jueves, 13 de noviembre de 2014

América, América (1963)

La voz de Elia Kazan (director, guionista y productor de la película) introduce América, América como la historia de su tío, el primogénito de ocho hermanos y el responsable de que el cineasta naciese en suelo americano. Tras esa personal introducción, y a lo largo de sus casi tres horas de metraje, se detallan las dificultades a las que Stavros Topouzoglou (Stathis Giallelis) se enfrenta para alcanzar un sueño nacido de la necesidad y no de la ilusión, un sueño que conlleva numerosos sacrificios, así como la pérdida de la inocencia en un entorno donde, para poder sobrevivir, también se ve obligado a perder parte de su humanidad. El recorrido de Stavros se inicia a finales del siglo XIX en la península de Anatolia, donde los habitantes de origen griego y armenio son dos minorías étnicas que viven dominados por la mayoría turca; de modo que, como tantos otros personajes reales y cinematográficos, este joven de ascendencia griega sueña con dejar atrás la miseria y la opresión que descubre en su presente. En un primer momento es incapaz de decidirse a emprender el camino hacia la materialización de su objetivo (quizá por temor, quizá por falta de dinero, de seguridad en sí mismo o en aquello que desea por encima de cualquier otra circunstancia), pero, tras la masacre de sus vecinos armenios, su padre (Harry Davis) deposita en él la esperanza de mejora de los suyos y le envía a Constantinopla con todos los bienes materiales de la familia. Pero este personal homenaje de Kazan a sus raíces, y a la figura de su tío en particular, se centra en el alto coste personal que Stavros se ve obligado a pagar desde que abandona su hogar hasta que pisa suelo estadounidense, un periodo marcado por las pérdidas materiales (el dinero familiar a manos de un embaucador a quien acaba asesinando) y personales (comprende que debe dejar atrás su inocencia y su humanidad, aunque esta nunca llega a desaparecer por completo). Durante este itinerario lleno de trabas, el joven no abandona su obsesiva ilusión de alcanzar el continente americano, así lo confirma durante el camino que le conduce a Estambul o durante su estancia en la ciudad, donde contacta con un pariente de quien escapa al comprender que pretende casarlo con una joven heredera. A partir de este instante, su periplo urbano le depara hambre, miseria y los trabajos más duros, que acepta sin dudar porque cree firmemente que su esfuerzo le proporcionará el billete para esa tierra utópica a la que algún día también espera llevar a toda su familia. Sin embargo, el robo de sus ahorros provocan su desesperación y casi su muerte (al coquetear con el anarquismo), pero también una nueva estrategia cuando, sin otra opción, asume el matrimonio con Thomma (Linda Marsh) como su única vía para conseguir la cantidad que precisa para el pasaje. Su relación con esta joven le permite acceder a una etapa de comodidad, de la que reniega porque comprende que su necesidad va más allá de la dote o de una vida acomodada en un país donde no quiere ni puede permanecer. Experiencia tras experiencia, se va completando el sacrificio de alguien obligado a cambiar su pensamiento y su comportamiento, así lo exigen las circunstancias que marcan su experiencia y su comprensión de los actos de quienes se cruzan en su camino, individuos que le confirman que en su mundo la bondad y la inocencia son signos de debilidad de la que otros se aprovechan. No obstante, por muchos obstáculos o cambios que sufra su personalidad, en Stavros siempre pervive su anhelo (necesidad) de alcanzar una tierra que idealiza, al igual que hacen los protagonistas de Charlot emigrante (Charles Chaplin, 1917), Toni (Jean Renoir, 1935), El camino de la esperanza (Pietro Germi, 1950), Los emigrantes (Jan Troell, 1971), El padrino parte II (Francis Ford Coppola, 1974), Lamerica (Gianni Amelio, 1994), Bwana (Imanol Uribe,1996) o más recientemente Edén al oeste (Costa Gavras, 2009) y El sueño de Ellis (James Gray, 2014), porque en ella todos proyectan la ilusión que su lugar de origen les niega.

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