martes, 28 de abril de 2015

Toshiro Mifune, icono del cine japonés


<<Mifune tenía un talento que yo no había visto jamás en el mundo del cine japonés. (...) De cualquier forma, soy una persona a la que rara vez le impresiona un actor, pero en el caso de Mifune me encontraba completamente impresionado>>, escribió Akira Kurosawa en su Autobiografía sobre el actor que se convertiría en rostro icónico de su cine y del cine japonés. Pero muchos años antes de que sus caminos se cruzasen, Toshiro Mifune nacía en un enclave japonés ubicado en el continente y no sería hasta los veintiún años cuando pisó por primera vez el Japón insular, debido al traslado del equipo de aviación que le había reclutado para combatir en la Segunda Guerra Mundial. Gracias a sus conocimientos fotográficos, Mifune fue destinado a la unidad de fotografía aérea y no participó activamente en la contienda. Concluido el conflicto, y sin nada más que lo puesto, se presentó en los estudios Toho con la idea de solicitar un puesto de operador de cámara, intención nacida de su contacto con Nenji Oyama durante su etapa en el ejército, pues Oyama trabajaba para el estudio y le había animado a que se presentase allí una vez finalizada la guerra. Por aquel entonces, la Toho no necesitaba operadores y sí nuevos rostros que formasen parte de su equipo artístico, de modo que al ver su juventud, su apostura y su energía lo enviaron a las audiciones que se estaban realizando. Entre miles de candidatos, y sin pretenderlo, Mifune fue uno de los elegidos, aunque no lo fue por haber realizado bien la prueba. Por lo que se cuenta, la audición fue un fracaso, pero Kajiro Yamamoto, en aquel momento el director estrella del estudio, y el joven y prometedor Kurosawa percibieron el potencial del actor, lo que posibilitó su contratación y su posterior y legendaria colaboración con el segundo.


Hombre tímido, reservado y trabajador, 
Toshiro Mifune debutó como actor en Ginrei no hate (1947), en la que coincidió por primera vez con el también actor Takashi Shimura, con quien compartiría cartel en varias obras maestras de KurosawaGinrei no hate, que podría traducirse como "sendero de nieve", fue dirigida en 1947 por Senkichi Taniguchi y contó con la participación de Kurosawa en el guion. Como es buen sabido, este último fue fundamental en la carrera artística del actor, a quien dirigió en quince películas, desde El ángel ebrio (Yoidore tenshi, 1948) a Barbarroja (Akahige, 1965), tras la cual su relación profesional concluyó y la personal se distanciaba. Por entonces, Mifune ya era un astro del celuloide y tal estatus le permitió crear su propia productora y ser un rostro internacional, lo que implicó su participación en producciones como Grand Prix (John Frankenheimer, 1966),  Infierno en el Pacífico (Hell in the Pacific, John Boorman, 1968), Sol rojo (Soleil rouge, Terence Young, 1971) o Ánimas Trujano (El hombre importante) (Ismael Rodríguez, 1962), rodada en México y posiblemente su mejor interpretación fuera de Japón; incluso pudo probar fortuna como director en Gojuman-nin no isan (1964), el único título que dirigió.


Sus interpretaciones para 
Kurosawa lo inmortalizaron en la gran pantalla, pero Mifune también trabajó para otros grandes cineastas japoneses. Sin ir más lejos, en Ishinaka Sensei Gyojyki (1949) y Tsuma no Kokoro (1956) estuvo a las órdenes de Mikio Naruse, en Rebelión (Joiuchi -Hairyozuma Shimatsu, 1967) fue dirigido por Masaki Kobayashi y en Vida de Oharu, mujer galante (Saikaku ichidai onna, 1952) interpretó para Kenji Mizoguchi. También fuera de las fronteras niponas se dio a conocer, pero, curiosamente, este mítico actor que dio vida al mercenario Sanjuro en Yojimbo (1961) y Sanjuro (Tsubaki Sanjuro, 1961) fue más popular (y conocido entre el público internacional) a raíz de su participación en la serie televisiva Shogun (Jerry London, 1980), basada en el súper ventas de James Clavett, que por protagonizar las magistrales Rashomon (1950)Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954)Notas de un ser vivo (Ikimono no kiroku, 1955)Trono de sangre (Kumonosu-jo, 1956)La fortaleza escondida (Kakushi toride no san-akunin, 1958) o El infierno del odio (Tengoku-to jigoku, 1963) —-todas realizadas por el responsable de Vivir (Ikiru, 1952).


