lunes, 30 de septiembre de 2013

Demasiado tarde para lágrimas (1949)



El nombre de Byron Haskin ha quedado asociado al clásico de ciencia-ficción que rodó en 1952, pero su primer contacto con el cine se produjo tres décadas antes de que filmase La guerra de los mundos (The War of the Worlds, 1952) Sus inicios datan de la época silente, en la que participó como fotógrafo, diseñador de efectos especiales (labor que continuaría realizando hasta el año 1944) e incluso como director, faceta en la que debutó en 1927 con la película Flor de cabaret (Matinee Ladies), sin embargo no sería hasta 1948 cuando dio continuidad a su carrera como realizador. A partir de ese momento Haskin demostró ser un cineasta todoterreno, capaz de lidiar con la ciencia-ficción, la aventura
, el western o el cine negro, género en el que se inscribe esta destacada producción en la que la nocturnidad domina desde su arranque, cuando los Parker, un matrimonio de clase media, transitan por una solitaria carretera. La pareja se dirige a una reunión social a la que Jane (Lizabeth Scott) no quiere asistir, pues aduce que no se siente a gusto en compañía de una mujer que presume de su privilegiada situación económica. Este hecho, que a simple vista podría pasar por una trivialidad en la cotidianidad del matrimonio, esconde parte de los anhelos frustrados de una esposa aparentemente satisfecha con su relación matrimonial, pero cuyo comportamiento cambia cuando descubre que, desde un coche que sale de la nada, les acaban de arrojar un maletín que contiene 60.000 dólares. En ese instante la tentación marca su pensamiento, sus actos y sus palabras, con las que intenta convencer a Alan (Arthur Kennedy) para quedarse con la suma y así acceder a las comodidades y lujos que siempre ha deseado, pero que ni en éste ni en su anterior matrimonio ha podido alcanzar. Alan se somete a la voluntad de su pareja después de que aquélla le asegure que nadie puede saber que el dinero ha caído en sus manos. Pero, a pesar de haber cedido a los deseos de su mujer, no tarda en volver a mostrar sus dudas al respecto de apoderarse del botín; incluso después de guardar el maletín en la consigna de la estación afirma que lo mejor sería entregarlo a la policía, ya que deberían conformarse con ser quienes son y con lo que tienen. La codicia y la ambición de Jane se niegan a escuchar el juicioso razonamiento del esposo, negativa que augura su transformación en una mujer fatal capaz de cualquier cosa con tal de poseer aquello que anhela. Así se descubre a Jane, engañando a su marido después de que Danny Fuller (Dan Duryea) (a quien iba destinado el pago de un chantaje) se presente en su casa y la amenace para que le entregue el dinero. Sin embargo, ella no se amilana, y maneja la situación con sangre fría, pues no pretende dejar escapar lo que ya considera suyo. Jane deja atrás cualquier atisbo moral para embarcarse en una espiral de mentiras y engaños que desvelan su personalidad manipuladora e incluso letal, como sucede en las oscuras aguas del lago donde iba a encontrarse con el chantajista, cuando, apunto de arrepentirse de su comportamiento, en un forcejeo se dispara la pistola con la que pretendía matar a Fuller. A partir de este instante Demasiado tarde para lágrimas (Too Late for Tears, 1949) hace honor a su título y muestra a una ambiciosa que ni puede ni quiere echarse atrás, y que no duda en utilizar al hombre que pretendía eliminar para hundir el cadáver de Alan. Sin remordimientos, sabe que solo así puede quedarse con los dólares, regresa a casa y vuelve a recurrir a la mentira, en esta ocasión la engañada resulta ser su cuñada (Kristine Miller), y poco después el policía que investiga la desaparición de su marido. Lo mejor de Demasiado tarde para lágrimas reside en la turbia atmósfera que se crea alrededor de una mujer que juega con quienes se encuentran en su radio de acción, empleando el embuste o planeando uno o dos asesinatos, porque para ella cualquier medio vale para materializar su deseo de poseer el dinero que debe recuperar de la consigna. Durante todo este tiempo, el film de Byron Haskin resulta una excepcional muestra de cine negro, en el que se descubre que la idílica relación matrimonial resulta un cúmulo de frustraciones para esta mujer controladora, decidida y amoral, que no duda en manipular a su esposo, a su cuñada o al supuesto delincuente, que en su manos se convierte en una víctima más de su codicia. Sin embargo, la aparición de Don Blake (Don DeFore), un supuesto amigo de Alan, provoca un bajón en la historia, al cobrar éste un protagonismo que lleva directamente a un final previsible que desentona con las dos terceras partes del metraje, las que convierten a Demasiado tarde para lágrimas en otra de esas grandes películas que suelen etiquetarse como una pequeña joya del género.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Crónica de un ser vivo (1955)


¿Cómo es posible que dos películas, en apariencia tan distintas, como Godzilla (Gojira, 1954) y Notas de un ser vivo (Ikimono no Kiroku, 1955) encierren un mensaje similar? La respuesta a esta pregunta se encuentra en su presente, cuando las potencias mundiales empleaban el Pacífico como océano de pruebas de bombas nucleares de capacidad destructiva muy superior a las atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. Estas detonaciones se realizaban en lugares aislados con el fin de evitar que sus efectos inmediatos y sus posteriores nubes radiactivas (que la acción del viento extendía más allá del área controlada) afectasen a asentamientos humanos. Pero, en marzo de 1954, los tripulantes del pesquero japonés "Fukuryu Maru", cuya historia fue llevada a la pantalla por Kaneto Shindô en Dragón de la suerte número cinco (Daigo-Fukuryu-Maru, 1959), entraron en contacto con una especie de polvo amarillo, compuesto de partículas radioactivas, que les generó trastornos físicos. Esta catástrofe humana, la inmediata retirada de la captura del atún del mercado, unida a la cercanía temporal de la guerra de Corea (1950-1953) y a la posibilidad de que nubes similares alcanzasen las costas japonesas, reavivaron fantasmas pretéritos no superados, que provocaron el estado anímico que explicaría la coincidencia entre la producción de Ishiro Honda y la de su amigo Akira Kurosawa. En ambas películas se llama la atención sobre esta amenaza real, que algunos se empeñaban en no ver, sin embargo sus trayectorias comerciales fueron opuestas, ya que la espectacularidad de Godzilla, el gigantesco saurio que despierta tras una explosión nuclear, atrajo al público a las salas, mientras que la reflexiva e intimista Notas de un ser vivo, también conocida como Crónica de un ser vivo, no lo consiguió, a pesar de que por aquel entonces Kurosawa era considerado el cineasta más importante de su país, más si cabe después del éxito obtenido un año antes con su magistral Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1955). Como consecuencia de su fracaso comercial, los directivos de la Toho decidieron, para no aumentar las pérdidas, no distribuirlo en el extranjero, de modo que no sería hasta 1961, en Berlín, cuando se proyectó por primera vez fuera de Japón, en una retrospectiva de la obra del cineasta, de ahí que sea uno de sus títulos más desconocidos de un cineasta imprescindible.


