamiento entre la tradición, a la que representa "Bick" Benedict (Rock Hudson), y la modernidad, encarnada por Jett Rink (James Dean). Entre ambos polos se ubica Leslie (Elizabeth Taylor), la joven del Este que se casa con Benedict, y que durante largo tiempo no encuentra su lugar en las tierras texanas, donde descubre un mundo anclado en el pasado, racista, machista y con grandes diferencias sociales, más cercano al medievo europeo que a una joven nación que promulga la igualdad y la libertad de sus habitantes. Este personaje femenino pierde parte de su importancia a medida que avanza Gigante, quedando relegado a un plano más o menos decorativo hacia el final de este largometraje que se divide en dos partes diferenciadas por el paso del tiempo. La primera se inicia después de una especie de prólogo (la pareja se conoce y se casa), cuando los recién casados llegan a Renata (el imperio de los Benedict desde los tiempos del abuelo), y concluye con Rink alcanzando su sueño de enriquecerse con el petroleo. La segunda transcurre años después, cuando los hijos del matrimonio se hacen mayores, y Jordan Benedict (Dennis Hopper). heredero al trono de su padre, opta por la medicina y por casarse con Juana (Elsa Cárdenas), rechazada en la alta sociedad por su origen mexicano; mientras, Luz Benedict (Carroll Baker), una de las dos hijas, se enamora de Rink, convertido en el hombre más poderoso de Texas, posiblemente también en el más huraño y atormentado (la transformación del Jett pobre y joven al Jett maduro y multimillonario se omite, hecho que repercute en la comprensión de la evolución del personaje). En esta segunda mitad se descubre al patriarca Benedict más flexible en su comportamiento machista, despótico y conservador, y a un magnate del petroleo dominado por su afán de competir con aquel que fue su jefe y que lo tiene todo, incluso a Leslie. Quizá la ausencia del amor y su obsesión por Benedcit fueron las culpables del cambio que se produjo en aquel joven introvertido, convertido en la madurez en una especie de ególatra con tendencias racistas, que ya se anunciaban en su juventud. Con sus taras y con sus aciertos Gigante fue considerada una de las mejores producciones de aquel año, pues contar con tres jóvenes estrellas contribuyó a su enorme éxito en taquilla (que sí fue gigante, como también lo fue su producción y por infortunio la pérdida de Dean); sin embargo, su gran acogida no justifica que películas mejores obtuviesen peores críticas o que un director como George Stevens ganase (merecidamente o no) su segundo premio al mejor director (había logrado el primero cinco años atrás por Un lugar en el sol) y que realizadores de mayor talento nunca fuesen reconocidos por la academia hollywoodiense; aunque esta es otra historia, y Stevens nada tiene que ver en ella. Esta realidad, no exclusiva del ámbito cinematográfico, confirma que premios y menciones, a parte de crear en muchos casos injusticias y polémicas, poco tiene que ver con la calidad del producto, pues cineastas con un estilo propio y filmografías superiores, realizadas por entero o en parte en Hollywood, como Charles Chaplin, Ernst LubitschAlfred Hitchcock, Fritz Lang, Samuel Fuller, Nicholas Ray, Anthony Mann, Raoul Walsh, Sam Peckinpah, Stanley Kubrick o Howard Hawks, jamás recibieron un Oscar a la mejor dirección.

Camino a la libertad (2010)