 Aparte de sus interpretaciones para KurosawaMifune obtuvo, interpretando para Hiroshi Inagaki, éxitos tan importantes como la trilogía Samurái (Miyamoto Musashi, 1954)El hombre del carrito (Muhomatsu no issho, 1958)Tres tesoros (Nippon Tanjo, 1959) o 47 ronin, (Chushingura -Hana no maki yuki no maki, 1962). Con Inagaki también mantuvo una relación profesional duradera y fructífera, que se prolongó a lo largo de una veintena de títulos en los que también se le asocia al rol de samurai, aunque también interpretó otro tipo de personajes. Otro de los papeles asiduos de
Mifune fue el de militar, tanto en producciones japonesas como hollywoodienses: De Pearl Harbor a Midway (Hawaii. Middowee daikaikusen -Taiheiyo no arashi, Shue Matsubayashi, 1960)Escuadrón de ataque (Taiheiyo no tsubasa, Shue Matsubayasi, 1962)Almirante Yamamoto (Kantai Shireicho-kan -Yamamoto Isoroku, Seiji Maruyama, 1968)La batalla del mar del Japón (Nihonkai Daisukaisen, Seiji Maruyama, 1969), La batalla de Midway (Midway, Jack Smight, 1975) o 1941 (Steven Spielberg, 1979), una comedia alocada que resultó ser un fracaso comercial para Spielberg. Sus últimos años estuvieron marcados por su aparición en programas televisivos y por su participación en films de menor interés que aquellos que lo inmortalizaron en la pantalla, y siempre se especuló con la posibilidad de un nuevo proyecto que volviera a unirle a Akira Kurosawa, quien, al igual que Mifune, vio como su carrera cinematográfica sufría un revés tras Barbarroja, aunque el realizador resurgió de sus propias cenizas para regalarnos al menos otras dos obras maestras del cine: Derzu Uzala (1975) o Ran (1985).




lunes, 27 de abril de 2015

Papillon (1973)



La popularidad de Franklin J.Schaffner se cimentó sobre todo gracias a los éxitos obtenidos por El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1967) y Patton (1970), por la que fue galardonado con el Oscar al mejor director. Sus posteriores películas: Nicolás y Alejandra (Nicholas and Alexandra, 1971), Papillon (1973) o Los niños del Brasil (The Boys from Brazil, 1978) resultan de menor interés que aquellas y también se encuentran por debajo de lo expuesto en las menos conocidas El mejor hombre (The Best Man, 1964), El señor de la guerra (The War Lord, 1965) y La isla del adiós (Islands in the Stream, 1977). Sin embargo, Papillon goza de prestigio entre el público mayoritario, aunque se trata de un film carente de fuerza narrativa y cuyo ritmo sufre constantes altibajos, lo que impide que su planteamiento se concrete ante su insistencia en priorizar la relación entre la pareja protagonista, que acaba convertida en una caricatura de lo que podría haber sido, y en su empeño en reincidir en la consabida injusticia del sistema opresor e inhumano en el que se desarrolla la trama. Pero, a pesar de sus carencias, Papillon es uno de esos dramas carcelarios que vienen a la memoria del espectador, aunque no posee el atractivo de otras películas del subgénero carcelario, entre las que destacan títulos como 
Prisionero del odio (The Prisioner of Shark IslandJohn Ford, 1936), parte de su metraje también se ambienta en una isla prisión, Fuerza bruta (Brute ForceJules Dassin, 1947), Sin remisión (CagedJohn Cromwell, 1950), Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappéRobert Bresson, 1956), La evasión (Le trouJacques Becker, 1960) o El hombre de Alcatraz (The Man from AlcatrazJohn Frankenheimer, 1962), producciones que no caen en la desidia ni en el desequilibrio que habita en la irregular puesta en escena de Schaffner, que sigue la evolución de Henri "Papillon" Charriere (Steve McQueen) y Louis Dega (Dustin Hoffman). Estos dos convictos son condenados a permanecer en un correccional que no presenta más muros que el agua del mar que rodea a la isla adonde se les traslada desde Francia, y donde se encuentran con carceleros que, aparte de vigilar y denigrar a los prisioneros, velan desde la violencia por el cumplimiento de normas opresivas que niegan la humanidad de los reclusos; un tema que ya había sido y volvería a ser expuesto en producciones que presentan situaciones similares a la mostrada por Schaffner. Los dos reos llegan a la isla del Diablo, en la Guyana Francesa, para cumplir la sentencia que se les ha impuesto y, en este paraje insular, ambos descubren el infierno en vida; pero, al contrario que Dega, Papillon no se rinde y su estancia en la isla no hace más que aumentar su fuerza de voluntad, que le permite sobrevivir hasta alcanzar la ansiada libertad que persigue desde el primer instante, convertido en la imagen del rebelde que se enfrenta tanto a la injusticia que le ha condenado (por un crimen que no ha cometido) como a ese espacio que destruye los cuerpos y las mentes de los presos.

