sábado, 29 de junio de 2013

Ladrón de cadáveres (1945)

Uno de los periodos más florecientes y creativos de la serie B se produjo cuando Val Lewton asumió la producción de un ciclo de películas de terror para la RKO que se inició con la mítica La mujer Pantera (Cat People), cuyo coste rondó los 130.000 dólares y recaudó dos millones. Esa sería la tónica de la mayoría de estas películas que se inscriben dentro del género de terror, en las que el productor-autor contaría con los directores: Jacques Tourneur (en tres ocasiones), Mark Robson (cuatro) y Robert Wise (en dos películas del género). Existen otros aspectos comunes a estas películas aparte de tratarse de producciones baratas, ya que en ellas el miedo suele sugerirse desde las sombras, desde los espacios en los que se desarrollan los hechos o desde los propios miedos que habitan en los personajes. Pero si se profundiza se descubre que la idea del terror no es la única que asoma en pantalla, pues en ellas se hablan de cuestiones como la imposibilidad, los sentimientos o las frustraciones y obsesiones, como sería el caso de Ladrón de cadáveres (The Body Snatcher), inspirada en el relato de Robert Louis Stevenson y en un hecho real acontecido en la época en la que se ambienta la película. En el film de Lewton (firmó el guión como Carlos Keith) y de un casi primerizo Robert Wise, con anterioridad había dirigido Mademoiselle Fifi y la excelente La maldición de la mujer pantera (The Curse of the Cat People) (ambas producidas por Lewton), se expone la doble moralidad del doctor McFarlane (Henry O'Neill), capaz de traspasar los límites de la legalidad convencido de que la ciencia no debe supeditarse a las leyes que impiden su desarrollo. La historia se ubica en Edimburgo en 1831, cuando la ley prohíbe el estudio de cadáveres, salvo aquellos que en vida fueron pobres; esta norma provoca que el acceso a la anatomía humana sea complicado para el médico, obsesionado por su necesidad de estudiar el cuerpo humano como medio para comprender sus males, y de ese modo poder enseñar a sus alumnos y ayudar en el avance de la medicina. El eminente galeno remedia la escasez de cadáveres contratando los servicios de John Gray (Boris Karloff), un cochero que se gana la vida profanando tumbas para satisfacer las demandas de ese caballero a quien desea atormentar por un pasado que les une, y que ninguno de ellos puede olvidar. A pesar de la inquietud que siempre crea la presencia de Gray, éste se muestra más sincero que el doctor, que presenta aspectos contradictorios; por un lado desea comprender para poder ayudar en el avance de la ciencia médica, y de ese modo salvar vidas, mientras que por otro no muestra el menor escrúpulo a la hora de comprar los cuerpos que podrían proceder de personas asesinadas con el fin de acabar sobre su mesa de estudio. Quizá el profesor de medicina está loco, como dice su esposa (Edith Atwater), a quien denigra haciéndola pasar por su criada, o quizá sea un hombre que ha nacido en una época equivocada; poco tiempo después se aprobaría la ley que permitía el estudio de cadáveres que propiciaría el avance que le obsesiona. A pesar de las cuestiones éticas que se exponen en este inteligente e inquietante film, Wise-Lewton no se olvidaron de dramatizar la historia en la figura de Georgina (Sharyn Moffet), la niña que sufre una enfermedad degenerativa en su columna vertebral, la misma que la indispone y que, tarde o temprano, acabará con ella. En este punto adquiere importancia Donald Fettes (Russell Wade), el alumno que se convierte en el ayudante de McFarlane cuando le dice a éste que no puede asumir los costes de su aprendizaje. El joven estudiante muestra un pensamiento que difiere del de su maestro; desea ayudar a la niña convenciendo al cirujano para que la opere, mientras que para McFarlane la idea de salvar una sola vida carece de sentido, pues aduce que él se debe a la evolución general y no a un caso en particular. En su afán por salvar la vida de la pequeña, Fettes provoca involuntariamente la muerte de una inocente a manos de Gray, convirtiéndose de ese modo en cómplice a la fuerza, hecho que le lleva a descubrir los secretos de unos individuos que se mueven por los deseos de alcanzar sus metas, ya sea la del cochero al atormentar al doctor a quien ha protegido en el pasado o la de aquél en su constante y obsesiva idea de estudiar la anatomía de sus semejantes.

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