En las películas de Peter Weir asoma un análisis de la naturaleza humana en situaciones inusuales, ya sea en el interior de un barco de guerra durante las guerras napoleónicas, caso de Master and commander, en un programa de televisión, número uno en audiencia, llamado El show de Truman, o en la revuelta indonesa de El año que vivimos peligrosamente, por citar algunos de sus títulos, muchos de los cuales muestran un perfecto equilibrio entre puesta en escena y una reflexión antropológica inteligente, y a menudo comprometida. Algo similar se descubre en Camino a la libertad (The Way Back), film visual y abrupto, en cuyos espacios abiertos se encuentran atrapados varios fugitivos que se evaden de un campo de trabajo soviético, ubicado en las duras y frías tierras siberianas. La llegada de Janusz (Jim Sturgess) a ese paraje desolado se produce durante la invasión de Polonia al inicio de la Segunda Guerra Mundial (el ejército alemán por el oeste y las fuerzas soviéticas por el este); la capitulación de los polacos deja el paso libre a la irracionalidad de las potencias de ocupación, que en el caso de Camino de la libertad se centra, en un primer y breve momento, en la purga llevada a cabo por Stalin y los suyos: persecuciones, delaciones, encierros y ejecuciones como la que Andrzej Wajda narró en Katyn. El crimen de Janusz, inexistente, se demuestra mediante la tortura a un ser querido, que se ve obligado a declarar en su contra, lo cual conlleva que el joven polaco sea acusado de traición y enviado a un gulag donde descubre a otras víctimas de la intolerancia y la demencia del stalinismo. Este numeroso grupo de presos políticos a duras penas logra sobrevivir en un entorno marcado por la desolación e inclemencias atmosféricas del medio físico, la dureza de los vigilantes o la violencia de los delincuentes comunes: asesinos, ladrones, violadores. Durante la breve estancia del film en el presidio se descubre un espacio acotado donde los abusos y la muerte forman parte del día a día de estos individuos condenados a perecer o a perder su condición humana, muchos de ellos convertidos en una sombra de aquello que fueron antes de ser encerrados y denigrados por el sistema opresivo que les ha condenado. A pesar de la cruda realidad a la que se enfrenta, Janusz se aferra a un imposible, y decide emprender la huida en compañía de otros presos políticos y de un asesino (Colin Farrell), que se muestra igual de cruel que el entorno, pero con una necesidad similar a la de sus compañeros, pues siempre ha sido un esclavo del medio en el que ha crecido y delinquido. La huida les conduce por parajes blancos, fríos, desolados, donde el alimento escasea al igual que ocurre con sus esperanzas, que disminuyen a medida que queman etapas, pues la sombra del comunismo, la amenaza climática, la certeza del hambre y la presencia de la enfermedad se convierten en sus acompañantes a lo largo de más y más kilómetros de fatiga, sufrimiento y muerte. Sin embargo, es en ese mismo espacio donde recuperan parte de su esencia perdida; allí viven al límite de lo humano, obligados a superase y a sobrevivir con el único fin de alcanzar una libertad que parece no llegar nunca, ya que el mundo ha enloquecido y cambiado a raíz de la guerra y de los totalitarismos que han condicionado su presente, durante el cual los nexos que les unen se hacen más fuertes, aunque también la certeza de que la posibilidad de alcanzar su meta se aleja cada vez más.

domingo, 21 de abril de 2013

Dulce libertad (1985)


La perspectiva elegida por Alan Alda en Dulce libertad (Sweet Liberty, 1985) es amable y se decanta por el enredo para exponer los entresijos de un rodaje cinematográfico durante el cual se descubren las manías de los actores y actrices, los cambios que se realizan en las producciones, los intereses económicos que confirman que se trata de un negocio o cómo la presencia del equipo de filmación afecta a la localidad donde se va a rodar la producción que da título a la película. Esta elección provoca que el film de Alda no destaque por ofrecer una visión crítica ni corrosiva del mundo del cine, visión espectral y oscura escogida por Billy Wilder para dar forma a la magistral El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) o satírica en manos de Robert Altman en El juego de Hollywood (The Player, 1992), pero sí simpática, que desde el primer momento se aleja de cualquier polémica y apuesta por un enfoque más o menos cómico que se centra en Michael Burgess (Alan Alda) y sus relaciones materno-filial, sentimentales y profesionales. Al inicio de Dulce libertad se comprende que Alda no escoge entrar a saco y dando golpes, prefiere el enredo, también que Michael y Gretchen (Lise Hilboldt) formen una pareja que rechaza el compromiso, quizá por el cambio que conlleva asumir una responsabilidad que afectaría a sus cómodas existencias. Dicha cotidianidad, en la que también vive el resto del pueblo, desaparece cuando se presenta el equipo de filmación de una película que, supuestamente, adapta la novela histórica escrita por Burgess. La maquinaria y la caravana hollywoodienses (autocares, camiones, coches y quizá algún caballo rezagado) desfilan por las calles de la pequeña localidad, para mayor regocijo de sus habitantes, que lo festejan por todo lo alto, como si se tratase del día de la Independencia o el primero de las rebajas.