Pero, como él mismo señaló, <<mis películas surgen de mi propio deseo de decir algo determinado en un momento determinado. La raíz de cualquier proyecto de cine es la necesidad interior de expresar algo. Lo que nutre a esa raíz y la hace transformarse en árbol es el guión. Lo que hace florecer al árbol y dar frutos es la dirección>>. Y 
Notas de un ser vivo floreció de su necesidad de constatar el temor real que expuso desde la intimidad de Nakajima (Toshiro Mifune), un iluminado de setenta años que teme que su vida, y la de los suyos, sea barrida por una hipotética hecatombe nuclear. Esta posibilidad, en la que cree con firmeza, le obliga a actuar para salvar a su familia, que rechaza su comportamiento y aguarda la resolución del tribunal que evalúa sus capacidades mentales. Los familiares no han requerido la vista por el dinero o los bienes paternos; su actuación estaría condicionada por su necesidad de continuar ajenos a cualquier circunstancia que trastoque su cotidianidad, en la que no tienen cabida los miedos paternos que alteran su cotidianidad. Mientras el tribunal delibera se descubre que Nakajima ha planeado hasta el menor detalle. Piensa vender su taller e intercambiar su casa con la de un viejo brasileño, convencido de que en suelo sudamericano una corriente de aire los mantendría a salvo de las radiaciones provocadas por la devastación que consume su pensamiento. Nadie comprende sus pesares ni comparte su preocupación, salvo Harada (Takashi Shimura), el dentista que ha sido escogido para formar parte del tribunal que debe emitir el veredicto sobre su estado mental. Harada no comparte la opinión generalizada, y reflexiona sobre las palabras y los actos del obsesionado, lo cual le permite comprender que los temores de aquel a quien debe evaluar no provienen de un trastorno psíquico, sino de una posibilidad que, por muy remota que parezca, podría dejar de serlo para convertirse en real, porque también él es consciente de vivir al filo de la navaja. La perspectiva escogida por Kurosawa muestra a la familia como un pequeño colectivo que representa a la sociedad japonesa, dentro de la cual se observa la negativa a cualquier posible cambio, lo que implica el rechazo a asumir las responsabilidades que podrían evitar la profecía de Nakajima, cuya certeza de vivir al borde del desastre provoca el miedo que, ante la imposibilidad de proteger a los suyos, se trasforma en su obsesión, en su terror y finalmente en la locura que lo domina durante su reclusión, cuando se cree a salvo en un planeta donde las nubes radioactivas jamás podrán alcanzarle.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Sacrificio (1986)



Las películas de Andrei Tarkovski pueden provocar diferentes reacciones en quienes las visionan, cada cual tan legítima como la anterior. Algunos dicen que no las comprenden, además de no sentir predilección por ellas, otros reconocen que tampoco las han entendido, pero sí gustado, también los hay que cree entenderlas, como existen aquellos que se limitan a dejarse envolver por el lenguaje visual de un autor tan diferente como convencido de que el cine evolucionaría hasta convertirse en un arte puro, ajeno a cualquier otro. Sea cual sea la interpretación que el espectador conceda a sus películas, todas ellas pueden ser válidas, ya que la poética visual de Tarkovski, abstracta y compleja, perseguía la sinceridad que le permitiese expresar sus inquietudes y sus emociones al tiempo que el público sintiese, reflexionase e hiciese suyo aquello que observaba en la pantalla. Quizá, por esta intención, una película como Sacrificio (Offret), rodada cuando se encontraba en el exilio, posea múltiples interpretaciones. Aunque para un hombre de convicciones religiosas como Tarkovski esta sería la parábola que le permitió mostrar el alma humana en un entorno y un tiempo deshumanizado, donde los valores y los mensajes importantes pasan desapercibidos, sustituidos por un materialismo mal entendido y una tecnología mal empleada. <<Las palabras se van degradando cada vez más, no significan ya -esta es la experiencia de Alexander- nada más, pero los mensajes más importantes, los que podrían transformar nuestras vidas, esos ya no nos alcanzan>> (Esculpir en el tiempo, Andrei Tarkovski). Como consecuencia, su personaje principal, Alexander (Erland Josephson) se encuentra espiritualmente cansado, viviendo una existencia que no colma sus necesidades ni calma sus inquietudes, las cuales comparte con su hijo pequeño a quien idolatra y narra una vieja leyenda mientras riega el árbol que representa la fe del cineasta, la misma fe que existe en el protagonista, pues en ella reside la esperanza de que se produzca el milagro que devuelva el sentido a un mundo que parece abocado a la destrucción simbolizada en la guerra atómica que se desata sin previo aviso. Para evitar las consecuencias de la hecatombe, el personaje se aferra a la posibilidad de que se produzca un milagro, puesto que él todavía cree en ellos, por eso ruega a un ser supremo, a quien promete abandonar todo contacto con el medio físico en el que habita si se confirma la salvación que descubre posible cuando Otto (Allan Edwall), el enigmático cartero, le asegura que todo volverá a la normalidad si pasa la noche con María (Gudrún Gisladóttir), la sencilla criada a quien se le otorga poderes de bruja. Los largos planos, como el que abre el film o la secuencia de la casa ardiendo, las reflexiones, los sonidos y los silencios, la presencia de Otto, de quien nada se sabe salvo que colecciona sucesos inexplicables, la noche que el sacrificado pasa con María o los lentos movimientos de los personajes, provocan en Sacrificio la sensación de encontrarse en un espacio ajeno al tiempo y a la realidad, un espacio que remite a la interioridad de Alexander (en quien se representa la última oportunidad para ser de nuevo persona), a sus dudas, a sus pensamientos o, dicho de forma más precisa, al alma humana donde habita la cordura y la locura, el bien y el mal, el miedo y el valor, la tristeza y la felicidad, el conocimiento y la ignorancia y tantas otras parejas de contrarios, pero también esa esperanza a la que se aferra, así como la incomunicación que domina en su vida y la incapacidad para dar respuestas en un entorno que desea preservar para que los suyos comiencen de nuevo tras su sacrificio, o según la interpretación que se quiera dar también podría ser su ruptura voluntaria con el mundo que rechaza o el signo de su locura (como creen aquellos que le rodean).

jueves, 26 de septiembre de 2013

Voces de muerte (1948)


