lunes, 16 de febrero de 2015

Nací, pero...(1932)

Al igual que otros grandes cineastas formados durante el periodo silente en su transición al cine sonoro, Yasujiro Ozu aprendió el oficio de director desde abajo, primero viendo las películas que se proyectaban en el cine de su barrio y, una vez dentro del medio al que consagró su vida, desempeñando labores de ayudante de cámara y de dirección hasta que debutó como realizador en La espada penitente (Zange no yaiba, 1927), su única producción de época y un film que no resultó de su interés. El resto de su filmografía expone historias contemporáneas que, en su mayoría, se desarrollan en ubicaciones urbanas donde se descubre otra de las características esenciales de su obra: su predilección por los silencios como medio para expresar las emociones y los sentimientos que nacen de las relaciones humanas que se producen en entornos donde, desde la cotidianidad, se enfrentan modernidad y tradición. Esta facilidad para captar lo significativo, desde la ausencia de palabras y sonidos, le permitió desarrollar la inimitable capacidad comunicativa y visual que ya se observa en Nací, pero... (Umarete wa mita keredo: Otona no miru ehon), y que iría perfeccionando hasta alcanzar su máxima expresión en Primavera tardía (Banshun, 1949), Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953) o El sabor del sake (Sanma no aji, 1962). Esta destacada comedia dramática, que sería revisada por Ozu en Buenos días (Ohayo, 1959), se narra desde la mirada de dos hermanos que se enfrentan a la cotidianidad de descubren en su nuevo barrio, al que acceden a raíz del traslado de su padre (Tatsuo Saito), y que en la película se reduce a los cinco escenarios donde se contraponen las dos realidades que se descubren en el hogar (allí se exponen las relaciones paterno-filiales), en la calle y en la escuela (donde los niños asumen el protagonismo exclusivo), y en la casa del patrón y en la oficina donde trabaja el padre, en las que prevalece el mundo adulto sobre el infantil. Para los niños la novedad conlleva el enfrentamiento con otros muchachos de su edad, de ahí que, en un primer momento, se ausenten del centro escolar para evitar confrontaciones y humillaciones o busquen alternativas que les posibilite la tranquilidad dentro del universo infantil expuesto por el gran cineasta japonés, donde la imitación (el pequeño emula al grande y el débil al más fuerte), el sometimiento y la fuerza juegan papeles de vital importancia, como demuestra la confianza que el líder de los muchachos adquiere gracias a su corpulencia. Pero, como consecuencia de la intervención de un repartidor de cervezas, la autoridad de aquel se pone en duda y los dos hermanos dejan de sentirse acorralados, lo cual les permite alcanzar la ansiada aceptación entre los demás niños. A partir de este instante asumen un comportamiento similar al mostrado por el anterior jefe del grupo, de tal manera que no dudan en someter a sus nuevos amigos, similar al mundo de los adultos al que tienen acceso cuando el hijo del patrón paterno les invita a una proyección en su casa. Durante la misma observan como su padre acepta ridiculizarse con el fin de agradar y adular al mandamás, comportamiento que provoca sus airadas protestas, e incluso su huelga de hambre, pero sobre todo genera su decepción (hasta ese instante habían visto a su progenitor la figura a imitar y respetar). Ante esto, al adulto no le queda más que explicarles el por qué de su actuación, la cual, a parte de perseguir el ansiado ascenso laboral y social, es fruto de la resignación y del acatamiento de su lugar dentro de un sistema igual de jerárquico que el infantil. En Nací, pero..., el descubrimiento diario de los dos niños se muestra desde la inocencia y el continuo proceso de adaptación al espacio y al orden social, que rige tanto su universo como el adulto, donde la autoridad paterna se diluye condicionada por la posición que el padre ocupa dentro de un sistema en el que la presencia de la mujer, representada en la figura materna, carece de relevancia, ni siquiera en el seno del hogar, sometida a la tradición que los niños se ven obligados a aceptar.

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