El rodaje es un acontecimiento único para el pueblo, pues, aparte de los beneficios económicos que genera, brinda a la población la oportunidad de codearse con estrellas del celuloide de las que guardar un recuerdo que podrán contar a sus nietos o a cualquiera todavía no nato que tampoco sabrán de quién les estarán hablando. También para el autor del libro es un momento especial, sobre todo cuando descubre que los responsables del film han cambiado su novela hasta el extremo de no reconocer el material original. Su desesperación, ante la tergiversación los hechos históricos narrados en el libro, precipita el enfrentamiento entre el novelista y el director de la película (Saul Rubinek), quien se justifica alegando que el público demanda tres cosas cuando paga su entrada: rebeldía, destrozo de la propiedad y despelote. Ante esa incontestable realidad que vive el cine hollywoodiense, Burgess no tiene más alternativa que aceptar colaborar con el guionista (Bob Hoskins) en la reescritura del guion. A medida que realiza los cambios en la historia, su alejamiento de Gretchen parece confirmarse, quizá impulsado por ese soplo de novedad que significa la presencia de las dos estrellas del film: Faith Healy (Michelle Pfeiffer) y Elliott James (Michael Caine). Tanto el actor como la actriz muestran un comportamiento extravagante, a menudo inestable. Así se descubre en James a un mujeriego empedernido, narcisista e irresponsable, capaz de cualquier cosa que se le antoje, lo cual trae de cabeza a Michael; como también lo hace Faith, aunque ella en otro sentido, pues en ella cree encontrar la imagen de la mujer perfecta, aunque no tarda en descubrir ciertas irregularidades en los constantes y bruscos cambios que sufre la personalidad de la diva.


Aquello que comenzó como una fiesta se transforma en una continua fuente de problemas, tengan o no que ver con el rodaje. De ese modo, la apacible vida de Burgess se ve alterada por su madre (Lillian Gish), que. le atosiga para que encuentre a un supuesto amante, desaparecido años atrás —debido al acoso de esta misma mujer—, por su relación sentimental (la antigua y la nueva) o por su relación profesional con las estrellas, a quienes debe convencer para que boicoteen la visión adolescente y mercantil que persigue el director, quien tranquilamente le dice, una vez concluido el rodaje, que en la sala de montaje hará la película que él quiere. Así es el cine: un caos del que finalmente surge un orden, el que vemos en la pantalla, el cual que guste o no, ya es cuestión del público que en la década de 1980 pagaba por ver rebeldía descafeinada, destrozo y despelote. ¿Y hoy? ¿Qué busca cuando abona su entrada? En la distancia quedaban otras películas sobre rodajes y más adelante llegarían más, pero Dulce libertad tiene su propia personalidad, la de no querer se otras cosa que un entretenimiento que apunta cuestiones y entresijos que, como las que muestra François Truffaut en La noche americana (La nuit americaine, 1974) o David Mamet en State and Maine (2000), afectan a cualquier proyecto cinematográfico: cambios que se producen antes, durante y después, las relaciones entre las estrellas (no siempre idílicas como las de la pantalla), la presencia del equipo en una localización o la certeza de que en el cine prima el aspecto económico; sin embargo, en ningún momento se llega a profundizar en estas cuestiones, prefiriendo un enfoque simple que se decanta por la comicidad de situaciones concretas, sobre todo las llevadas a cabo por Elliott James, y en menor medida por un guionista que solo es capaz de mostrar su incompetencia.

El señor de los anillos:la comunidad del anillo (2001)