Según se advierte inmediatamente después de los títulos de crédito de Voces de muerte (Sorry, Wrong Number) el teléfono forma parte de la cotidianidad de los ciudadanos de las grandes urbes, hasta el punto de haberse convertido en un confidente indispensable que les permite transmitir emociones, intimidades, soledad, felicidad, miedos o frustraciones, aunque para Leona Stevenson (Barbara Stanwyck) es algo más, ya que se trata de su único medio de contacto con el mundo exterior. A través de él intenta localizar a Henry (Burt Lancaster), su esposo, mientras le comenta a la telefonista que el número al que llama sigue comunicando, momento que aprovecha para desahogarse y decirle que se encuentra convaleciente en una cama de la que no puede moverse. Así se descubre a Leona, sola en una habitación que poco a poco se transforma en el escenario amenazante, opresivo e irreal de la desesperación que empieza a dominarle a raíz del cruce de líneas que le permite escuchar una conversación tan sorprendente como aterradora, durante la cual dos voces desconocidas comentan que las han contratado para asesinar esa misma noche a una mujer. El diálogo se pierde en las redes telefónicas después de generar la inquietud que provoca su insistencia para que la operadora vuelva a contactar con el número equivocado, pero la persona al otro lado de la línea le recomienda que llame a la policía. La enferma cuelga y vuelve a descolgar el auricular, aunque de nada le sirve, ya que desde la jefatura le aseguran que poco pueden hacer con una prueba tan vaga, salvo si ella cree que es la víctima. Durante parte de este breve lapso temporal la cámara de Anatole Litvak recorre la habitación fijándose en los objetos entre los que destacan dos fotografías enfrentadas, en las que se observan los rostros del padre de Leona (Ed Begley) y de Henry. Además, en su movimiento, se detiene por un instante en la ventana que se abre a la nocturnidad de una ciudad ajena a los temores de la enferma. Lentamente, la cámara se aleja del dormitorio y desciende sin prisa para mostrar el oscuro, solitario y amplio hogar de los Stevenson, un escenario vacío y sombrío que confirma la soledad y amenaza que envuelven a la nerviosa convaleciente. ¿Qué le ha sucedido a Henry? ¿Por qué se retrasa? ¿Dónde está? Son preguntas que intenta responder a través del receptor, medio por el que intercambia palabras con personajes que se suceden en intervenciones que aumentan el suspense de este indispensable clásico, en el que cada llamada desvela un poco más del peligro que se cierne sobre una mujer en cuyas facciones se puede leer su angustia. Mediante ese aparato siempre presente, Leona descubre aspectos de su marido que la confunden, pero también se comprende parte de su propia personalidad, ya sea al recibir la llamada paterna o cuando, como consecuencia de su contacto con Sally Hunt Lord (Ann Richards), evoca el instante en el que conoció a Henry y decidió que seria suyo. Las conversaciones telefónicas resultan vitales para crear la intranquilidad que se va transformando en pánico a medida que los emisores le revelan aspectos pasados que ella desconoce, pero también posibilitan que el espectador se familiarice con la situación por la que atraviesa el matrimonio. Pero es el flashback nacido en el recuerdo de la impedida el que permite entender que se trata de una mujer que siempre ha conseguido cuanto ha querido, mientras que su marido es un hombre que, deseando salir adelante por sí mismo, se sometió a los deseos (mandatos) de su esposa y a los del padre de ésta. En su desorientado presente las palabras de la antigua novia de Henry la confunden más si cabe, al escuchar que Henry está siendo investigado por algún asunto turbio que Sally no le puede precisar; aunque los momentos de mayor angustia se materializan poco después, cuando recibe el telegrama telefónico a través de cual su marido le explica que se ausenta por negocios. Voces de muerte continúa intercambiando presente y pasado para completar la realidad que afecta a Leona, cuya dolencia no es física, aunque sí sus síntomas. En realidad se trata de un trastorno psíquico nacido en su infancia (consecuencia del proteccionismo paterno), cuestión que descubre mientras conversa con el doctor Anderson (Wendell Corey), incapaz de explicarse por qué Henry no entregó a Leona la carta en la que le hablaba de su enfermedad y de la terapia que podría curarla. Además de los testimonios de Sally Hunt y del galeno, destaca el de Waldo Evans (Harold Vermilyea), que le proporciona una imagen de su marido que ella aún no es capaz de asimilar en la parte final de esta brillante e inquietante propuesta de suspense, en la que cámara y teléfono resultan indispensables para crear la atmósfera opresiva presente desde el inicio del film.

martes, 24 de septiembre de 2013

Invasores de Marte (1953)

Reconocido por sus labores de director artístico, William Cameron Menzies también tuvo sus momentos destacados como realizador, sobre todo dentro de la ciencia ficción cinematográfica, a la que aportó la indispensable utopía científica La vida futura (Things to Come). Además, en la década de 1950, rodó otras dos películas inscritas en el género: El laberinto (The Maze) e Invasores de Marte (Invaders from Mars), esta última un perfecto ejemplo de la paranoia que dominaba a parte de la sociedad estadounidense por aquellos primeros años de miedo a una posible invasión comunista (interna o externa), que el cine disfrazó de invasiones extraterrestres; a menudo marcianos de dudosas intenciones que se colaban en el planeta como parte de un plan para acabar con el modo de vida americano, e instaurar el suyo propio, algo que en Invasores de Marte se confirma desde el inicio, cuando el pequeño David (Jimmy Hunt) avista el platillo volante que desaparece bajo el arenal cercano a su casa. David, aficionado a la astronomía, advierte a sus mayores de lo que acaba de presenciar, y su padre (Leif Erickson), para calmar las inquietudes de su hijo, sale al exterior con la intención de comprobar que solo ha sido un sueño. Pero a su regreso el niño observa un cambio en el comportamiento paterno, ajeno a sentimientos o emociones (posteriormente descubrirá la misma ausencia en su madre), el cual provoca la certeza de que su padre actúa condicionado por ese ente extraño que se ha enterrado en las cercanías de su hogar. En Invasores de Marte la figura del pequeño alcanza una importancia inusual en este tipo de producciones, al ser David el protagonista exclusivo de la primera parte del film, aquélla en la que su mundo cambia como consecuencia de la intervención de marcianos que se apoderan de las mentes humanas, creando seres sin voluntad propia a quienes utilizan para alcanzar el fin que les ha traído hasta la Tierra. Lo más logrado del film acontece en los momentos durante los cuales el niño se percata de la realidad que le rodea, la misma que le desespera y que le lleva a advertir de los hechos (que han cambiado a su padre o a su vecina). Sin embargo, su alarma pasa por una alucinación fruto de su mente infantil, y allí donde se presenta nadie le toma en serio, cuestión que aumenta su angustia y su miedo, como denota su comportamiento en una minimalista comisaría que se antoja extraída de una pesadilla en la que el niño suplica que le permitan hablar con el jefe de policía, en quien observa la misma incisión en la nuca que ha visto en los demás autómatas, lo cual le confirma que también el agente ha caído en manos extraterrestres. Ante la imposibilidad que le rodea, David se desespera, más aún cuando le encierran en una celda a la espera de localizar a sus padres; no obstante, tras los barrotes surge un rayo de esperanza para él, al contactar con la doctora Blake (Helena Carter), la psiquiatra que le calma y le conduce hasta el profesor Stuart Kelston (Albert Franz). Así descubren que las palabras del muchacho no son fruto de su imaginación, como tampoco lo es su desesperación al recordar que sus padres continúan bajo el domino de los seres del espacio, igual que les sucede a todos aquellos que lucen la incisión en la nuca, prueba de la operación que altera sus comportamientos y les convierte en esclavos de una única mente pensante. Esta cuestión remitiría directamente a la amenaza comunista, que para algunos ya se encontraban dentro de la sociedad norteamericana (de ahí la caza de brujas), o si se prefiere a los invasores de Marte, capaces de alterar la conciencia de individuos como los padres de David, convirtiéndoles en seres fríos, carentes de emociones o sentimientos, violentos y peligrosos. Pero nada temas por tus padres, pequeño, que el ejército asume responsabilidades y envía al coronel Fielding (Morris Ankrum) y a sus muchachos para que se hagan cargo de la situación. Y es a partir de este momento cuando la entretenida propuesta de Menzies se desequilibra, ya que el niño pierde el protagonismo a favor de la marcialidad que se reúne alrededor del arenal de decorado, donde cualquiera que se acerque desaparece para convertirse en la marioneta de la mente alienígena que ha llegado a la Tierra para imponer su voluntad.

lunes, 23 de septiembre de 2013

El malvado Carabel (1956)

