lunes, 10 de marzo de 2014

Pasaje a la India (1984)


Odio, racismo, esnobismo, mezquindad, asoman detrás del comportamiento civilizado de los británicos del club del que Richard Fielding (James Fox) dimite cuando le señalan y critican porque está convencido de la inocencia del doctor Aziz 
(Victor Banerjee), a quien se ha acusado de violación, acusación tras la que se esconden motivos políticos, raciales y económicos, puesto que los ingleses la emplearán para justificar el porqué de la necesidad de su dominio sobre la India y de la segregación que han impuesto. Fielding es, junto a la señora Moore (Peggy Ashcroft), el único de los occidentales que cree en la inocencia del médico indio, quizá porque son los únicos que no están ahí como colonizadores o conquistadores, sino como personas que no sienten la superioridad colonial, ni pretenden imponer su orden. Ambos encuentran en Aziz a una persona con quien simpatizan y estrechan lazos. Pero antes de seguir hablando sobre la última y magistral historia cinematográfica filmada por David Lean, Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), me tienta un recorrido por la prehistoria y la historia, uno que empieza poco después del nacimiento del ser humano sedentario.


Sospecho que fue entonces cuando el apetito ganó en voracidad y las ambiciones aumentaron proporcionales a la tasa de crecimiento poblacional. Pero esa explosión demográfica era una cosa, y otra distinta la necesidad de materias primas y recursos que no encontraba en sus posesiones, a veces, incluso mano de obra esclava. Para cubrir las necesidades se decidió visitar al vecino y tomar para sí aquello que se precisaba, empleando la fuerza bruta o el más pacifico sistema de trueque. Pasado el Neolítico y otras edades, se produjeron los primeros intentos de colonialismo territorial por parte de pueblos como el fenicio, que se vio en la necesidad de echarse al Mediterráneo, por cuya cuenca fundó factorías y asentamientos estratégicos para sus fines comerciales. Desde dichas localizaciones adquirían a bajo coste los bienes que escaseaban en sus tierras, a menudo abusando de la ignorancia de pueblos más primitivos a los que pagaban con objetos de escaso valor. Esta y otras primeras potencias, a cambio de vidas, rehenes, riquezas y tierras, llevaron consigo su progreso, sus creencias —entre ellas, las religiosas y las de su superioridad— y sus costumbres, que muchos de los desorganizados núcleos autóctonos asimilaron como suyas. Y así continuó el avance de los años y de los siglos, entre persas, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, musulmanes, francos o turcos y su conquista de Constantinopla, que para algunos historiadores supuso el fin del Medievo, tras el cual algunas naciones occidentales se lanzaron al mar en busca de rutas alternativas para acceder a Asía y a sus preciadas especias. De ese modo, primero portugueses y después españoles continuaron la tradición colonialista sembrada en el pasado, para posteriormente dejar que fuesen franceses, ingleses u holandeses los que tomasen el relevo. Pero todas estas potencias mantuvieron aspectos comunes como sería el afán de lucro, aunque también se descubren ciertas diferencias entre aquellos imperios de la Antigüedad y los surgidos desde la Edad Moderna en adelante, pues en estos últimos se potenció en extremo la falsa idea de superioridad moral, racial y religiosa. Aunque una vez más el tiempo fue pasando, los imperios desapareciendo, y de aquellos territorios ocupados surgieron estados independientes, pero como consecuencia de la sociedad industrial y de ideologías nacionalistas que se imponían en Europa se produjo un nuevo brote de expansionismo territorial. Por aquel entonces, Gran Bretaña, una isla, era en realidad una extensión de tierra mucho más amplia que ocupaba territorios en América, África, Oceanía y Asia, donde la India era la joya de la corona. Sin embargo, el aprecio que los británicos mostraban por las tierras y los recursos de sus posesiones en la península del Indostán no era equitativo al que sentían por sus nativos, a quienes observaban desde leyes y costumbres que a menudo ignoraban el carácter, la cultura o las necesidades de los lugareños, que nada tendrían que ver con los colonizadores británicos, cuyo esnobismo y aire de superioridad con respecto al mundo oriental quedan perfectamente retratados en la última película realizada por 
David Lean.


Tras el fiasco comercial y de crítica que supuso La hija de Ryan (Ryan’s Daughter, 1970) —cuyos protagonistas no resultaron simpáticos para el público, que los prefería del tipo Mary Poppins o chulescos, a la medida de los héroes interpretados por Steve McQueen—, uno de sus films más personales e intimistas, Lean se mantuvo alejado de la pantalla durante trece años, tiempo más que suficiente para tomarse un respiro, viajar por diversos lugares e iniciar la preparación de una nueva versión de The Bounty, de la que se apeó tras cinco años trabajando en el guión al lado de Robert Bolt, su guionista habitual en sus grandes superproducciones (Lawrence de ArabiaDoctor Zhivago y La hija de Ryan). Pero Bolt no participó en la adaptación de la novela homónima de E. M. Forster que dio pie a Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), el adiós cinematográfico de un cineasta de clase inigualable que, llevando al extremo su condición de autor, solo rodó cinco películas entre 1957 y 1984. A pesar de tratarse de superproducciones, todas ellas resultan films personales e intimistas en los que priman las interioridades de los personajes, fundamentales para el desarrollo de una trama como la expuesta en Pasaje a la India, que se abre con Adela Quested (Judy Davis) y la señora Moore antes de su llegada a la India de la década de 1920, donde descubren un país enigmático bajo el dominio británico del que intentan apartarse mediante su contacto con el profesor Godbole (Alec Guinness), un intelectual hindú defensor de que el destino está escrito de antemano, y el doctor Aziz, a quien, como a la mayoría de sus paisanos, se observa avergonzado de sus carencias materiales y sumiso ante el europeo. La película se divide en dos grandes bloques claramente diferenciados; el primero supone un contacto con el medio, marcado por la decepción que se apodera de ambas mujeres al descubrir las diferencias creadas por el sistema colonial impuesto, del que Heaslop (Nigel Havers), el hijo de la señora Moore y prometido de Adela, es uno de los jueces guardianes, y como tal trata de modelar el entorno a su imagen y semejanza, y por lo tanto con sus defectos y sus prejuicios. Pero el rumbo de la historia cambia como consecuencia de la desorientación que sufre Adela mientras visita las misteriosas cuevas de Marabar donde se produce su despertar sexual, el mismo que la confunde hasta el extremo de provocar el error de acusar a Aziz de intento de violación. A partir de ese momento la acción se traslada a la sala del tribunal donde aumenta la sensación de desigualdad y la falsa creencia de superioridad occidental, que únicamente Richard Fielding rechaza, pues es consciente de los prejuicios que atentan contra Aziz, víctima de las diferencias entre oriente y occidente y del parcial punto de vista del colonizador.

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