Cuentan que un hobbit no busca más que la tranquilidad de saber que nada pasa, mientras disfruta de la compañía de sus amigos, bebiendo, comiendo o fumando. Para un mediano los acontecimientos que se producen fuera de la Comarca carecen de importancia, pues ninguno de ellos destaca por aventurarse más allá de los límites de su amado y apacible hogar. Solo uno, Bilbo Bolsón (
Ian Holm), osó realizar un viaje que le reportó numerosas aventuras y un recuerdo mágico, fuente de los males que asolan a la Tierra Media. Pero esta no es la historia de Bilbo, sino la de Frodo (Elijah Wood), pues este otro hobbit, acogido por el dueño de Bolsón Cerrado, se convierte tras la aparición de Gandalf (Ian McKellen) en el nuevo depositario de la alianza, que resulta ser el Anillo Único. Ante tal hallazgo, el mediano se muestra despreocupado y convencido de que todo saldrá bien, pues aún no se ha percatado de los peligros que encierra la tarea que le encomienda el mago gris. Así pues, arropado por sus amigos: Sam (Sean Astin), Pippin (Billy Boyd) y Merry (Dominic Monaghan), Frodo parte hacia la aldea de Bree, donde espera reunirse de nuevo con Gandalf, sin embargo, antes de llegar, los cuatro compañeros comprueban el terror al que se enfrentan, perseguidos por los espectros al servicio del señor oscuro, que amenaza con volver a levantarse tras haber sido derrotado al final de la Segunda Edad por un ejército de elfos y hombres. A pesar de ser vencido, el poder de Sauron permaneció intacto en ese aro dorado que Isildur, el rey de Góndor, fue incapaz de arrojar a las llamas del Monte del Destino donde fue forjado; y de ese modo, la amenaza permaneció latente hasta el momento en el que los medianos parten de la Comarca y se encuentran inesperadamente con un montaraz del norte (Viggo Mortensen), con quien prosiguen su viaje hacia el hogar de Elrond (Hugo Weaving), el medio elfo.


Más o menos, así inicia 
Peter Jackson la adaptación de la novela más famosa de J. R. R. Tolkien, de la que se dijo que nunca podría ser adaptada a la gran pantalla debido a su extensión, al gran número de personajes, situaciones o paisajes. Unos veintidós años antes del acierto de JacksonRalph Bakshi realizó un primer intento por contradecir aquella negación; no obstante, en su film de animación se simplificó al máximo los hechos narrados en el primer volumen de El señor de los anillos (La comunidad del anillo), y no sería hasta los albores del siglo XXI cuando Peter Jackson y un equipo de unas dos mil personas se embarcaron en una filmación que duraría alrededor de quince meses, y con un coste cercano a los trescientos millones de dólares. El espíritu del original literario fluye por El señor de los anillos: la comunidad del anillo, la primera de las tres entregas en las que se dividió el proyecto que demostró que sí era posible llevar a cabo una empresa de semejante envergadura, que bien pudo caer en el olvido. Los hermanos Weinstein, jefes por aquel entonces de Miramax Films (la productora que tenía los derechos cinematográficos de la novela), dieron una especie de ultimátum a Jackson para que consiguiese la financiación restante o en caso contrario se realizaría un único largometraje, en el que se condensaría toda la historia, lo que habría sido un grave error tanto artístico como económico, vistos los resultados. Así pues no fue hasta el último momento cuando se dio luz verde a la realización de la visión que el director y guionista neozelandés tenía de la historia de Tolkien. Por fortuna, el dinero llegó de la mano de New Line Cinema, una pequeña compañía que se jugó el tipo apostando por un rodaje que finalmente se puso en marcha tal y como había previsto su realizador; todo lo demás es historia, incluso la participación a última hora de Viggo Mortensen, que llegó a Nueva Zelanda para sustituir al actor que iba a dar vida a Aragorn  (se hace difícil pensar en otro interpretando el papel del montaraz que se descubre como el heredero al trono de Isildur). La trilogía de Peter Jackson, estrenada en años consecutivos por cuestión de metraje y de comercialización, se convirtió en uno de los fenómenos cinematográficos más importantes de la primera década del siglo XXI, logrando la aceptación de los seguidores de la novela y de aquellos espectadores que descubrieron a los hobbits a través de esta aventura épica, donde se citan enanos, elfos, humanos, orcos o medianos, que se ganó un lugar en la historia del cine.

viernes, 19 de abril de 2013

Frankenweenie (2012)