viernes, 24 de abril de 2015

Ana Bolena (1920)


El personaje de Enrique VIII ha sido trasladado a la pantalla en numerosas ocasiones, siendo las caracterizaciones más recordadas las de Charles Laughton en La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of Henry VIIIAlexander Korda, 1933), Robert Shaw en Un hombre para la eternidad (A Man for All SeasonsFred Zinnemann, 1966), Richard Burton en Ana de los mil días (Anne of the Thousand DaysCharles Jarrott, 1969) o, más recientemente, Jonathan Rhys-Myers en la serie Los Tudor, la cual, como el 99,9% de las series televisivas, no he visto. Pero, desde un punto de vista histórico, la figura real de Enrique VIII de Inglaterra resulta más compleja que la ficticia, sobre todo si se la compara con la encarnada por Emil Jannings en Ana Bolena (Anna Boleyn, 1920), melodrama silente en el que el actor alemán dio vida a un monarca mujeriego, obsesionado con tener descendencia masculina. La estrella, que cuatro años más tarde inmortalizaría a El último (Der Letzte Mann, Friedrich Wilhelm Murnau, 1924), da vida a un monarca visceral, dispuesto a romper con la Iglesia porque Roma se niega a aceptar su petición de divorcio.


Por aquellos años del siglo XVI, la realidad del rey británico inicialmente estaba marcada por sus buenas relaciones con el papado y con la poderosa Corona de Castilla y Aragón, con la que pretendió una alianza política mediante su matrimonio con Catalina, la hija de Fernando II de Aragón y tía de Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico. Pero dicha alianza entre las dos coronas no resultó como esperaba el monarca inglés, ya que sus intenciones y aspiraciones personales no llegaron a materializarse y, para asentar en el poder a su dinastía y ampliar su poder, se desligó de la influencia de la corte de Carlos I y del Papa Clemente VIII, lo que provocó un enfrentamiento de intereses políticos que, entre otras cuestiones, derivó en la ruptura de la iglesia inglesa con la romana. Estos y otros hechos que provocaron el cisma se minimizan en la propuesta de Ernst Lubitsch, que se decantó por un enfoque menos realista para mostrar a un Enrique cansado de Catalina de Aragón (Hedwig Pauly-Winterstein), a quien pretende sustituir por la joven Ana Bolena (Henny Porten), por quien exige a Roma su divorcio de la noble aragonesa. Pero, ante la negativa papal y dominado por un impulso visceral, el rey asume su ruptura con el pontificio y se declara cabeza visible de la iglesia anglicana. Desde este instante, la historia que narra Ana Bolena no hace más que dramatizarse a la espera de un desenlace conocido, que se fragua desde la traición perpetrada por el poeta Mark Smeaton (Ferdinand von Allen) cuando acusa a la nueva reina de mantener relaciones con Enrique Norris (Paul Hartmann) y con él mismo. Sin embargo, nada de lo dicho por el poeta es verdad, salvo el amor no consumado entre Norris y Ana, porque ella ha escogido ser reina en lugar de una vida en común con aquel a quien desea, de modo que asume su nueva posición al lado del monarca sin saber que sus días y su destino están marcados por la intervención de los celos de Smeaton y por la volátil apetencia de su regio esposo.

jueves, 23 de abril de 2015

Fahrenheit 451 (1966)


La ficción distópica, ya sea literaria o cinematográfica, con frecuencia conlleva una mirada al pasado y al presente desde un tiempo alternativo en el que se observan aspectos que delatan la imperfección de supuestos entornos perfectos, que no dejan de ser posibles reflejos de los reales donde no hay posibilidad de mundos felices, pues la felicidad no existe
sin que lo haga un punto (emocional) de referencia contrario que le confiera sentido; de otro modo sería una alienación, un totalitarismo, una fuga de la propia existencia. Uno de esos espacios fue expuesto por Ray Bradbury en su novela Fahrenheit 451 (1953), en la cual describe una sociedad en la que se ha prohibido la literatura con el fin de suprimir las individualidades, mermando las capacidades reflexivas y emotivas del individuo. Este hecho, que en la novela se presenta desde la ciencia-ficción, es una constante que se observa a lo largo de la Historia y que confirma que la ficción de Bradbury no escapa, ni lo pretende, a la realidad. De modo que si alguien tuviese la buena o mala fortuna de verse trasladado en el tiempo hasta una hipotética Edad Media, descubriría a una minoría dominante empleando el miedo y la ignorancia para someter a una mayoría que ni sabría leer ni se preocuparía por la existencia de escritos, y cuyo pensamiento se encontraría condicionado por costumbres, supersticiones y falsas "verdades", que se disfrazarían de absolutos que impedirían a los individuos plantearse aspectos más allá de lo impuesto…


