miércoles, 9 de abril de 2014

Cimarrón (1961)


De existir un Olimpo de realizadores de westerns, Anthony Mann tendría un lugar destacado entre los escogidos para habitarlo, aunque no por su último western, el más caro e irregular de los once que rodó, y también el que menos se adapta al género que le dio fama. Mann fue uno de los primeros directores que se decidió a rodar todas las escenas en espacios naturales, convencido de que la lucha de los actores con el medio sacaría lo mejor de ellos, cuestión esta que demostró en 
Horizontes lejanos, Colorado Jim o Tierras lejanas. Pero la fuerza narrativa de estos y otros de sus films no se encuentra en la versión que realizó de Cimarrón, una producción deudora de Gigante (George Stevens, 1956), también basada en una novela de Edna Ferber, cuyo éxito en taquilla animaría a la MGM a emular a la sobrevalorada superproducción de Stevens. Para ello, el estudio del león puso el proyecto en manos del responsable de Winchester 73, aunque este nunca llegó a tener el control sobre el mismo, como desveló su enfado tras visionar el montaje realizado por el estudio, consciente de que estaba contemplando una obra ajena, debido a la constante intervención de los responsables de la productora que había puesto el dinero, y por lo tanto la que tenía el control a la hora de efectuar cambios, cortes o un final que contrariaban la idea que Mann tenía para mostrar a los pioneros y todo cuanto rodeaba a la creación de un estado desde la nada. Truncadas las intenciones del cineasta, a quien obligaron a rodar en interiores escenas previstas en exteriores, Cimarrón se descubre como un melodrama que pierde interés a medida que se aleja de sus instantes iniciales, aquellos que muestran a una población nacida como consecuencia de la concentración masiva de colonos, que aguardan a la entrega de tierras que el gobierno se dispone a efectuar mediante la celebración de una carrera, en la que se lucha a vida o muerte por un pedazo del territorio de Oklahoma. En este espacio inicialmente inhóspito, marcado por las ambiciones y esperanzas de los presentes, se descubre a Yancy Cravat (Glenn Ford), pionero libre y salvaje como su apodo atestigua, que desea asentarse en ese entorno adonde llega acompañado por Sabra (Maria Schell), su esposa, desconocedora de las costumbres que imperan en un espacio con el que su marido se identifica. El personaje de Sabra Cravat carecía de la importancia argumental que posteriormente se le otorgó, sin embargo, uno de los cambios que se produjeron consistió en aumentar su presencia en pantalla en detrimento de Dixie Lee (Anne Baxter), personaje que, a pesar de resultar más atractivo e interesante, se vio reducido hasta ser un esbozo del que tendría que haber sido. La primera parte de Cimarrón presenta características del western, y se muestra desde los espacios exteriores que tanto gustaban a su director, quizá por ello la película posee un comienzo vigoroso, aunque con el paso de los minutos, y al igual que sucede en el Cimarrón realizado en 1931, pierde fuelle hasta convertirse en un insulso melodrama que gira en torno al nacimiento del estado de Oklahoma y a la evolución de la familia Cravat. De tal manera los años pasan y con ellos las costumbres de una época, en la que se luchaba por las tierras en carreras o mediante el empleo del revólver, dejan paso a la civilización moderna que se impone ante la mirada de Yancy, a quien le cuesta adaptarse a esos nuevos tiempos con los que nunca llega a identificarse. A pesar de contar con un elevado presupuesto, con rostros conocidos en los papeles principales y con un director de enorme talento que, ante las intervenciones de terceros, se desentendió del film, Cimarrón resultó un fracaso artístico y comercial que naufragó en su supuesta grandeza, siendo sin duda el western menos personal de Anthony Mann y, unido a su despido de Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), uno de los motivos que provocó su distanciamiento de Hollywood.

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