Frankenweenie es un acercamiento de Tim Burton a las historias de personajes marginales, sensibles y extraños, que en algunos casos guardan un nexo con aquellos que pueblan el cine de terror de la Universal de la década de 1930, como atestigua la constante presencia en el film del espíritu del Frankenstein (1931) de James Whale, el mismo autor de otros dos clásicos a los que Burton hace referencia: El hombre invisible (1933) en el pez que Edgar resucita o La novia de Frankenstein (1935) en el peinado que luce la perra de Elsa, cuyo nombre rinde homenaje a Elsa Lanchester, la actriz protagonista del film de Whale. Pero en Frankenweenie también hay espacio para otros monstruos de leyenda, pues en el televisor que contemplan los padres de Victor se observa una escena del Drácula (1958) dirigido por Terence Fisher para la mítica Hammer FilmsLa momia es otro clásico que se cuela en la película, en esta ocasión gracias a la figura de Colossus, la mascota que regresa de la tumba, y a su dueño, trazado a imagen y semejanza de Boris Karloff. De seguir con parecidos razonables entre las mascotas y las famosas criaturas del cine fantástico se podría descubrir a Godzilla (1954) en la gigantesca tortuga que ataca el pueblo; más pequeñas y revoltosas serían los primos lejanos de Gremlins (1984), que se transforman gracias al agua de una piscina. Pero el universo cinematográfico de Tim Burton posee otras muchas referencias, que también tienen cabida en este film, pues de una u otra manera se deja notar la influencia de Edgar Allan Poe, de actores míticos como Vincent Price o Christopher Lee o directores como el propio Whale, sin olvidar al mismísimo Edward Wood, Jr., de quien el director realizó una magnífica visión cinematográfica en Ed Wood (1994) Con todo esta reunión de influencias y gustos se construye un ambiente familiar en la filmografía del director de Eduardo Manostijeras (1990), donde dominan las sombras, la presencia de espacios amenazantes como el cementerio o el desván donde Victor experimenta, la noche o la repentina aparición de tormentas, que estallan en ese espacio donde se descubren los sentimientos de Victor Frankenstein, un niño que ha creado un mundo propio para él y para su fiel Sparky. Ambos se mantienen al margen del entorno de prejuicios e ignorancia al que se refiere el profesor de ciencias durante su reunión con los padres de sus alumnos, quienes le increpan y le expulsan de la escuela por sus palabras, en las que se descubre su deseo de ampliar las miras de unos jóvenes estudiantes un tanto extraños y solitarios. A Victor no le importa su soledad, pues la disfruta en compañía de su amigo Sparky, cariñoso y alegre, sin embargo, un accidente de tráfico acaba con la vida de su querido perro. Esta repentina pérdida genera el triste vacío existencial que domina los días del muchacho, pero el pequeño Frankenstein se niega a aceptar la ausencia de su amigo y desarrolla un método, basado en la electricidad, capaz de transmitir movimiento a los tejidos muertos. Frankenweenie se puede ver como un divertimento, como un homenaje al cine fantástico o como un intento de su director por recuperar parte de esa capacidad imaginativa que le dio fama, a pesar de que el resultado final se tuerza hacia la conclusión del metraje, cuando se desata el caos en la ciudad de Nueva Holanda y el film pierde parte del encanto que atesora

jueves, 18 de abril de 2013

Tres tesoros (1959)

Para celebrar su producción número mil la productora Toho se embarcó en su película más costosa hasta entones, el doble de presupuesto que otra de sus grandes superproducciones: Los siete samuráis, muy superior a esta de un millón de dólares dirigida por Hiroshi Inagaki. Para mayor reclamo publicitario se echó mano de la mayoría de los actores y actrices del estudio; no obstante, el papel protagonista recayó en Toshiro Mifune, en aquel momento la mayor estrella de la casa (y posiblemente de todo Japón), gracias a sus interpretaciones para Akira KurosawaMifune, además de un breve papel como uno de los dioses, encarnó al trágico héroe de la historia que se narra en Tres tesoros (Nippon tanjo) (basada en las leyendas "Kojiki" y "Nihon Shoki"), que arranca en el principio de los tiempos, cuando solo existía la Nada que precedió a la aparición de los dioses, responsables de la construcción de La Tierra y de una isla que finalmente se convertiría en Japón. El enfoque inicial deja claro que se trata de un film mitológico, que rebusca en la tradición para recrear desde una perspectiva épica el nacimiento del sintoísmo; aunque vista en la actualidad, Tres tesoros se descubre como una película irregular y desgastada, cuestión que también podría generalizarse a muchos films bíblicos hollywoodienses o peplums italianos que se rodaban en occidente por aquellos años. Pero en el momento de su estreno fue un gran éxito popular (incluso llegó a exhibirse en occidente con una hora menos en su metraje), debido al reparto, plagado de rostros conocidos en el archipiélago japonés, pero sobre todo a los efectos especiales de Eiji Tsuburaya, un reclamo excepcional para que el público acudiese en masa a disfrutar con la creación del sintoísmo, allá por el siglo IV. El eje del relato se descubre en la figura del príncipe Yamato Takeru (Toshiro Mifune), obligado a deambular por tierra y mar, combatiendo a los enemigos del emperador (Ganjiro Nakamura), su padre; aunque, en realidad, su desventura se debe a la ambición de Otomo (Eijiro Tono), el noble que anhela la muerte del príncipe, porque esta provocaría que un miembro de su linaje fuese nombrado heredero al trono. Buena parte de Tres tesoros sigue las andanzas del héroe errante tras ser acusado del asesinato de su hermano mayor, crimen que no ha cometido, pero por el cual es enviado a luchar en varios frentes, de los que siempre sale indemne y con los que acrecienta su leyenda. Su periplo bélico se intercala con viejas historias referidas a las deidades y a los tres tesoros (peine, espada, espejo) a los que alude el título castellano, además durante el mismo asoma la historia de amor entre la princesa de Ise (Yoko Tsukasa) y el propio Takeru, aunque su romance se advierte imposible al estar ella destinada a servir a los dioses, a quienes se sacrifica para que que Yamato pueda regresar a su hogar, donde será víctima de una nueva emboscada.