Partiendo del hecho de que una adaptación no tiene ni debe ser la copia impersonal del relato que la inspira, a Fernando Fernán Gómez solo le interesó tomar de la obra de Wenceslao Fernández Flórez aquellos aspectos y diálogos que le permitiesen realizar una comedia de tono amable que poco tiene que ver con el mensaje que esconden las líneas del escritor coruñés. De tal manera que El malvado Carabel de Fernán Gómez deja de lado el pesimismo y la crítica que pueblan las páginas de la sátira de Fernández Flórez al prescindir, casi desde su arranque, del motivo que convence al Amaro Carabel literario para transformarse en un ser malvado, dispuesto a cualquier acto con tal de triunfar en un mundo donde solo los seres sin escrúpulos alcanzan la comodidad que a él le es negada como consecuencia de su bondad natural, la misma que lo convierte en un desheredado dentro del sistema. Más que por cuestiones monetarias, Carabel se decide a delinquir como parte de su cruzada contra la injusticia social que fomenta y recompensa a individuos como sus jefes o como el abogado que en la novela intenta abusar de Germana (ambos personajes inexistentes en el film). Este enfoque pasa desapercibido en El malvado Carabel de celuloide, que se decanta por las situaciones cómicas y por el romance de Amaro (Fernando Fernán Gómez) y Silvia (María Luz Galicia) (a medida que avanza el metraje cobra mayor importancia), eliminando aspectos y personajes destacados de la novela, que en realidad serían los responsables de que aquella presente un perfecto equilibrio entre la comicidad y la reflexión. En la irregular desventura cinematográfica de este honesto empleado de la inmobiliaria Giner y Bofurel, entidad que sustituye a la bancaria del original, se escucha a sus jefes hablar del "brillante porvenir" que la empresa ofrece a sus empleados, una mentira más tras la que esconden su negativa a proporcionar mejores condiciones laborales, como ocurre con Amaro, a quien nunca le conceden el aumento salarial que posibilitaría su matrimonio con Silvia. Pero ningún trabajador se atreve a alzar la voz, ni siquiera cuando se ven en la obligación de participar en la carrera pedestre que sus dos grotescos patronos organizan, y tras la cual el bueno de Amaro es despedido por cometer la imprudencia de aconsejar a uno de los socios de la empresa. Desempleado y con el periódico en la mano, lee ofertas laborales en las que se pide hablar inglés o tener menos de tantos años y, como él no cumple ninguno de los requisitos exigidos, se convence de que sus posibilidades pasan por delinquir (símbolo que expresa su rechazo). Pero su la mala fortuna le persigue en cualquier empresa delictiva que pone en marcha, pues todas se saldan con el fracaso que Gregorio (Rafael López Somoza) le vaticina en el mismo instante que el joven le hace partícipe de sus maléficas intenciones (Ginesta resulta fundamental en la trama ideada por Fernandez Flórez, aunque en la película cambia su nombre por el de Gregorio y a penas aporta más razonamiento que uno no puede elegir ser bueno o malo, como tampoco puede escoger ser rubio o moreno). Dejando a un lado la pérdida de la esencia literaria, el film funciona como una entretenida sucesión de gags en los que el héroe nunca deja de ser un desventurado sin suerte, pero de buen corazón, que se desvive por triunfar en la carrera criminal que su propia naturaleza le niega, y que provoca sus fracasos como carterista, asaltante, explotador de niños, ladrón de hotel o de cajas fuertes. Mientras se comprueba que su carácter le convierte en la víctima propicia para los demás, cobra importancia la figura de Silvia, a punto de contraer matrimonio con un estomatólogo (Manuel Aleixandre) a quien no quiere, pero a quien su madre ve con buenos ojos. Los veinte días que su antigua novia le concede de plazo para que arregle su situación provocan que solo quede de Amaro la imagen del enamorado frustrado, en quien no asoma el menor rastro de la lucha contra la hipocresía social que denuncia su alter ego novelesco; quien acaba claudicando ante ella en una derrota que Fernán Gómez transformó en el triunfo del amor que contenta a la pareja protagonista.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Una historia verdadera (1999)


A primera vista puede resultar extraño que un director como David Lynch, habituado a mostrar universos y personajes complejos, sórdidos, turbios y oníricos, se decantase por el clasicismo y la poesía visual que abunda en Una historia verdadera (The Straight Story, 1999). Sin embargo, esta sencilla película cuadra perfectamente dentro de las inquietudes personales del responsable de El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), pues el recorrido de Straight (Richard Fairnsworth) a lo largo de kilómetros y más kilómetros de asfalto resulta un viaje hacia su propia interioridad, en busca de la redención que espera encontrar al final de un camino que le conduce hasta su hermano enfermo (Harry Dean Stanton).
 Existen muchas road movies, pero ninguna que siga los pasos de un individuo que viaja sobre una segadora a lo largo de más de quinientos kilómetros, que simbolizan la expiación, la aceptación y las emociones contenidas de un anciano que apenas puede ver, y cuyas caderas a duras penas le permiten sostenerse en pie. A lo largo del recorrido este héroe anónimo y cansado desvela aspectos de su vida sin necesidad de forzarlos, pues estos se hacen reales mediante su sacrificio, sus silencios o durante las parcas conversaciones que mantiene con quienes se cruzan en su camino. De ese modo se comprende que detrás de su rostro ajado por el paso de los años existe una intención más allá de lo que se observa a simple vista, pues en él se reconoce la aceptación de la vejez, a pesar de que en ella no encuentra nada destacable, y de los muchos errores cometidos a lo largo de una existencia que lentamente avanza hacia su final. Todas esas emociones contenidas, para no alterar la cotidianidad de su hija (Sissy Spacek) o generar compasión en los demás, le impulsan a embarcarse en una emotiva odisea que le conduce hasta ese hermano con quien no se habla por algún motivo ya olvidado, o como él dice, por algo que ya no importa, y que seguramente fue debido a un cúmulo de circunstancias como la ira o el exceso de alcohol. Pero lo que sí sabe, y reconoce, es que ante él se presenta la última oportunidad para alcanzar el perdón que se negó tiempo atrás y que marcó buena parte de sus días. Pero Straight no se compadece de sí mismo, de igual modo que no desea que el resto lo haga por él; no es lo que necesita, tampoco lo que busca, ya que lo que le mueve es la ilusión por disfrutar una última vez de la inocencia y de la paz que sentía cuando de niño, al lado de su hermano, contemplaba el firmamento hacia el que siempre vuelve su mirada, a veces melancolía, a veces triste, pero siempre con un ligero brillo de esperanza.

Goldeneye (1995)


Para relanzar y modernizar la saga, los productores de 007 decidieron cambiar el rostro del agente por quinta vez, y desde un punto de vista económico la jugada les salió redonda. Con Pierce Brosnan en el papel de James Bond se inició una de las etapas más lucrativas para la franquicia, y como cada uno de sus predecesores, el actor irlandés aportó un toque personal al personaje, en este caso mostrando a un agente más elegante y sofisticado, igual o más brutal que los anteriores (aunque menos que el encarnado con posterioridad por Daniel Craig). Atrás quedaban el cinismo y la masculinidad de Sean Connery, la vulnerabilidad que no debilidad de George Lenzeby, la frivolidad caricaturesca de Roger Moore o a la sombría presencia del infravalorado agente encarnado por Timothy Dalton. Pero los tiempos exigen cambios, y 007 no es ajeno a estos, así que el Bond de Brosnan se adaptaba al cine de acción de los noventa mostrándose orgulloso de su imagen y consciente de que el panorama geopolítico abría nuevas posibilidades. De modo que Bond, a pesar de las palabras de M (Judi Dench), no es una reliquia de la Guerra Fría, sino un profesional que se reconvierte para encajar en una época en la que debe enfrentarse a enemigos que no trabajan por ideología, sino por venganza, dinero o ambas. Algunos de ellos serian colegas de profesión, como Valentin Zukovsky (Robbie Coltrane), antiguo miembro del K.G.B, que se aprovecha de la confusión creada tras la desintegración de la Unión Soviética para enriquecerse con negocios de una legalidad más que dudosa. Pero, además del cambio de protagonista y del panorama mundial, Goldeneye presenta otras novedades relevantes que sirvieron para adaptar la franquicia al nuevo orden social, así se descubre la importancia de la informática y las nuevas tecnologías, la presencia de una M femenina que no duda a la hora de imponer su autoridad, o el rechazo de Moneypenny (Samantha Bond) hacia la actitud y las palabras de James, las cuales califica de acoso. Sin embargo, y a pesar de su puesta al día, Bond todavía conserva aspectos del pasado, como sería su violencia expeditiva, su facilidad para seducir al sexo opuesto o su capacidad para ironizar después de enviar al otro barrio a quienes osan interponerse entre él y su misión. Para corroborar el cambio de época, Martin Campbell abrió Goldeneye con un prefacio que se desarrolla poco antes de la desintegración de la Unión Soviética, momento en el que Bond se encuentra en una misión conjunta con su compañero Alec Trevelyan (Sean Bean), a quien Ouromov (Gottfried John) apresa y ejecuta poco antes de dar paso a los títulos de crédito que muestran la caída del régimen soviético. De regreso a la trama se descubre a Bond en un tiempo posterior a la Guerra Fría, cuando se le somete a una evaluación psicológica que supera mientras mantiene una competición automovilística por las pendientes monegascas con Xenia Onatopp (Famke Janssen), la sádica, bella y peligrosa ninfómana que trabaja para Ouromov y el desconocido terrorista que se apodera del Goldeneye. Como curiosidad señalar que Martin Campbell volvería a ser el encargado de un nuevo cambio en la franquicia al ser el responsable de Casino Royale, película muy superior a Goldeneye, que si bien no se encuentra entre lo mejor de la saga, entretiene; al fin y al cabo eso es lo que se le exige a un agente que por muchas trabas a las que se enfrenta se niega a desparecer.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Matrimonio de estado (1948)