Si ese alguien continuase su irreal trayecto temporal hacia su presente, asistiría a mediados del siglo XV a la aparición de la imprenta moderna, avance fundamental en la evolución del pensamiento humano, que provocaría la difusión de textos y, como consecuencia, también de ideas que sembrarían en las mentes de los lectores las semillas para otras futuras. Pero ese mismo naúfrago temporal sería testigo de que la mayor parte de la sociedad continuaría siendo analfabeta y vería a "algunos iluminados", temerosos de perder su poder y su cómoda posición, prohibiendo libros que considerarían perjudiciales para la salud pública. Esta persecución literaria sería una constante en el deambular de ese imposible peregrino que, en su intento por regresar a su época y tras contemplar hechos y revoluciones que le replantearían su concepto histórico, alcanzaría la Edad Contemporánea, durante la cual descubriría a regímenes totalitarios intentando someter a la población desde la represión y la censura de credos, ideas, libros y otros medios en los que los devotos adeptos verían aspectos contrarios a los predicados
. Ya en casa, el retornado tendría muchas opciones: saludar a sus vecinos, beber una cerveza, sacar a pasear al perro, tumbarse al lado de su pareja o de un cuarteto de cuerda, reflexionar en soledad o en compañía, disfrutar de un descanso que le recuperase del viaje… Pero quizá se decidiese por la lectura, consciente de su riqueza, de su significado, de las vidas que encierra y libera, de la fortuna de poder tener libre acceso a ella, no como los individuos que moran en las páginas de Fahrenheit 451 y en el film homónimo de François Truffaut, en el que la prohibición de textos escritos ya se anuncia al inicio.


En Fahrenheit 451 se
 sustituyen los habituales títulos de crédito por una voz en off que presenta al equipo artístico y técnico responsable del film, y lo hace como si esa misma voz se difundiera a través de las numerosas antenas de televisión que pueblan los tejados de los edificios. La siguiente imagen descubre un camión de bomberos que se dirige a desempeñar un cometido distinto al original, ya que sus ocupantes no apagan fuegos, los provocan y lo hacen porque su labor principal consiste en encontrar libros y proceder a su incineración. El mundo desarrollado por Truffaut a partir de la novela corta de Bradbury muestra a la sociedad insensibilizada, carente de pensamiento crítico-reflexivo y adormecida por el consumo excesivo de programas televisivos y de tranquilizantes, que sirven para someter al individuo hasta sumirlo en un estado de apatía inconsciente que permite su manipulación y la ausencia de identidad. ¿Qué peligros esconden las páginas de los libros? ¿Por qué la lectura es un delito? ¿O por qué algunos individuos arriesgan sus vidas para continuar leyendo? Montag (Oskar Werner), el bombero protagonista, empieza a plantearse preguntas similares que solo logra responder a partir de su lectura de David Copperfield (Charles Dickens, 1849), su primer contacto con las letras y, por lo tanto, con el pensamiento de alguien que siente y expresa parte de sus ideas, sean o no aceptadas por el lector, y de sentimientos que convierten a cada texto en único. Esta sensación de recuperar su individualidad crea en Montag la necesidad de continuar leyendo, porque en ese instante se siente vivo y ajeno al entorno que habita y donde nada se plantea porque se valora y se promueve la uniformidad ciudadana. Como consecuencia se convierte en un ser asocial, en un proscrito y en una molestia para su mujer (Julie Christie), integrada en el conjunto homogéneo dentro del cual ha crecido y madurado, despojada de su capacidad de comprender, interpretar y decidir, lo cual implica la supresión de su riqueza individual, la misma que Montag recupera gracias a las páginas de las obras literarias que algunos hombres y mujeres han decidido aprender y transmitir.

miércoles, 22 de abril de 2015

Estos son los condenados (1963)