martes, 16 de abril de 2013

El asesino vive en el 21 (1942)


En 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, parte del territorio francés se encontraba ocupado por el ejército alemán, cuestión que afectó a todos los ámbitos políticos, sociales y culturales franceses, incluido el mundo del espectáculo y de las artes cinematográficas. En ese contexto histórico, Henri-Georges Clouzot, que había debutado como director de largometrajes en la década previa, trabajaba bajo el sello Continental, compañía cinematográfica creada por los nazis, de la que llegó a ser jefe del departamento de guiones. Posteriormente, tras la guerra, fue acusado de colaboracionista, sin embargo, dicha acusación, que distaba de la realidad, no resta ni un ápice de interés a este film, en el que se esbozan características que formarían parte del estilo de un cineasta
 capaz de realizar obras de la envergadura de El cuervoEl salario del miedo o Las diabólicas, clásicos que le convirtieron en uno de los máximos representantes del cine francés. El asesino vive en el 21 (L'assassin habite au 21, 1942) comienza en un bar donde la cámara se detiene en la figura de un individuo, que no tarda en ser asesinado por alguien a quien no se ve, pero cuya perspectiva muestra su crimen, cometido al amparo de la nocturnidad que reina en la calle. A pesar de que la identidad del asesino se desconoce, este tiene la osadía o desfachatez de dejar una tarjeta de presentación al lado del cadáver, en la que se puede leer "monsieur Durand". Por lo que se deduce de las reacciones que se producen en la jefatura de la policía a la mañana siguiente, este psicópata, que firma sus asesinatos, se ha convertido en un caso de difícil resolución, que va pasando de mano en mano hasta que se le empaqueta al inspector Wens (Pierre Fresnay). Los problemas laborales de Wens se mezclan con los de su vida personal cuando se le descubre al lado de Mila (Suzy Delair), su novia, y se observa el afán de esta por convertirse en una estrella de variedades. En cualquier otro caso, tal circunstancia carecería de importancia, pero no en este, pues a Mila se le ocurre la brillante idea de atrapar, por su cuenta y riesgo, al peligroso psicópata, viendo en ello la publicidad que le abriría las puertas del mundo del espectáculo; sin embargo, su pareja le toma la delantera al descubrir, gracias a un confidente, que el asesino vive en la pensión Las mimosas. Weins sabe que el único medio para desenmascarar al culpable pasa por presentarse en el número 21, también sabe que no debe hacerlo como agente de la ley, sino como un simple huésped, y así, disfrazado de predicador, se adentra en un entorno grotesco con la intención de estudiar a los especímenes que allí se alojan. El grupo de hombres y de mujeres que moran en la residencia resulta de lo más variopinto, pero por sus palabras, el cartel de sospechoso principal recae en el doctor Linz (Noel Roquevert), quien ni corto ni perezoso se muestra de acuerdo con los métodos empleados por el tal Durand. Aunque también existe algo extraño en el señor Colin (Pierre Larquey), siempre fabricando asesinos en serie en miniatura, lo cual no deja de llamar la atención del agente, como ocurre con el profesor Latah-Poor (Jean Tisser), un fakir que disfruta haciendo desparecer cualquier objeto que se encuentre en su camino. A pesar de que el policía no tenga demasiado claro quién es el asesino, no desespera y pone en práctica sus dotes detectivescas, observa, pregunta con disimulo, investiga y razona, algo que ni su superior ni Mila parecen hacer cuando se presentan en el alojamiento, la segunda por sorpresa y el primero por el asesinato de una de las huéspedes de la pensión, crimen que confirma la presencia del homicida. No obstante, entre unos y otros, todos los sospechosos resultan inocentes, dejando al policía en un punto similar al que se encontraba al principio de este film noir, que poco tiene que ver con los desarrollados en Hollywood por aquel entonces.