El acuerdo financiero entre los estudios EalingRank Organisation obligó a los miembros del primero a realizar producciones que nada tendrían que ver con lo que venían haciendo bajo el sello de la mítica productora londinense; de tal manera que la compañía dirigida por Michael Balcon se vio emulando a los costosos dramas de época que llegaban desde el otro lado del Atlántico. Uno de estos films, Matrimonio de estado (Saraband for Dead Lovers), fue el primer largometraje en color rodado en el estudio. Su guión se basó en la novela romántica de Helen Simpson, cuya adaptación corrió a cargo de John Dighton y Alexander Mackendrick, este último recién llegado a la compañía para encargarse de los diseños del storyboard, sin embargo, acabó realizando cambios que enriquecieron el guión original (y posteriormente se convertiría en uno de los grandes directores de la Ealing). Esta costosa producción fue dirigida por Basil Dearden, a quien secundó Michael Relph, el encargado del espléndido diseño de producción, continuando con su larga y fructífera asociación, que se prolongó más allá de la Ealing. Como resultado, Matrimonio de estado se convirtió en la película inglesa más exitosa de la década, gracias en parte a la concepción artística de Relph y a la presencia de actores como la reputada Flora Robson o el galán Stewart Granger. El film arranca en un presente en el que Sophie Dorothea (Joan Greenwood) yace moribunda en una de las habitación del castillo donde se comprende que su vida se pierde irremediablemente. Mediante la carta que leen su censores su historia se convierte en imágenes, regresando al pasado en el que se descubre la ambición y los intereses políticos que convencen a la casa Hanover para unir en matrimonio a su heredero, George Louis (Peter Bull), y a la joven Dorothea, a quien no consideran su igual. Sin embargo, el dinero de la familia de la muchacha se antoja vital para alcanzar el objetivo que persiguen los nobles alemanes. Poco importa que el heredero sea un hombre amoral, a quien gusta el juego y sobre todo las mujeres, ya que el único objetivo es la materialización del compromiso que podría proporcionarle el trono de Inglaterra. Todos parecen perseguir sus intereses, todos salvo la joven víctima, que no puede escoger, solo acatar la imposición de una infelicidad que se comprende desde que la madre de su prometido (Françoise Rosay) irrumpe en su tranquila y alegre inocencia. Durante la ceremonia nupcial se observa como la joven queda supeditada a los deseos de su marido, así se lo indica el religioso que celebra el acto, lo cual la obliga a dejar de ser ella misma para convertirse en la esposa sumisa de un príncipe cuya meta es subirse al trono de las islas británicas y continuar con sus viejas costumbres. Las ambiciones, los celos y la imposibilidad dominan esta historia de corte clásico, en la que el trágico triángulo formado por Dorothea, la condesa Platen (Flora Robson) y Konisberg (Stewart Granger) cobran el protagonismo absoluto de un amor que ninguno de ellos parece capaz de alcanzar. La llegada de Konisberg a Hanover provoca que Platen se enamore de él, hecho que el sueco aprovecha para escalar social y económicamente, alcanzando el mando de la guardia de palacio, posición que le permite conocer a la joven esposa, en quien reconoce la sensibilidad y la hermosura que no encuentra en su amante. El encuentro entre el soldado y la princesa cambia el rumbo de los hechos, ya que entre ellos nace una especie de reconocimiento que se trasforma en amor, aunque ambos son seres condenados a mantener relaciones que no desean y que les impide la unión que nunca podrá ser, pues por encima de todo prevalecen los intereses políticos y la obsesión de Platen hacia el coronel de la guardia.

jueves, 19 de septiembre de 2013

El color del dinero (1986)


Hace veinticinco años que Eddie Felson (Paul Newman) no recorre el circuito de billar, durante este último cuarto de siglo se ha dedicado a apostar por otros o a comercializar una marca de whisky que le ha permitido vivir decentemente, gracias a una labia que casi iguala al juego que desplegaba sobre el tapete. Pero aquel tiempo de carambolas a tres bandas dejó de existir cuando le obligaron a abandonar aquéllo que le daba sentido a su vida, desde entonces Eddie no ha vuelto a ser el mismo. El color del dinero (The Color of Money) muestra a un Felson maduro que despierta de su largo letargo como consecuencia de la irrupción de un joven cuyo talento con el taco se le antoja similar al que él poseía, aunque la personalidad que descubre en Vincent (Tom Cruise) difiere de la suya del presente y del pasado. No obstante, Eddie comprende que Vincent es su oportunidad para volver a ilusionarse por algo, al sentir la necesidad de transmitir sus conocimientos a alguien que en su mente podría igualar su juego, y llegar allí donde él no pudo. De ese modo se convence a sí mismo para guiar al muchacho por distintos puntos del país, recorriendo salas donde intenta enseñarle cuanto sabe sobre el billar y sobre la picaresca de un juego que puede proporcionarles cuantiosos beneficios embaucando a algún primo. El problema reside en la ingenuidad, en la jactancia y en los celos de Vincent, más centrado en todo lo concerniente a Carmen (Mary Elizabeth Mastrantonio), su pareja, que en las lecciones que le ofrece el viejo buscavidas que todavía no ha logrado recomponer una existencia rota en aquel local donde demostró ser el mejor. En su presente, Felson recuerda por momentos al personaje interpretado por George C.Scott en la esplendida El buscavidas (Robert Rossen, 1962), pues inicialmente utiliza a Vincent para satisfacer sus intereses, algo que queda claro cuando se alía con Carmen para tener controlada su inversión; del mismo modo, ofrece al muchacho unas condiciones similares a las que le habían ofrecido a él en el pasado. Sin embargo, a pesar las similitudes, la relación entre aprendiz y maestro se sabe distinta a la que él había experimentado, ya que esta se desarrolla como una interacción paterno-filial durante el viaje hacia Atlantic City, mientras se profundiza en aspectos afectivos y profesionales que desembocan en la derrota, en la redención y finalmente en el renacer existencial de Felson. En manos de otro director que no fuese Martin Scorsese El color del dinero podría haber resultado una decepción para quienes hubiesen visto El buscavidas, y aunque resulta inferior a aquélla, el realizador de Taxi Driver consiguió alejarse de la alargada sombra de la obra maestra de Robert Rossen realizando su propia película sobre Felson el rápido, que funciona entre otras cuestiones por la excelente interpretación de Paul Newman, que retomaba a uno de los personajes que le convirtieron en uno de los grandes actores que ha dado la pantalla.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Encubridora (1952)