A caballo entre la ciencia-ficción y el drama político-social, Estos son los condenados (These Are the Damned) resulta una película de difícil clasificación que se desarrolla en dos partes, que bien podrían funcionar por separado, siendo la más acertada aquella en la que se muestra el control educativo que el profesor Bernard (Alexander Knox) ejerce sobre varios niños y niñas en quienes, según él, reside el único futuro para la humanidad, ya que está convencido de que solo ellos sobrevivirán a un holocausto nuclear que da por sentado, un temor compartido en la realidad de la época del rodaje de la película. Sin embargo, el docente en ningún momento intenta un acercamiento humano con quienes adoctrina a distancia, como tampoco muestra sentimientos a la hora de actuar contra aquellos que han descubierto su secreto e irremediablemente perecerán como consecuencia de la radiación que desprenden los fríos cuerpos de los pequeños encerrados en el subsuelo. Esta producción Hammer dirigida por Joseph Losey, rodada durante su exilio británico y menos lograda que Eva, El mensajero o El sirviente, arranca en el exterior de una ciudad costera con un grupo de adolescentes liderados por King (Oliver Reed) que dedican su tiempo a vagar por las calles, en busca de víctimas a quienes agredir y robar. Para ello emplean como cebo a Joan (Shirley Ann Field), la hermana de King, que atrae la atención y el deseo de incautos como Simon Wells (Macdonald Carey), un maduro estadounidense que se ha trasladado a Inglaterra para romper con su monotonía. En esta primera mitad se comprende que el grupo de pandilleros ha perdido el rumbo y se deja arrastrar por la violencia y por la necesidad de conseguir dinero fácil, quizá porque ninguno de sus integrantes posean ni expectativas de futuro ni el afecto necesario para sentirse parte de algo que no sea el propio grupo, lo cual también los convierte en condenados dentro de una sociedad en la que parecen no contar. Esta parte de Estos son los condenados se prolonga más de lo necesario y en ella se plantea la poco creíble relación entre un hombre maduro (personaje mal desarrollado) y una joven, Joan, en quien Simon proyecta su deseo carnal y su necesidad de sentirse vivo. A medida que avanza el metraje se afianza la relación, aunque esta queda relegada a un segundo plano cuando se produce el encierro de Wells, Joan y King, en la prisión-escuela donde Bernard experimenta con los nueve menores nacidos de mujeres que fueron irradiadas accidentalmente, lo que ha provocado que estos niños y niñas de once años presenten una temperatura corpórea fría, inhumana, que alarma a los intrusos hacia quienes los pequeños enfocan su afecto, porque anhelan sentirse queridos, finalidad que los opone a los personajes infantiles de El pueblo de los malditos, otro clásico de la ciencia-ficción británica de la década de 1960, ya que, al contrario de aquellos, los niños y las niñas del film de Losey son víctimas de los adultos que los retienen en las profundidades del complejo gubernamental, donde se les muestra a través de cámaras aquello que sus tutores consideran acorde para su formación, pero nunca desde el contacto humano que los alumnos precisan y que obtienen cuando de modo accidental el trío protagonista llega hasta ellos.

lunes, 20 de abril de 2015

Milou en mayo (1989)


Entre 1964 y 1965 estudiantes estadounidenses salieron a las calles para luchar por los derechos civiles y protestar contra la participación norteamericana en el conflicto vietnamita. En 1965 sus homólogos chinos de la Universidad de Pekín hicieron lo propio para mostrar su descontento hacia el sistema establecido. Poco después, a finales de 1967, el movimiento estudiantil llegó a Europa, siendo la revuelta parisina de mayo de 1968 la que se convirtió en el referente de aquella época durante la cual los jóvenes universitarios franceses pusieron en jaque al gobierno de De Gaulle, que en aquel momento desapareció de Francia, lo que provocó un vacío de poder en el gobierno galo que parecía señalar el fin de un ciclo y el inicio de una utopía que no se materializó. Pero el mayo del 68 expuesto por Louis Malle en Milou en mayo (Milou en mai) se aleja de aquella realidad histórica, que asoma en la pantalla a través de la emisora de radio o de las palabras de algunos de sus personajes, ya que los escenarios donde se produjeron los hechos quedan excluidos de esta atractiva reflexión sobre el ser humano y sus relaciones. La película se desarrolla paralela a las revueltas, cuando Milou (Michel Piccoli) no se encuentra en las barricadas parisinas sino en la finca familiar, alejado de las preocupaciones de un país envuelto en huelgas obreras y protestas estudiantiles. El caos y el desorden nacional no afectan a su monotonía, aunque esta sufre un cambio repentino como consecuencia de la muerte de su madre y de la posterior presencia de sus familiares, que acuden a la finca para dar el último adiós a la difunta, aunque sus comportamientos delatan cierta indiferencia hacia el cuerpo presente, que pasa desapercibido porque existen otros aspectos que reclaman la atención de los allí reunidos, aspectos materiales como el reparto de la herencia o personales como las frustraciones que se observan en las contradicciones de sus palabras. Pero, durante este reencuentro en la casa familiar, Milou también experimenta su propia revolución, lo que provoca un cambio en su entorno, al negarse a claudicar ante el descontento y la desidia generalizada y al rechazar la propuesta de vender el inmueble, ya que para él simboliza recuerdos y la promesa de otros que están por llegar. Las discusiones, los intereses, las pasiones, las envidias o las insatisfacciones de cada uno de los miembros salen a relucir al tiempo que lo hacen sus diferencias, las mismas que se diluyen cuando Milou contagia su visión vitalista y se produce la revuelta existencial que les permite disfrutar el momento. <<He decidido ser feliz porque es bueno para la salud>>, dice el protagonista, recordando una frase de Voltaire, cuando flirtea con su cuñada en medio del desbarajuste que significa tener que compartir techo con parientes y otros personajes que se dejan ver en la mansión, y que, en menor o mayor medida, muestran su preocupación por los problemas y los cambios que se están gestando fuera de la finca, cambios que a Milou ni le interesan ni parecen afectarle porque su interés reside en disfrutar de ese instante que sabe efímero.