domingo, 14 de abril de 2013

El Hobbit: un viaje inesperado (2012)


Después de los contratiempos que retrasaron el rodaje de la anunciada adaptación de El Hobbit, que precede en el tiempo a los hechos narrados en El señor de los anillos, se materializó su rodaje, pero sin el director que en un principio iba a filmarla. Tras la salida de Guillermo del Toro, que aparece como co-guionista en los títulos de crédito, Peter Jackson decidió asumir las labores de dirección, como había hecho en su anterior aventura en La Tierra Media, y al igual que en aquella ocasión optó por dividir la historia en tres partes, a pesar de que la fuente literaria en la que se basa el film posee una extensión y densidad menor que los tres volúmenes que componen la obra más famosa de Tolkien. La aventura del joven Bilbo Bolsón (Martin Freeman) se presenta desde los recuerdos del viejo Bilbo (Ian Holm), el mismo día en el que su sobrino Frodo (Elijah Wood) sale al encuentro de Gandalf (Ian McKellen), artificio que enlaza directamente con El señor de los anillos: la comunidad del anillo (2001). Poco antes de que se inicie la fiesta de cumpleaños del anciano hobbit, se le descubre recordando los hechos acontecidos sesenta años atrás, cuando se vio sorprendido por la masiva concentración de enanos que rompió su tranquila monotonía. El grupo de bulliciosos invitados, tras darse un homenaje como mandan los cánones, le proponen un negocio que no convence a un mediano reticente a firmar el contrato que le convertiría en el catorceavo miembro de la compañía de Thorin Escudo de Roble (Richard Armitage); algo lógico por otra parte si se tiene en cuenta que a un hobbit no le resulta sencillo abandonar la paz y la comodidad de su confortable agujero, y menos aún si tiene que hacerlo para embarcarse en un viaje repleto de imprevistos, incomodidades y sorpresas. Sin embargo, la sangre Tuk que corre por las venas de Bilbo se impone a la sensatez de su parte Bolsón, y decide unirse a la cruzada de los enanos para recuperar Erebor, antaño su majestuoso hogar, pero en ese momento del relato dominado por el gigantesco dragón que les condenó al exilio. Como no podía ser de otra manera existe un responsable directo para que el pequeño se encuentre metido en semejante lío, así se descubre a Gandalf el gris, convertido en el guía de la compañía, aunque consciente de que esta no es su aventura, sino la de Bilbo, Thorin y compañía. La historia de El hobbit: un viaje inesperado (An Unexpected Journey) se muestra similar a la expuesta en El señor de los anillos: La comunidad del anillo, pues presenta el inicio de la experiencia por la que pasa un mediano que sufre lejos de su casa, obligado a demostrar su valía, que supera con creces su escasa talla, al enfrentarse a los peligros que surgen en su deambular por la Tierra Media. Para poder llevar a cabo la trilogía los guionistas añadieron situaciones que no aparecen en la novela; de ese modo se percibe la presencia del señor oscuro, aunque el enemigo de este inocente hobbit no es el amo de Mordor, a quien se alude durante el concilio en Rivendel, sino el temible Smaug. Otro de los aspectos que se introduce en el film sería la parte en la que Radagast el pardo (Sylvester McCoy) descubre y advierte a Gandalf de la presencia de un nigromante que puede invocar a los espíritus de los muertos. Estas decisiones de aumentar el contenido resultan acertadas para poder llevar a cabo un largometraje de más de dos horas y media de duración, en el que se toma la licencia cinematográfica de incluir un prólogo, que explica la caída del rey bajo la montaña, la presencia de Radagast, la persecución del implcable Azog o el concilio blanco en Rivendel, donde se citan Saruman (Christopher Lee), Galadriel (Cate Blanchett) o Elrond (Hugo Weaving), quien descubre las runas lunares que se ocultan en el mapa que Thorin le entrega muy a su pesar. Después del paso de los enanos por el hogar de los elfos, el viaje continúa por las Montañas Nubladas, lugar que para bien o para mal marcará la historia de la Tierra Media, ya que en su interior, perdido y asustado, Bilbo se encuentra con el anillo mágico que emplea para escapar de las garras de los trasgos y de Gollum (Andy Serkis).