La balada Chuck-a-Luck que abre Encubridora (Rancho Notorius, 1952), y que volverá a sonar en otros momentos puntuales del film, define a la perfección lo que se verá a lo largo del western más personal y oscuro de los tres rodados por Fritz Lang. Encubridora, título con el que se estrenó en España, hace referencia al personaje de Altar Keane (Marlene Dietrich), la mujer a quien Vern Haskell (Arthur Kennedy) conoce a través de los comentarios de varios individuos a quienes interroga mientras avanza en la persecución del asesino de su prometida. Odio, asesinato, venganza, son tres palabras que se escuchan en la canción, las mismas que marcan el itinerario del joven en su larga búsqueda, que le conduce hasta la celda donde se encuentra con Frenchy Fairmont (Mel Ferrer), el pistolero enamorado de Altar. Para alcanzar su meta el vengador no duda en engañar al fugitivo ofreciendo una amistad que no siente, pero de la que se vale para que el forajido le lleve hasta "La rueda de la fortuna". Aparte de ser el título que Howard Hughes cambió por razones que no convencieron a LangChuck-a-Luck es el nombre del rancho donde los forajidos se cobijan a cambio de un diez por ciento de sus botines, pero también es el juego de azar que unió al pistolero y a la antigua cantante que allí se esconde (dos personajes que no resultan desconocidos para el espectador gracias a los flashbacks introducidos durante las pesquisas de Haskell). Altar se descubre segura de sí misma, dueña de un reino de delincuencia donde las preguntas están prohibidas, y donde ella se maneja a la perfección entre rufianes que a su lado lo parecen menos. La estancia de Vern en el rancho le muestra como una fiera al acecho de su presa, para él cualquiera podría ser el objeto de su obsesión, aunque en un primer momento se decanta por el más mujeriego de los bandidos. Durante su permanencia en "La rueda de la fortuna" aprende a disparar, emulando a Frenchy, a quien utiliza en una amistad marcada por las sospechas, por su necesidad de saciar la sed de venganza que le domina y por los celos que condicionan al cansado pistolero, cuando descubre que entre la mujer que ama y el joven que le ha acompañado existe una atracción que impide la suya. A pesar de todos los impedimentos con los que Lang se enfrentó durante el rodaje de Encubridora (escaso presupuesto, cortes en el montaje o su enfrentamiento con Marlene Dietrich, que exigía que su personaje tuviese una apariencia más juvenil), este se presenta como un film totalmente languiano, donde la nocturnidad y la tragedia señalan el destino de sus personajes, al tiempo que niega la existencia de un héroe de rasgos generosos, no duda en seducir a la cantante para alcanzar su fin ni en traicionar la confianza de un pistolero víctima de su mala fortuna. De ese modo, el vengador se muestra más violento que el supuesto antagonista, un hombre hastiado, triste y cuya única esperanza la encuentra en el amor que siente por una mujer que, tras su dura apariencia, esconde la decepción en la que vive, y de la que parece alejarse con la presencia de ese joven que la seduce porque solo siente odio, muerte y venganza.

martes, 17 de septiembre de 2013

El monstruo de tiempos remotos (1953)

Amigos de la infancia, Ray Bradbury y Ray Harryhausen vieron cumplido aquel deseo de juventud en el que <<uno inventaría monstruos y el otro haría que se movieran>> cuando coincidieron en esta producción de serie B, en la que el primero fue autor de la historia en la que se basa su guión y el segundo el responsable de diseñar el gigantesco dinosaurio que devasta la ciudad de Nueva York en la parte final del film. El monstruo de tiempos remotos (The Beast from 20.000 Fathoms) se inicia en el círculo polar Ártico con un grupo de soldados y científicos que experimentan con bombas atómicas, porque según ellos su estudio posibilitaría un futuro mejor. Pero la cosa no sale como esperan, ya que, en lugar de encontrar respuestas, despiertan a una criatura del pasado que se levanta con el pie izquierdo, iniciando su destructivo avance por el Atlántico norte hasta la "gran manzana". Nadie cree al doctor Thomas Nesbitt (Paul Christian), el científico que sobrevive al encuentro con el saurio. Pero ¿cómo tachar de escépticos a los expertos que tras escuchar su delirio le diagnostican un trastorno psicológico producido por el accidente en el que perdió la vida su compañero? No obstante cuanto dice es real, a pesar de no tener base científica, toda una contrariedad para un hombre de ciencia incapaz de convencer al resto de que sus palabras no son fruto de una alucinación postraumática, sino de una realidad que debe ser investigada. La única entre tanto profesional que parece dispuesta a conceder el beneficio de la duda al experto en radiación atómica es la doctora Lee Hunter (Paula Raymond), la ayudante del profesor Elson (Cecil Kellaway), eminente paleontólogo a quien Nesbitt acude como último recurso. A pesar de que le gustaría, Elson no puede aceptar como válido el relato del físico, a menos que éste presente alguna prueba que demuestre la existencia de una bestia que ataca embarcaciones pesqueras, aunque esto último no son más que rumores publicados en las secciones de humor de los periódicos. Pero estas noticias convencen a Thomas para viajar a Canadá, donde se entrevista con un testigo que confirma la veracidad de sus palabras, hecho que sirve para involucrar al paleontólogo, de igual modo que se involucra el ejército cuando descubren la inexplicable destrucción de un faro. El monstruo de tiempos remotos antecede en un año a Godzilla (Ishiro Honda, 1954), la criatura prehistórica más famosa de la pantalla, que al igual que la diseñada por Ray Harryhausen despierta de su letargo como consecuencia de una explosión similar a la que se produce al inicio de este film. De hecho existen muchas similitudes entre ambas películas, incluso los responsables de Godzilla reconocieron la influencia que tuvo El monstruo de tiempos remotos, que a su vez estaría condicionada por El mundo perdido (Harry O.Hoyt, 1925) y King Kong (Merian C.Cooper y Ernest B.Schoedsack, 1933). Sin embargo existen diferencias entre las dos producciones, la más clara se encuentra en el alegato pacifista de la variante japonesa, que se posiciona claramente contra la utilización del armamento atómico, postura ausente en el film de Eugène Lourié, en el cual se habla de la bomba como el génesis u origen de una nueva era. Lo que sí resulta igual de demoledor sería el ataque de los monstruos prehistóricos contra una gran urbe de maqueta, en este caso una Nueva York similar a aquella por donde el gorila por antonomasia de la historia del cine, aquél que convenció a Harryhausen para dedicarse a la creación de efectos especiales, había paseado sus sentimientos y su desesperación.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Cohete K-1 (1950)