Están vivos (1988)


Los protagonistas de los westerns con aspecto de fantástico o de thriller realizados por John Carpenter (Asalto a la comisaría del distrito 13, 1997: Rescate en Nueva York, Vampiros o Fantasmas de Marte) se muestran contrarios al orden establecido. Estos antihéroes van por libre y se apartan de una autoridad que rechazan, pero esta rebeldía conlleva su aislamiento social, que asumen como una consecuencia necesaria de su negativa a permanecer dentro de los cánones señalados por quienes ostentan el poder. En los dos protagonistas de Están vivos (They Live), Nada (Roddy Pepper) y Frank (Keith David), también prima la repulsa hacia el sistema, aunque no pueden escapar del entorno de profunda depresión económica y de férreo control que les afecta desde su necesidad inicial de integrarse hasta su rechazo definitivo, cuando Nada, gracias a unas gafas especiales, accede a la realidad de un mundo de consumismo, de órdenes ocultas, de enajenación y de control por parte de alienígenas que han minado la voluntad y la capacidad de decisión de la población humana, sumida en el letargo que le impide el acceso a la verdad. Similar a la reacción del hombre platónico de la caverna, el solitario antihéroe de Carpenter no puede dar crédito a las imágenes que le llegan al cerebro, acostumbrado a la falsedad en la que ha vivido y que se opone a cuanto observa a través de las lentes que lo alejan definitivamente del engaño. Como consecuencia de su despertar, este liberado de las sombras trata de convencer a Frank para que use los anteojos y contemple por sí mismo un mundo distinto de aquel al que creían pertenecer, pero antes se produce el interminable intercambio de golpes que supone el punto de inflexión en Están vivos. Tras la conclusión de la pelea entre los dos amigos, la crítica de las imágenes hacia el sistema controlador, que emplea los medios de comunicación para sus fines alienantes, da paso a la acción expeditiva, en la que se observa a la pareja de inadaptados dispuestos a desenmascarar a los manipuladores que, con el beneplácito de algunos humanos, pasan inadvertidos dentro de una sociedad inconsciente del consumo extremo y de la dependencia catódica que la aleja de la verdad que algunos no desean conocer, porque aceptar una mentira cómoda resulta más atractivo y sencillo que experimentar las incomodidades que conllevaría la comprensión de la realidad.

viernes, 17 de abril de 2015

Los espías (1927)


Prácticamente, Thea von HarbouFritz Lang iniciaron su asociación profesional prácticamente al mismo tiempo que su relación sentimental; ambas abarcaron desde los primeros años de la década de 1920 hasta 1933, año en el que el cineasta abandonó Alemania como consecuencia de sus diferencias con el régimen totalitario que gobernaba el país y con el que Harbou simpatizaba. Durante este periodo escribieron once guiones, diez de los cuales fueron dirigidos por Lang y uno, La tumba india: El tigre de Esnapur, por Joe May en 1921 (y del que Lang realizaría su propia versión en 1959). Estos guiones dieron pie a clásicos tan representativos del cine mudo como Las tres luces, Doctor Mabuse, Los nibelungosMetrópolis o La mujer en la luna y a dos obras maestras del sonoro como lo son M y El testamento del doctor Mabuse. Menos conocida que estas, Los espías (Spione) fue otra de sus grandes colaboraciones, pero sobre todo fue una magistral lección de narrativa visual en la que se detalla tanto la intriga relacionada con Haghi (Rudolf Klein-Rogge), el misterioso y camaleónico líder de una organización criminal que pretende alterar el orden mundial, como el romance que surge entre Sonja (Gerda Maurus), espía al servicio de aquel, y el agente gubernamental número 326 (Willy Fritsch), a quien el villano (en algunos aspectos similar al Mabuse que también interpretó Klein-Rogge) ordena eliminar para evitar que desbarate sus planes. Como otras producciones de LangLos espías muestra las emociones que mueven a sus protagonistas, y lo hace desde el ritmo trepidante y moderno con el que arranca el film hasta su escena final, entre las que tienen cabida traiciones, conspiraciones, engaños, persecuciones o la relación amorosa entre esos dos espías condenados a participar en un enfrentamiento que al tiempo que les une también los separa. Gracias a su riqueza argumental y formal, Los espías antecede en muchos aspectos al cine de espionaje posterior, en el que otro inimitable director, Alfred Hitchcock, empezó a destacar en la década siguiente en su Inglaterra natal con títulos como 39 escalones o Alarma en el expreso; y, aunque el estilo cinematográfico de Hitchcock es diferente al de Lang, parece innegable la influencia que el director de Furia tuvo en este otro cineasta fundamental para el desarrollo del medio cinematográfico.