viernes, 12 de abril de 2013

La leyenda de la ciudad sin nombre (1969)



Aparte de una mala experiencia profesional, La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint your wagon, 1969) fue para Clint Eastwood la advertencia y el empujón para convertirse en el máximo responsable de las películas en las que participaría desde aquel momento, salvo casos puntuales como Los violentos de Kelly (1970) o En la línea de fuego (1993). Pero a pesar de que ni a Eastwood, ni al público ni a la crítica les contentase este musical no se puede negar que posee cierto encanto en su perspectiva inicial, valiente al apuntar cuestiones bastante atrevidas para su época, y en la presencia de
 Lee Marvin y Clint Eastwood como protagonistas de un film de género, que dista de aquellos sobre los que ambos cimentaron sus carreras, interpretando a tipos duros tanto en westerns como en policíacos. La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint your wagon) se basa en el musical Paint you wagon, estrenado con relativo éxito en Broadway en 1951, años antes de que Alan Jay Lerner decidiera realizar una superproducción financiada por Paramount, en la que se contó con la colaboración de Paddy Chayefsky, prestigioso guionista y novelista, para que adaptase el libreto original, dicha adaptación serviría para que el propio Lerner escribiese el guión que a la postre se convirtió en el último que dirigiría Joshua Logan, debido al monumental fracaso en taquilla del film. La leyenda de la ciudad sin nombre se ambienta en la California de la fiebre del oro, donde por casualidad coinciden Ben Rumson (Lee Marvin) y su futuro socio (Clint Eastwood), opuestos en cuanto a costumbres, pensamiento y edad. Ben reconoce que ha quebrantado todos los mandamientos habidos y por haber, como también reconoce que le gusta emborracharse hasta ponerse melancólico, sin embargo, en sus palabras y en su actitud también se descubre una visión tolerante y liberal que le aleja de los convencionalismos sociales que finalmente se impondrán a su alrededor. Los dos hombres alcanzan su amistad compartiendo cuanto poseen, hasta el extremo de compartir también a Elizabeth (Jean Seberg), la mujer que Ben compra en la subasta pública exigida por los habitantes de la villa minera. Aunque inicialmente muestre ciertas reticencias, Elizabeth no tarda en enamorarse de los dos socios, ya que no encuentra nada reprochable en no tener que elegir a uno si puede tenerlos a ambos; no en vano ella compartió a su anterior marido (un mormón) con otra mujer. A los mineros de la ciudad les trae sin cuidado que sean un triángulo marital o que busquen a otro para formar un cuarteto de cuerda, lo que a ellos les interesa realmente es un aumento inmediato en la población femenina, que al fin y al cabo se reduce a la bígama: así pues, al socio se le ocurre una idea brillante, pero es Ben quien la lleva a cabo cuando decide secuestrar a varias prostitutas para que amenicen las oscuras y solitarias jornadas de sus vecinos. Pero el equilibro alcanzado dentro de esa no civilización se rompe con la aparición de nuevos colonos, sobre todo porque crean en Elizabeth la necesidad de sentir la respetabilidad que le proporcionaría el estar casada con un solo hombre. De ese modo se inicia el principio del fin para el asentamiento nacido de la presencia de un mineral que, además de nublar la razón de los hombres, se cuela por el entarimado del salón para caer en unas galerías, hechas por los socios, que recorren el subsuelo de la localidad que tanto gusta a Rumson, porque en ella no hay lugar para las normas o los convencionalismos de los que siempre ha renegado

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