Muchas películas encuentran su explicación y su razón de ser en la época en la que fueron rodadas, este sería el caso de Cohete K-1 (Rocketship X-M), una de las producciones pioneras de la edad dorada de la ciencia-ficción cinematográfica, en la que la idea de la destrucción del planeta se convierte en el eje fundamental de su parte final. Cinco años antes del rodaje, la potencia destructiva de la bomba atómica se había confirmado como una terrible realidad que no pasó desapercibida para los responsables del film, como delata su intención de concienciar del evidente peligro que significaría recurrir de nuevo a dichos artefactos. Para ello se presenta al planeta Marte como la imagen simbólica de una Tierra posatómica donde los escasos supervivientes padecen trastornos físicos generados por la radiación y el retroceso social que les ha convertido en seres prehistóricos. Esta perspectiva distancia a Cohete K-1 de la teórica Con destino a la Luna, film rodado unos meses antes con el que coincidió en cartelera y con el que guarda un punto de partida común, que desaparece cuando el K-1 sufre el accidente que lo desvía de su trayectoria, posicionándose alrededor de la órbita marciana. Si bien Con destino a la Luna presentaba una intención didáctica plausible aquella no tuvo cabida en el film de Kurt Neumann, porque este se descubre como una aventura espacial con moraleja. Este distanciamiento de la teoría científica y su acercamiento a la ficción fue del agrado del público, a quien el viaje espacial del K-1 resultó más entretenido que el documento fílmico presentado por Irving Pichel. En Cohete K-1 se observa otra diferencia clave a la hora de captar la atención del espectador, ya que entre los cosmonautas se encuentra una mujer, cuya presencia crea una opción romántica que, si bien no se confirma hasta los catastróficos minutos finales, sirve para igualar las capacidades de ambos sexos a la hora de enfrentarse a responsabilidades similares; a pesar de que en un determinado momento Eckstrom (John Emery), el líder de la expedición, rechace los consejos de la abnegada química sin más explicación que la infalibilidad de sus cálculos. A parte de la doctora Lisa Van Horn (Osa Massen) y del prestigioso físico, la expedición se completa con Floyd (Lloyd Bridges), el piloto, Billy (Noah Beery, Jr.), el mecánico, y Chamberlain (Hugh O'Brian), astrónomo y navegante. La tripulación se presenta mediante una rueda de prensa que se celebra minutos antes del despegue, lo que permite familiarizarse con cada uno de ellos u observar como la participación de la joven llama la atención de los periodistas, pero también sirve para escuchar una breve explicación de cómo piensan alcanzar la Luna en el cohete que poco después de abandonar el campo de atracción terrestre sufre el accidente que les posiciona sobre Marte. Conscientes de que la atmósfera marciana les permite andar sin los trajes espaciales, los pioneros espaciales exploran un suelo arenoso y desértico donde descubren los restos de una civilización tan adelantada como la humana, sin embargo, el físico se convence de que aquélla desapareció tras una explosión atómica que devastó su superficie. Ante este hecho, el doctor siente la necesidad de expresar sus temores con respecto a la Tierra, donde se desarrollan armas similares que podrían arrasar el planeta. La preocupación de Eckstrom aumenta cuando se enfrentan con nativos idénticos a los humanos, salvo por las malformaciones generadas por la radiación a la que se vieron expuestos sus antepasados. Tras la lucha con los oriundos de Marte, los supervivientes del K-1 regresan a la nave con una única intención, la de advertir a los suyos del peligro que implican las armas de destrucción masiva que han destrozado un planeta similar al suyo, sin embargo, la falta de combustible propicia un final que da paso al presente incierto en el que viven los habitantes de la Tierra.

En la línea de fuego (1993)


Desde su intervención como protagonista en Los violentos de Kelly (Kelly's Heroes,1970) hasta En la línea de fuego (In the Line of Fire, 1993), los films en los que Clint Eastwood participó como director y/o actor se produjeron bajo el sello de Malpaso (igual que sus trabajos posteriores), lo cual le permitió controlar los costes o cualquier otro aspecto relacionado con la producción de la película que estuviese rodando en ese momento. En la línea de fuego, al ser ajena a su productora, fue la excepción a esta constante que tan buenos resultados le ha dado, pero, cuando el papel de Frank Morgan cayó en sus manos, el actor, realizador, productor y compositor, aceptó protagonizar un proyecto en el que, debido a su estatus, mantuvo privilegios similares a los que gozaría dentro de Malpaso. Aparte de algunos aspectos concernientes a su personaje o al guion, Eastwood se dedicó a la interpretación, recayendo la responsabilidad de este exitoso thriller en el director alemán Wolfgang Petersen, quizá en su mejor producción hollywoodiense. Petersen centró la trama de En la línea de fuego en el enfrentamiento de dos individuos antagónicos, aunque en ellos se descubren similitudes como sería la soledad en la que viven o la decepción que siente en el presente durante el cual se desarrolla el duelo que mantienen los personajes interpretados por Clint Eastwood y John Malkovich. A lo largo del juego mortal, que se desarrolla durante la campaña electoral en la que Frank participa como guardaespaldas del presidente, se observa al agente del servicio secreto marcado por recuerdos que no es capaz de alejar de su mente, aunque muchos de sus compañeros de oficio, al igual que algunos políticos cercanos al hombre fuerte del país, dirían que se debe a su edad; sin embargo, la actitud de Morgan no tiene que ver con los años, sino con la desilusión que le domina desde la muerte de J.F.K.


La irrupción del psicópata reaviva aquéllos fantasmas al tiempo que le proporciona la oportunidad para redimirse del pasado que le persigue, y que provocó que su vida sufriese varias fases en las que la culpabilidad y las dudas, nacidas de aquella muerte, le llevaron a la bebida. En el presente, Frank ha superado su adicción al alcohol e, inicialmente, se le descubre trabajando de incógnito al lado de un compañero inexperto (Dylan McDermott), que es testigo y víctima de los riesgos que asume el maduro agente de la ley. Tras la presentación del personaje se produce la irrupción de su antagonista, que asegura ser su igual (en decepción y soledad); pero Wood, así dice llamarse evocando a otro asesino de presidentes, se muestra deseoso por poner en marcha la sádica partida que puede costar la vida al mandatario. El asesino parece ir en serio, además siempre va un paso por delante de Morgan cuando este pide ser reincorporado al servicio del presidente, hecho que provoca que las dudas y los fantasmas del pasado cobren mayor presencia en ese presente en el que desea demostrarse que décadas atrás hizo cuanto estuvo en su mano para proteger a Kennedy, algo que ahora podría hacer. Durante todo este tiempo, a la espera de cumplir su trabajo, se alternan las imágenes que siguen al veterano guardaespaldas con las que muestran el avance de un psicópata que cuenta con múltiples recursos y con una preparación que le convierte en un arma letal dispuesta a cambiar su vida por la de quien pretende asesinar.


Pero desde el primer momento conocemos el final. Sabemos que la presencia de Eastwood no puede deparar más que su victoria sobre el villano interpretado por Malkovich, pero también sobre todos aquellos que lo rechazan o lo juzgan por su edad o por su pasado, que todavía lo persigue en su presente. Partir de esto entra dentro de la lógica de Hollywood, donde los buenos suelen imponerse a los malos, el héroe, aunque disfrazado de antihéroe, es el héroe y por lo tanto gana después de pasar por situaciones que reivindican su valía y sus superioridad respecto al resto de personajes. De modo que no importa saber que Eastwood vencerá, pues de no ser por su presencia, En la línea de fuego no dejaría de ser un thriller convencional, del poli bueno y atormentado contra el psicópata de turno que quiere matar a alguien, en este caso a un presidente, y divertirse mientras prepara su golpe, jugando e imponiendo las reglas del juego. Pero que el héroe, que no antihéroe, maduro a las puertas de la jubilación, haya perdido a un presidente y que responda a los rasgos de Clint Eastwood (y de sus personajes) la cosa cambia. Además, Petersen conoce a la perfección el oficio y sabe llevar la tensión y la intriga... Es su trabajo, como también lo es el proteger a otros el de agente, que no deja de repetirlo y quizá, tras esa insistencia, se esconda la broma...


viernes, 13 de septiembre de 2013

El precio del poder (1983)