martes, 14 de abril de 2015

Yanquis (1979)


En 1942, tres años después del inicio de la guerra en Europa, miles de soldados estadounidenses empiezan a llegar a las islas británicas para acuartelarse a la espera de recibir la orden de desembarcar en el continente europeo, en ese instante ocupado en su práctica totalidad por el ejército alemán. Pero estos jóvenes, sacados de sus casas y enviados a un país lejano en un presente incierto, se encuentran con una población autóctona mermada, de la que solo quedan mujeres, niños y ancianos, ya que los británicos en edad de combatir llevan años haciéndolo lejos de su patria, en el norte de África o en el sudeste asiático. Esta realidad queda reflejada al inicio de Yanquis (Yanks, 1979), cuando se muestra un convoy de camiones que transporta a los soldados que llegan a una pequeña población inglesa donde se les recibe con cierto recelo. Desde ese instante el protagonismo recae en las relaciones que se producen entre los civiles y los militares, desorientados ante la que podría ser su última oportunidad para disfrutar de la juventud e inocencia que se pierden en el frente. Partiendo de le certeza de vivir una época convulsa que afecta a todo y a todos, Yanquis profundiza en varios aspectos emocionales que se producen lejos de los campos de batalla, en un pueblo donde los vecinos y vecinas observan la aparición de los extranjeros desde el rechazo y la atracción, aunque la mayoría tienen en común la necesidad de sentir, de amar y de vivir cada día como si fuera el último. Esta circunstancia se observa en las parejas formadas por Matt (Richard Gere) y Jean (Lisa Eichhorn) y, en menor medida, por Jeffrey (Chick Vennera) y Mollie (Wendy Morgan), quienes anhelan saborear esa juventud que se encuentra amenazada por la realidad bélica que les condiciona y que también condiciona a Helen (Vanessa Redgrave) y a John (William Devane), quienes mantienen una relación que saben efímera porque sus responsabilidades familiares, presentes y pasadas, nunca llegan a desaparecer por completo. Pero el interés de Yanquis se decanta por la primera pareja, de la que se muestra su evolución sentimental desde la amistad inicial, pasando por el rechazo de la madre de Jean (Rachel Roberts) hacia el norteamericano, hasta la negación de Matt como consecuencia de la idea de su muerte en el campo de batalla, una posibilidad que le genera dudas y provoca el alejamiento que ni Jean ni él desean.

viernes, 10 de abril de 2015

El terror de las chicas (1961)


La capacidad creativa de 
Jerry Lewis quedó plasmada en la mayoría de las producciones que realizó durante su periodo de esplendor como director, guionista y productor en la década de 1960, durante la cual alcanzó cimas cómicas como la que se descubre en el interior de la mansión donde se desarrolla la práctica totalidad de El terror de las chicas (The Ladies Man, 1961), su segunda película como realizador y la primera en la que los gags responden a un fin narrativo concreto, que repetiría en posteriores comedias. Este espacio artificial y colorista se abre al espectador como una casa de muñecas donde el tímido y torpe protagonista acepta quedarse porque su necesidad de ayudar supera a su deseo de escapar de un decorado-prisión repleto de aspirantes a actrices que crean en él la sensación de encontrarse atrapado en un estado que deambula entre la pesadilla y el sueño. A pesar del miedo que le producen las chicas, Herbert H. Herbeert (Jerry Lewis) se convierte en indispensable tanto para ellas como para el buen (y mal) funcionamiento del escenario del que Lewis se valió para desarrollar la compleja y acomplejada personalidad de su personaje. Parte de la inestabilidad de Herbert nace de sus evidentes diferencias con un entorno que le rechaza (y que él también parece rechazar a pesar de sus repetidos intentos por adaptarse), pero sobre todo por su carácter infantil, que provoca su negativa a entrar en el mundo adulto al que debe acceder después de graduarse en la escuela superior de su nerviosa localidad natal. Pero este cambio de estado se ve entorpecido por el descubrimiento de que aquella a quien considera su novia prefiere a tipos más fornidos que él, lo que le genera su aversión hacia las mujeres y su decisión de no permitir que se le acerquen por temor a ser herido.


