jueves, 13 de marzo de 2014

Los cuarenta y siete samuráis (1941-1942)



Fiel al estilo mostrado dos años antes en 
Historia de los crisantemos tardíos (Zangiku monogatari, 1939), Kenji Mizoguchi acercó al público la intimidad de los personajes de Los cuarenta y siete samuráis (Los leales 47 ronin) (Genroku Chushingura, 1941-1942) enfocando las escenas en encuadres fijos que le sirvieron para aumentar la sensación de impasibilidad e imposibilidad que dominan a los guerreros sin dueño de este hecho legendario que dio origen a numerosas novelas, obras de teatro kabuki y a diversas producciones cinematográficas, tanto mudas como sonoras. Las más conocidas y destacadas son esta rodada por Mizoguchi en época de preguerra y de exaltación nacionalista, por lo tanto bajo el control y al servicio de la propaganda político-militar japonesa, y la realizada en 1962 por Hiroshi Inagaki, que expuso el mismo asunto desde un enfoque más épico y dinámico. Pero en ambas el tiempo pasa sin que los siervos del abolido clan Asano puedan borrar la mancha que mancilla su honor desde que su daymiô fue sentenciado a realizar el seppuku por su agresión a Lord Kira, después de que este lo hubiera insultado en repetidas ocasiones hasta provocar la violenta reacción que se observa en los primeros compases del film. Tras este instante de movimiento, el ritmo de Los cuarenta y siete samuráis se sosiega hasta prácticamente pausar la acción, lo que podría llevar a pensar que la perjudica, sin embargo es en esa lentitud de cámara (casi estática) y de personajes donde reside la esencia del film, pues desde ella se presentan las dudas, los comportamientos y las emociones de los samuráis sin señor, parias condicionados por el código del bushido y por los numerosos intangibles que lo componen, a los que se aferran sin dudar en ningún momento si existe honor y sentido en la idea de venganza que desde la muerte de su señor rige sus existencias.


Los cuarenta y siete samuráis
se rodó en dos partes y bajo el sello de dos productoras diferentes debido a su alto coste de producción, que provocó la quiebra de la primera que se hizo cargo del proyecto, pero ese elevado presupuesto fue el que posibilitó la minuciosa reconstrucción de los primeros años del siglo XVIII durante los que se desarrollan las más de tres horas y media de un metraje dominado por la inmovilidad que se aleja de la épica que se presupone a la popular historia de los leales cuarenta y siete ronin. Dicha épica queda fuera de campo, aunque encuentra su explicación de manera indirecta en los diálogos o en la carta que hacia el final de la película recibe la viuda de Asano, prevaleciendo el enfoque intimista de Kenji Mizoguchi, más interesado en indagar en la interioridad de personajes como Oishi (que asume una actitud contraria a la que se espera de él para alcanzar la venganza) que en la gesta de los suicidas del clan, víctimas de su sentido del honor y de las tradicionales e injustas leyes feudales por las que se rige el shogunato. A pesar de que en ningún momento de la película Mizoguchi renegó de su estilo narrativo, llama la atención con respecto a la mayoría de sus producciones la ausencia de personajes femeninos de entidad hasta el tramo final, cuando cobra importancia la figura de una joven enamorada que desea descubrir si los sentimientos de su prometido eran verdaderos o fue utilizada por aquel para conseguir los planos de la fortaleza de Kira, y en este punto el cineasta insertó una nueva perspectiva, que marca una diferencia evidente con la que guía a los hombres, pues ella elige sacrificarse por amor y no por una palabra tan ambigua como puede ser el honor que mueve a los ronin.

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