Tres de las películas más conocidas de Brian De Palma se inscriben dentro del cine de gánsteres, pero cada una de ellas presenta la figura del enemigo público desde perspectivas distintas. En El precio del poder (Scarface, 1983) se observa la ascensión y caída de un delincuente obsesionado con la idea de poder. Los intocables (The Untouchables, 1987) descubre al hampón sobre un pedestal desde el que entorpece las labores policiales que llevan a cabo Eliot Ness y su incansable equipo de colaboradores. Y la excelente narración en primera persona de Atrapado por su pasado (Carlito's Way, 1993) muestra a Carlito Brigante como un delincuente desilusionado que quiere dejar atrás la vida delictiva que solo le ha proporcionado decepción y pérdida. Carlito es la antítesis de Tony Montana (ambos personajes interpretados por Al Pacino), ya que pretende abandonar el universo de violencia en el que es reconocido como una leyenda, pero por el que ha tenido que pagar el precio que ha creado el vacío existencial que pretende llenar lejos de él. Por contra, Montana desea acceder a los bajos fondos para alcanzar la cima que le proporcione las comodidades que anhela, sin ser consciente de que eso implica su destrucción. Aunque ambas personalidades semejan opuestas, también podría tratarse de la evolución de la misma persona a lo largo del tiempo, ya que la imagen de Carlito representa la maduración ante la decepción creada por un entorno que rompe cualquier esperanza; dicho conocimiento aún no existe (ni existirá) en el joven Montana, incapaz de comprender que el medio le domina, y no al contrario, porque su cegadora ambición todavía no ha sufrido el deterioro que sí se produciría de alcanzar la madurez del primero. En este último aspecto, el de la ambición como motor de acción, el film de Brian De Palma se aproxima al Scarface de Howard Haws, sin embargo, el guión escrito por Oliver Stone se desarrolla en un periodo distante al de la ley seca, en los albores de los años ochenta, cuando se descubre al Cara Cortada de Brian De Palma recién llegado a Florida, en una época en la que miles de exiliados cubanos arriban a suelo estadounidense escapando del régimen castrista. Entre estos refugiados se encuentra Tony Montana, obsesionado con el sueño americano, que para él se encuentra en el dinero que le proporcionaría poder, lujo y mujeres como Elvira (Michelle Pfeiffer). En la Florida de "Scarface" la corrupción y las drogas semejan tan corrientes como el sol que brilla sobre sus playas y calles; dicha corrupción sería lo primero que descubren Tony y su amigo Manny (Steven Bauer) cuando se les permite la entrada definitiva en su país de los sueños, como recompensa por el asesinato (por encargo) de un antiguo colaborador castrista. A pesar de las intenciones de Montana, sus inicios al lado de Manny se descubren en un local donde trabajan de friegaplatos, y donde Tony muestra su impaciencia, del mismo modo que había evidenciado un carácter indómito cuando le interrogaron en la aduana. Tony no se anda con rodeos, ha llegado a los Estados Unidos para vivir su sueño, aunque sabe que para hacerlo real necesita dinero, siempre dinero, la primera y única fuente que le proporcionaría aquéllo que anhela. Su contacto con Frank Lopez (Robert Loggia) le permite escalar un primer peldaño hacia esa cima en la que se lee "The World Is Yours", la misma meta obsesiva que guiaba al gángster interpretado por Paul Muni en el film de Howard Hawks. Inevitablemente la historia de "Scarface" se repite, ya que Tony no es un ganador, sino un perdedor que solo tiene sus pelotas y su palabra, insuficiente para un mundo dominado por la violencia y la delincuencia de la que forma parte activa. Pero Montana también es humano, y como tal posee sentimientos y emociones con las que no sabe o no puede enfrentarse, y que se evidencian en su relación con Elvira o, de manera más clara, cuando se encuentra cara a cara con su madre (Miriam Colon), que le rechaza, y con su hermana Gina (Mary Elizabeth Mastrantonio), a quien idolatra hasta el extremo de que no puede soportar la idea de que se divierta (pervierta) con hombres o se deje ver por los lugares que él habitúa (quizá porque, entre otras cuestiones, en su interior comprende que su reino no es de oro sino de sangre, corrupción y desechos). Para un tipo como Tony, los medios no importan, pues a lo único que concede importancia es al fin que persigue y que marca su comportamiento, sin embargo esa misma meta es la que le engulle y propicia su inevitable caída.

La viuda alegre (1934)


La opereta se desarrolló en Europa a lo largo del siglo XIX, siendo una variante ligera y desenfadada de la ópera, en la que los diálogos y las canciones se sucedían para escenificar historias poco menos que inverosímiles. A este tipo de género musical pertenece La viuda alegre, estrenada con gran éxito en Viena en 1905, la cual daría origen a varias versiones cinematográficas entre las que destacan la dramática filmada por Erich von Stroheim en 1925 y esta comedia musical realizada en 1934 por Ernst Lubitsch, una de las figuras claves de la evolución de la comedia hollywoodiense. Lubitsch ya había empleado el ambiente de opereta en algunos de sus primeros films sonoros (El desfile del amor, El teniente seductor, Montecarlo o Una hora contigo), en los que desplegó su gran capacidad para crear situaciones irónicas, sofisticadas, cínicas y sutiles, que se combinan con melodías como la que introduce al personaje encarnado por Maurice Chevalier. El conde Danilo desfila con sus tropas al tiempo que entona una canción que dedica a todas las bellezas de Marsovia, el diminuto país imaginario que solo con la ayuda de una lupa se puede encontrar en el mapa. La presentación del sonriente capitán de la guardia real le define como un mujeriego empedernido, aunque desde un tiempo a esta parte se siente atraído por el misterio que se esconde detrás del velo que oculta el rostro de Sonia (Jeanette MacDonald), la viuda más acaudalada del país, la misma que posee el cincuenta y dos por ciento de la riqueza nacional. Ni corto ni perezoso, el don Juan se presenta ante ella para declararle su amor, aunque, en realidad, lo que pretende sería una nueva conquista y saciar su curiosidad. Pero nada de lo que dice obtiene el resultado esperado, así que el rechazo de la enigmática dama de negro le convence para retomar sus quehaceres románticos, ya sea con la reina (Una Merkel) o con cualquier otra mujer que se le ponga a tiro. Sin embargo, para Sonia, el encuentro con el apuesto soldado provoca que reflexione acerca de su solitario y aburrido encierro. Mediante las páginas vacías de su diario, y con el recuerdo de Danilo en mente, su deseo de volver a la vida se impone, de modo que cambia el luto por el blanco, y decide dejarse contagiar por el colorido y la alegría que se vive en el lujoso París empleado por Lubitsch para desarrollar los enredos amorosos de muchas de sus comedias. Pero la marcha de la millonaria provoca la alarma en la realeza de Marsovia, consciente de que la fuga de la viuda podría implicar la pérdida de su capital (si aquélla cayese en brazos de algún cazafortunas extranjero), hecho que significaría la bancarrota y el fin del pequeño reino. En la ciudad de la luz se desarrolla la confusión que une y separa a los dos personajes principales, que se encuentran en Maxim´s, donde Danilo, que ha sido enviado a París con la misión de seducir a la viuda, piensa pasar una velada acorde con sus gustos. Aunque allí solo tiene ojos para una joven (Sonia) de quien desconoce su verdadera identidad, ya que la viuda se hace pasar por una de las chicas del local para llamar la atención del galán. La última comedia musical de Lubitsch se divide en tres actos donde las canciones y el ambiente desenfadado conviven con los diálogos, las omisiones, los sobreentendidos o el gusto del cineasta por los pequeños detalles que abundan en su elegante puesta en escena. Asimismo se aprecia la importancia de los personajes secundarios, que aportan las notas de comicidad que se descubren tanto en el monarca (George Barbier) como en el embajador Popoff, interpretado por el irrepetible Edward Everett Horton, con quien el cineasta contó en cinco de sus películas, siendo con Chevalier el actor que más veces trabajaría para Lubitsch.