martes, 16 de abril de 2013

El asesino vive en el 21 (1942)


En 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, parte del territorio francés se encontraba ocupado por el ejército alemán, cuestión que afectó a todos los ámbitos políticos, sociales y culturales franceses, incluido el mundo del espectáculo y de las artes cinematográficas. En ese contexto histórico, Henri-Georges Clouzot, que había debutado como director de largometrajes en la década previa, trabajaba bajo el sello Continental, compañía cinematográfica creada por los nazis, de la que llegó a ser jefe del departamento de guiones. Posteriormente, tras la guerra, fue acusado de colaboracionista, sin embargo, dicha acusación, que distaba de la realidad, no resta ni un ápice de interés a este film, en el que se esbozan características que formarían parte del estilo de un cineasta
 capaz de realizar obras de la envergadura de El cuervoEl salario del miedo o Las diabólicas, clásicos que le convirtieron en uno de los máximos representantes del cine francés. El asesino vive en el 21 (L'assassin habite au 21, 1942) comienza en un bar donde la cámara se detiene en la figura de un individuo, que no tarda en ser asesinado por alguien a quien no se ve, pero cuya perspectiva muestra su crimen, cometido al amparo de la nocturnidad que reina en la calle. A pesar de que la identidad del asesino se desconoce, este tiene la osadía o desfachatez de dejar una tarjeta de presentación al lado del cadáver, en la que se puede leer "monsieur Durand". Por lo que se deduce de las reacciones que se producen en la jefatura de la policía a la mañana siguiente, este psicópata, que firma sus asesinatos, se ha convertido en un caso de difícil resolución, que va pasando de mano en mano hasta que se le empaqueta al inspector Wens (Pierre Fresnay). Los problemas laborales de Wens se mezclan con los de su vida personal cuando se le descubre al lado de Mila (Suzy Delair), su novia, y se observa el afán de esta por convertirse en una estrella de variedades. En cualquier otro caso, tal circunstancia carecería de importancia, pero no en este, pues a Mila se le ocurre la brillante idea de atrapar, por su cuenta y riesgo, al peligroso psicópata, viendo en ello la publicidad que le abriría las puertas del mundo del espectáculo; sin embargo, su pareja le toma la delantera al descubrir, gracias a un confidente, que el asesino vive en la pensión Las mimosas. Weins sabe que el único medio para desenmascarar al culpable pasa por presentarse en el número 21, también sabe que no debe hacerlo como agente de la ley, sino como un simple huésped, y así, disfrazado de predicador, se adentra en un entorno grotesco con la intención de estudiar a los especímenes que allí se alojan. El grupo de hombres y de mujeres que moran en la residencia resulta de lo más variopinto, pero por sus palabras, el cartel de sospechoso principal recae en el doctor Linz (Noel Roquevert), quien ni corto ni perezoso se muestra de acuerdo con los métodos empleados por el tal Durand. Aunque también existe algo extraño en el señor Colin (Pierre Larquey), siempre fabricando asesinos en serie en miniatura, lo cual no deja de llamar la atención del agente, como ocurre con el profesor Latah-Poor (Jean Tisser), un fakir que disfruta haciendo desparecer cualquier objeto que se encuentre en su camino. A pesar de que el policía no tenga demasiado claro quién es el asesino, no desespera y pone en práctica sus dotes detectivescas, observa, pregunta con disimulo, investiga y razona, algo que ni su superior ni Mila parecen hacer cuando se presentan en el alojamiento, la segunda por sorpresa y el primero por el asesinato de una de las huéspedes de la pensión, crimen que confirma la presencia del homicida. No obstante, entre unos y otros, todos los sospechosos resultan inocentes, dejando al policía en un punto similar al que se encontraba al principio de este film noir, que poco tiene que ver con los desarrollados en Hollywood por aquel entonces.

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