viernes, 19 de julio de 2013

Los desnudos y los muertos (1958)

Si en Más allá de las lágrimas Raoul Walsh se decantó por centrarse en el melodrama que viven los jóvenes reclutas y en la excepcional Objetivo Birmania por la supervivencia de un grupo de paracaidistas en un entorno hostil, en Los desnudos y los muertos (The Naked and the Dead) expuso el desencanto del pelotón que dirige el sargento Croft (Aldo Ray), compuesto por soldados que sienten, temen y padecen una situación que ni comprenden ni han elegido, impuesta por la guerra y por individuos como el propio suboficial o el general Cummings (Raymond Massey), a quienes poco les importa cuántos hombres caerán como consecuencia de su idea de mando. La acción de Los desnudos y los muertos (The Naked and the Dead) se inicia en un local donde Croft muestra un carácter rudo, violento, cercano al desequilibrio, pues no duda en amenazar a una chica de alterne o escupir su cerveza a otra que le pide que la invite a un trago. Según los comentarios de sus hombres se trata de un soldado duro, efectivo, pero poco dado a mostrar algún tipo de sentimiento. Este hecho se constata poco después, cuando en el frente ordena buscar dientes de oro entre los muertos, o cuando ejecuta a sangre fría a un prisionero japones a quien ofrece un cigarrillo, una chocolatina y una bala que acaba con su vida. Su falta de sensibilidad parece no tener límites, inmediatamente después de asesinar al preso se dispone a hacer lo mismo con media docena de enemigos a quienes manda desnudar. Pero la aparición del teniente Hearn (Cliff Robertson) impide tal atrocidad, aunque no evita que se piense en Croft como un tipo carente de escrúpulos, que se define a sí mismo como un soldado entregado al ejército en cuerpo y alma, y lo dice porque para él no existe nada más. Su desencanto y su pesimismo le han convertido en quien es, quizá por ese pasado que se muestra mediante un flashback que recrea el momento en el que sorprende a su esposa con otro hombre, pero ¿es excusa para su comportamiento actual? En las antípodas del sargento se posiciona el teniente Hearn, el otro centro de interés de la narración, que expone la relación que mantiene con el general Cummings, cuyo pensamiento choca de pleno con el de ese joven oficial que aboga por un acercamiento comprensivo a las tropas, lo cual le distancia del resto de oficiales a quienes se descubre disfrutando de privilegios con los que los soldados solo pueden soñar. Queda claro que Hearn nunca exigiría a sus hombres algo que él mismo no pudiese hacer, cuestión que el general ni comparte ni entiende, ya que solo le interesan los números y los resultados; y desde esa perspectiva estadística asume el poder que le confiere su posición, empleándolo para generar el miedo en sus tropas y así conseguir de ellos lo que se propone. Para este mandamás los soldados son piezas prescindibles, lo mismo podría decirse del sargento, carente de aspectos positivos, y capaz de sacrificar a todo su pelotón si con ello creyese beneficiar a la imagen que se ha hecho del ejército; pero, en realidad, Croft es una víctima más de la guerra y de la soledad que nace de su pesimismo y de su alejamiento de valores que para él no tienen cabida en su modo de entender la contienda.

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