lunes, 6 de mayo de 2013

Carros de fuego (1981)


Tras varios años de experiencia en cortometrajes y documentales, Hugh Hudson realizó su primer largo de ficción recreando un hecho real, del que esbozó una parte dramática que atañe a los problemas personales de sus protagonistas, sin embargo concedió mayor importancia a los momentos de competición que dominan este correcto film, cuyo aspecto más sobresaliente reside en su dirección artística, capaz de transportar al espectador al realismo de aquellos años veinte, cuando el olimpismo carecía de atletas profesionales o de los medios que se observan en cualquier competición actual, dejando que el espíritu deportivo y el afán por la victoria fuesen los motores de corredores como los que se descubren en la escena que abre y cierra el film, cuando se les observa entrenando sobre la arena mojada en una mañana gris y solitaria, mientras disfrutan de la eterna promesa de juventud y de la gloria que les aguarda en la pista de atletismo. Carros de fuegos se abre en 1978, en una iglesia donde un anciano, Lindsay (Nigel Havers), se dirige a los presentes para rendir homenaje a Harold Abrahams (Ben Cross), su compañero en las Olimpiadas de París de 1924. Desde este prólogo se retrocede cincuenta y cuatro años, hasta una playa por donde corre un grupo de jóvenes británicos, a quienes la cámara individualiza mientras suena el famoso Chariots of Fire compuesto por Vangelis. Esta misma imagen será la que cierre el film, justo después de que la acción regrese a 1978, concluyendo de esa manera el ciclo de aquel glorioso equipo olímpico del que solo dos miembros continúan con vida en ese momento del presente de finales de los setenta. En 1924 la voz de Aubrey Montague (Nicholas Farrell), el otro superviviente del equipo, provoca un nuevo salto temporal que sitúa la narración en 1919, cuando compartió con un desconocido, Harold, el taxi que les llevó por vez primera a la universidad de Cambridge. Allí, entre las piedras centenarias del college, se descubren la solemnidad y la tradición entre las que Abrahams parece no encajar, sin embargo su inconformismo y su carácter luchador le convierte en alguien capaz de superarse y demostrarse que puede ser el mejor. En el patio del colegio universitario este joven bate el record de velocidad de la institución, pero él necesita más; su individualismo le empuja a desear ser el mejor velocista, hecho que provoca su encuentro con un entrenador profesional (Ian Holm), con quien se entrevista el mismo día que ve correr a Eric Liddell (Ian Charleston), jugador de rugby, corredor y predicador. Este joven religioso, nacido en China, país donde su padre ejerce como misionero, es el otro personaje de mayor entidad del film, pues parte de la película se centra en su búsqueda por alcanzar el equilibrio entre deporte y fe. Carros de fuego (Chariots of Fire) divide su atención entre ambos sprinters, mostrando parte de sus vidas personales y su afán por ser los más rápidos en vista a la Olimpiada donde deberán competir con los mejores del mundo, aunque no entre ellos debido a la negativa de Liddell a correr la prueba de los cien metros que se celebra en domingo. Carros de fuego (Chariots of Fire) muestra una historia universal de superación, amistad y triunfo, de esas que tanto gustan al público en general, motivo por el cual se convirtió en un éxito que se vio recompensado con varios premios, entre los que destaca el Oscar a la mejor producción del año.

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