En 
El terror de las chicas el yo infantil lewisiano se observa en situaciones en las que se descubre a Herbert enfrentado a la imagen materna representada tanto en Katie (Katheleen Freeman), en cuyos brazos se lanza cual niño pequeño, porque en ella no observa la belleza de la que huye y eso le hace sentir protegido, como en la señora Wellenmellon (Helen Traubel), la dueña de la mansión y la figura materna dominante, a quien el muchacho acaba por imponerse desde su torpeza y su excesiva predisposición para contentar a las mujeres que habitan el rítmico espacio donde sus carencias se transforman en virtudes, lo que permite que su contradictoria personalidad se afiance y se convierta en el eje central de un entorno que acaba por hacer suyo.

martes, 7 de abril de 2015

El gran Flamarion (1945)



Un asesinato, la policía que sospecha del hombre equivocado y un moribundo que recuerda su fatalidad, que se observa a lo largo de los flashbacks que componen El gran Flamarion (The Great Flamarion, 1945), son algunas de las características del cine negro que Anthony Mann asumió para desarrollar su primera obra de identidad, aunque esta presenta menor interés que sus siguientes incursiones en el género, que los westerns que le dieron fama y que el excelente bélico La colina de los diablos de acero. Ante la sorpresa y alarma de un desconocido, que lo descubre herido entre las sombras de un teatro, Flamarion (Erich von Stroheim) confiesa poco antes de morir los hechos que se suceden en las imágenes que, en un primer instante, lo muestran como una estrella del espectáculo que se dedica a disparar sus pistolas en un número en el que Al (Dan Duryea) y Connie Wallace (Mary Beth Hughes) le sirven de auxiliares. Los primeros compases de estos recuerdos permiten perfilar la personalidad de un artista asocial, centrado en su trabajo, cerrado en sí mismo y ajeno a los encantos de su ayudante femenina, quien desea conquistarlo porque en él ve a la marioneta que podría librarle de su marido. Como sucede en otras producciones de cine negro, la presencia de la mujer fatal resulta fundamental para el avance de El gran Flamarion, ya que la sexualidad y la capacidad para mentir de Connie le permiten manejar al pistolero de variedades a su antojo, hasta que este se obsesiona con un amor que cree sincero y que provoca que acceda a cometer el asesinato de Al. Flamarion justifica el homicidio porque se convence de que es su única opción para estar con ella y, ante la promesa de compartir su vida con la mujer de quien se enamora, consuma el crimen de tal modo que parece accidental; pero, ante la posibilidad de levantar sospechas, Connie le aconseja esperar tres meses antes de reunirse e iniciar una relación que no llega a materializarse porque ella desaparece con otro artista, lo cual provoca la desesperación de Flamarion y su deambular en busca de una pista que le conduzca hasta quien le ha utilizado y provocado su caída en el abismo. El gran Flamarion fue una producción independiente que, gracias a la participación de Erich von Stroheim, distribuyó la Republic Pictures, aunque la presencia del actor provocó que Mann tuviese que lidiar con las excentricidades de quien había vivido su época dorada durante el periodo mudo, cuando se dedicaba a la dirección y a la interpretación. Sin embargo, la carrera de realizador de Stroheim se vio truncada debido a su personalidad y a los problemas que tuvo con los productores en películas como Los amores de un príncipe, de la que fue despedido durante el rodaje, Avaricia, cuyo metraje sufrió una mutilación de varias horas que provocó que renegase de ella, o La reina Kelly, que dejó inconclusa. A partir de entonces se centró en la actuación y participó en clásicos del calibre de La gran ilusión, Cinco tumbas al Cairo o El crepúsculo de los dioses, aunque en estas sus personajes no tuvieron el protagonismo del que gozó en El gran Flamarion, quizá su personaje principal más recordado y similar, aunque menos logrado, al interpretado por Emil Jannings (otra leyenda del cine mudo) en El ángel azul. ya que ambos encarnaron a un hombre solitario que se deja manipular por una mujer mucho más joven, con la esperanza de alcanzar un amor que solo existe en su inocencia y en su deseo.